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Los ojos de Deborah se llenaron de lágrimas, y St. James pensó con desesperación en la inminencia de precipitarse por la espiral de otra dolorosa discusión con su mujer, una discusión que podría prolongarse hasta el amanecer, sin llegar a ninguna solución, sin aportarles paz, y provocar otra larga depresión en Deborah. Pero ella le sorprendió, como sucedía con frecuencia.

– Gracias -susurró, y se enjugó los ojos con la manga de la bata-. Eres el hombre más adorable del mundo.

– No me siento particularmente adorable esta noche.

– No, ya lo veo. Tienes algo en la cabeza desde que llegaste a casa, ¿verdad? ¿Qué es?

– Una creciente sensación de inquietud.

– ¿Charlotte Bowen?

Le contó su conversación con la madre de la niña y le habló de la amenaza contra la vida de Charlotte. Vio que la preocupación hacía mella en su mujer cuando se llevó una mano a los labios.

– Estoy en una encrucijada -explicó-. Si alguien ha de encontrar a la niña, soy yo.

– ¿No deberíamos llamar a Tommy?

– Es inútil. Gracias a su cargo en el Ministerio del Interior, Eve Bowen podría dilatar una investigación policial hasta el fin de los tiempos. Me dejó muy claro que lo haría.

– ¿Qué podemos hacer?

– Eve Bowen tiene razón y hay que continuar pese a todo.

– ¿Crees que tiene razón?

– No sé qué pensar.

Los hombros de Deborah se hundieron.

– Oh, Simon. Oh, Dios. Todo es por mi culpa, ¿verdad?

St. James no podía negar que se había implicado en el caso a causa de sus ruegos, pero sabía que había poco que ganar y mucho que perder si culpaba a Deborah o a sí mismo.

– Desde un punto de vista racional -dijo-, veo que hemos progresado un poco. Conocemos la ruta que Charlotte tomó para volver a casa desde la escuela o desde su clase de música. Sabemos en qué tiendas paraba. Hemos localizado a una de sus compañeras y tenemos una buena pista de la otra, pero no sé muy bien hacia dónde vamos.

– ¿Por eso estás estudiando las notas otra vez?

– Las estoy estudiando porque no se me ocurre otra cosa que hacer en este momento. Eso me gusta aún menos que sentirme inquieto por lo que he hecho durante el día.

Apagó las dos lámparas de alta intensidad que iluminaban la mesa del laboratorio y sólo dejó las luces del techo.

– Así deberá sentirse Tommy cuando está metido en una investigación -comentó Deborah.

– Normal, porque es un detective. Tiene la paciencia exigida para reunir datos, ordenarlos y dejar que las pruebas encajen. Yo no tengo esa paciencia, y dudo que pueda desarrollarla a estas alturas. -St. James recogió las fundas de plástico y la otra muestra caligráfica. Las devolvió a lo alto del archivador contiguo a la puerta-. Si esto es un secuestro auténtico y no lo que Eve Bowen se empecina en creer, una treta amañada por Dennis Luxford para perjudicar al gobierno y beneficiar a su periódico, es urgente llegar al fondo de todo, y parece que sólo yo me he dado cuenta.

– Tuve la impresión de que Dennis Luxford también era consciente.

– Pero es tan inflexible como ella respecto a la forma de manejar el caso. Es lo que más me molesta de este embrollo. Y no me gusta que me molesten. No me gusta la distracción. Lo enturbia todo. Lo cual aún me gusta menos, porque suelo tener las cosas tan claras como el aire de Suiza.

– Porque balas, cabellos y huellas dactilares no pueden discutir contigo -señaló Deborah-. No tienen ningún punto de vista que expresar.

– Estoy acostumbrado a tratar con cosas, no con personas. Las cosas colaboran, se colocan bajo el microscopio o en el interior de un cromatógrafo. Las personas no.

– Pero el método parece evidente en este punto, ¿no?

– ¿El método?

– El método de proceder. Debemos investigar en la escuela Shenkling, y en esos edificios de George Street.

– ¿Qué edificios?

