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Debido a la hora, la planta baja era una masa apretada de clientes que se abrían paso hacia las puertas. Cuando Pelo Hoja de Haya salió con ellos, Rodney rezó para que se dirigiera hacia la estación de metro de Knightsbridge. Era cierto que su forma de vestir sugería limusinas, taxis o un coche propio, pero la esperanza es lo último que se pierde. Porque si cogía el metro, no le perdería la pista. Bastaría con seguirla hasta su casa y su identidad sería una simple cuestión de minutos.

Sus esperanzas se disiparon cuando salió a la calle diez segundos después que ella. Escudriñó la acera en busca del color de su cabello, entre las hordas que doblaban la esquina de Basil Street hacia la estación de Kinghtsbridge. La vio, y al principio pensó que le iba a hacer el favor de bajar al metro, pero cuando giró por Hans Crescent, vio que caminaba a grandes zancadas hacia un Rover negro, del cual salió un chófer vestido con un traje oscuro. La mujer se volvió en dirección a Rodney cuando entró en el asiento trasero, y él vio su cara por un instante.

Memorizó la cara: el cabello liso que la enmarcaba, las gafas de concha, el labio inferior grueso, la barbilla afilada. Llevaba ropas v un maletín que proclamaba poder, y caminaba con un paso decidido que también proclamaba poder. Nunca habría imaginado que un bastardo como Dermis Luxford eligiría aquel tipo de mujer para poner los cuernos a su esposa. Por otra parte, no cabía duda de que debía proporcionar cierta satisfacción primitiva, de cavernícola, rendir sobre el colchón a una mujer semejante. A Rodney no le gustaba el tipo dominante, pero seguro que Luxford (un tipo dominante) consideraría un auténtico afrodisíaco el desafío de ablandarla primero, seducirla a continuación, y emplearla después. Bien, ¿quién era ella?

Vio que el coche se zambullía en el torrente de tráfico vespertino. Cogió su coche y lo siguió. Cuando pasó a su lado, Rodney dedicó su atención al pasajero, al chófer y, por fin, al propio coche. Fue entonces cuando vio la matrícula y, más importante aún, las últimas tres letras de la matrícula. Sus ojos se desorbitaron: formaban parte de una serie, lo cual convertía al Rover en parte de una flota de coches. Y él había merodeado lo suficiente por Westminster para saber de dónde era esa flota. Su boca esbozó una sonrisa de felicidad, y se oyó graznar.

Cuando el coche dobló la esquina, su imagen perduró en la mente de Rodney. Así como la interpretación de aquella imagen.

La matrícula era del gobierno, lo cual significaba que el Rover pertenecía al gobierno. Así pues, Pelo Hoja de Haya era un miembro del gobierno. Y eso significaba (y Rodney no pudo contener un grito de júbilo cuando pensó en ello) que Dennis Luxford, supuesto simpatizante del Partido Laborista, director de un diario laborista, se estaba tirando al enemigo.

7

Cuando St. James comunicó al ayudante político de Eve Bowen que esperaría el regreso de la diputada, recibió a cambio una mirada de desaprobación, con nariz arrugada incluida.

– Como quiera -dijo el hombre-. Siéntese allí.

No obstante, su expresión implicaba que la presencia de St. James era algo parecido a un gas tóxico que emanara de la calefacción central del despacho. Siguió atendiendo sus asuntos con el aire del hombre que intenta demostrar la carga que una visita imprevista va a significar para todo el mundo. Había mucho de que ocuparse, desde llamadas telefónicas a los faxes, desde los archivos hasta un gigantesco calendario que colgaba de la pared. Mientras le miraba, St. James le recordó el Conejo Blanco de Alicia, si bien su apariencia física sugería más el asta de una bandera del cual colgara un estandarte bulboso de cabello color Guinness.

El joven se levantó en cuanto Eve Bowen entró en el despacho, unos veinte minutos después de la llegada de St. James.