– Helen y yo te lo comentarnos esta tarde, Simon. En el pub. ¿No te acuerdas?

Entonces lo recordó. Una hilera de edificios abandonados no lejos de la escuela de Santa Bernadette y de la casa de Damien Chambers. Helen y Deborah se habían explayado al respecto con entusiasmo mientras tomaban el té. Estaban cerca del posible punto de secuestro, en un lugar muy conveniente respecto a la casa de la niña y, al mismo tiempo, eran demasiado ruinosos y lúgubres en apariencia para que los peatones se acercaran. Sin embargo, para alguien que buscara un escondrijo, eran perfectos como posible elemento en el rompecabezas de la desaparición de Charlotte. No los habían incluido en su investigación de aquel día, sino que los habían dejado para el siguiente, cuando los explorarían con más facilidad provistas de tejanos, bambas, sudaderas y linternas. St. James suspiró disgustado al comprender que se había olvidado de los edificios.

– Otra razón para que no pueda aspirar a convertirme en un buen detective privado -dijo.

– Otra dirección en la que investigar.

– No me siento mejor por saberlo.

Deborah cogió su mano.

– Yo confío en ti.

Pero su voz traicionó la angustia que sentía por la llegada de otro día en que la vida de una niña seguiría en peligro.

Charlotte despertó del sueño, tal como ascendía nadando hasta el barco en Fermain Bay cuando iba de vacaciones a Guernsey. Al contrario que en las vacaciones de verano en Guernsey, despertó en la oscuridad.

Sentía la boca estropajosa y los ojos como pegotearlos con cola. La cabeza le pesaba más que la bolsa de harina que utilizaba la señora Maguire cuando preparaba sus bollos. Sus manos estaban tan cansadas que apenas podían aferrar la lana maloliente de la manta para ceñirla más a su cuerpo tembloroso. «Me siento muy cansada -pensó, y casi a punto de oír a su abuela diciendo a su abuelo-: "Peter, ven a echar un vistazo a la niña. Creo que está enferma."»

Primero se había mareado y luego sus piernas habían empezado a temblar. No había querido sentarse en el suelo de ladrillo, y había intentado volver hacia las cajas para sentarse encima, pero se había despistado y tropezado con la manta abandonada en el suelo. Se había olvidado de la manta. Sus extremos estaban empapados del agua derramada del cubo, cuando lo utilizó para orinar.

Al pensar en aquella agua, Lottie intentó tragar saliva. Si no la hubiera tirado, tendría algo de beber. Era imposible saber cuándo le darían agua, zumo de manzana, o un poco de sopa para disolver el estropajo de su boca.

Era culpa de Breta. La mente de Lottie pugnó por aferrarse a aquella idea, antes que hundirse en la negrura de nuevo. Todo era culpa de Breta. Tirar el agua habría sido la típica reacción de Breta. Era algo desagradable, algo poco meditado.

Breta siempre pensaba que lo sabía todo. Siempre decía «Quieres que sea tu mejor amiga, ¿verdad?» Y cuando Breta decía «Haz esto, Lottie Bowen» o «Haz eso ahora», ella obedecía. Porque era especial ser la mejor amiga de alguien. Ser la mejor amiga significaba ser invitada a las fiestas de cumpleaños, alguien con quien jugar, risitas por la noche cuando dormían juntas, postales en vacaciones y secretos compartidos. Lottie deseaba una «mejor amiga» más que nada en el mundo. Por lo tanto, siempre hacía lo posible por conseguir una.

Pero tal vez Breta no hubiera tirado el agua del cubo. Tal vez hubiera orinado delante del hombre, en la boca del pulpo que había dejado en el suelo, orinado y reído en su cara mientras lo hacía. 0 tal vez hubiera buscado un sustituto después de que se hubiera marchado. 0 tal vez no se habría preocupado de utilizar algo. Quizá se habría acuclillado junto a las cajas de madera y orinado. Si Lottie hubiera hecho algo por el estilo, ahora podría beber agua. Quizá era agua sucia, nauseabunda. Pero al menos disolvería el estropajo de su boca.