– Ya iba a enviar a los sabuesos en su busca -dijo mientras cerraba la puerta; extendió la mano hacia el maletín y recogió un puñado de mensajes telefónicos mientras continuaba-. La reunión del comité se ha suspendido hasta mañana. El debate de los Comunes empieza esta noche a las ocho. La delegación de Aduanas quiere programar una comida, no una cena. La Universidad de Lancaster quiere que en junio hable ante la Asociación de Mujeres Conservadoras. Y el señor Harvie pregunta si tiene la intención de darle una respuesta sobre la pregunta de Salisbury antes de que termine la siguiente década: «¿Necesitamos en realidad otra prisión, y ha de ser en mi distrito electoral?»

Eve Bowen le arrebató los mensajes.

– No creo que me haya olvidado de leer en las dos últimas horas, Joel. ¿No podrías estar haciendo algo más productivo?

Un destello de cólera cruzó el rostro del ayudante.

– Virginia se ha marchado y no volverá hasta mañana, señora Bowen -dijo muy serio-. Pensé que era mejor, ya que este caballero deseaba esperar su regreso, no dejar solo el despacho.

Al oírle, Eve Bowen levantó la vista de los mensajes y vio a St. James.

– Ve a cenar -dijo a Joel sin mirarlo-. No te necesitaré antes de las ocho. Sígame, por favor -indicó a St. James, y le guió hasta su despacho.

Un escritorio de madera estaba encarado a la puerta. Eve Bowen se dirigió al aparador que había detrás y se sirvió un vaso de agua de una botella. Rebuscó en el cajón de su escritorio, sacó un tubo de aspirinas y dejó caer cuatro en la mano. Después de tomarlas, se derrumbó en la butaca de cuero verde y se quitó las gafas.

– ¿Y bien? -preguntó.

St. James le refirió primero lo que Helen y Deborah habían logrado descubrir después de pasar el día en Marylebone. Se había encontrado con ellas a las cinco en el pub Raising Sun. Y ellas, al igual que él, se habían sentido satisfechas, pues la información que habían reunido empezaba a conformar una pauta que tal vez fuera la pista capaz de conducirles hasta Charlotte Bowen.

Gracias a la fotografía, la niña había sido reconocida en más de una tienda. «Una criatura muy habladora» o «Menuda cotorra» era la opinión general sobre ella. Si bien nadie sabía su nombre, los que la habían reconocido habían confirmado, con bastante certidumbre, cuándo la habían visto por última vez. Y California Pizza, en Blandfold Street, además de Chimes Music Shop, en la calle mayor, y Gulden Hind Fish and Chips, en Marylebone Lane, lo habían hecho con toda exactitud. En el caso de la pizzería y la tienda de discos, Charlotte había ido en compañía de otra niña de Santa Bernadette, una niña con despreocupada propensión a permitir que Charlotte Bowen derrochara billetes de cinco libras en ella: pizzas y coca-colas en el primer local, discos compactos en el segundo. Había sucedido el lunes y el martes respectivamente, antes de la desaparición de Charlotte, En el Gulden Flind (la tienda más cercana a la casa del profesor de música y, en consecuencia, la tienda más cercana al posible lugar del secuestro) descubrieron que la niña lo visitaba cada miércoles. Ese día, empujaba un puñado de monedas pegajosas sobre el mostrador y siempre compraba lo mismo: una bolsa de patatas fritas y una coca-cola. Regaba las patatas con suficiente vinagre como para hacer bizquear a un ser de gustos más refinados, y se las llevaba para comerlas en la calle. Al ser interrogado, el propietario de la tienda rumió la posibilidad de que Charlotte fuera acompañada por otra niña cuando efectuaba sus compras. Al principio dijo que no, después que sí, después que quizá, y después declaró que no podía decirlo con seguridad, porque la tienda era uno de los objetivos favoritos de los «pequeños demonios» cuando salían ele los colegios próximos, y en los tiempos actuales ya no se podía distinguir a los chicos de las chicas, y mucho menos quién era quién.

No obstante, gracias a la pizzeria y a la tienda de discos, Helen y Deborah habían obtenido una descripción ele la niña que acompañaba a Charlotte las tardes anteriores a su desaparición. Tenía el cabello muy rizado, utilizaba gorras de color fucsia o, según la ocasión, cintas para la cabeza fosforescentes, era muy pecosa y se comía las uñas hasta la raíz. Al igual que Charlotte, llevaba el uniforme escolar de Santa Bernadette.