– Frío -murmuró-. Sed.
Breta preguntaría por qué seguía tirada en el suelo, si tenía frío y sed. Breta diría: «Esto no es un camping. Lottie. ¿Por qué te comportas así? ¿Por qué eres tan dócil?»
Lottie sabía qué haría Breta. Se pondría en pie y exploraría la habitación. Encontraría la puerta por la que había entrado el hombre y saldría. Gritaría. Chillaría. Aporrearía la puerta. Se esforzaría en llamar la atención de alguien.
Lottie sintió que los ojos se le cerraban. Estaban demasiado cansados para combatir la negrura que la rodeaba. No había nada que ver. Había oído los sonidos que indicaban que la habían encerrado. No había escapatoria.
Cosa que Breta nunca creería. Diría: «¿Que no hay escapatoria? No seas boba. El hombre entró y luego salió. Encuentra la puerta y fuérzala. No te quedes ahí lloriqueando.»
«No lloriqueo», pensó Lottie. A lo cual contestaría Breta: «Sí, estás lloriqueando. Eres un bebé.»
– No soy un bebé.
«¿No? Pues demuéstralo. Demuéstralo, Lottie Bowen.»
Demuéstralo. Así conseguía Breta siempre lo que deseaba. «Demuestra que no eres un bebé, demuestra que quieres ser mi amiga, demuestra que me prefieres a todas las demás, demuestra que sabes guardar un secreto. Demuestra, demuestra, demuestra, demuestra. Vierte todas las sales de baño en la bañera y deja que corra el agua, hasta que parezca nieve. Coge el mejor lápiz de labios de tu madre y píntate en la escuela. Tira las bragas por el váter y ve todo el día sin ellas. Roba ese Tweix para mí… no, roba dos. Porque las mejores amigas se hacen esos favores mutuos. Así son las mejores amigas. ¿No quieres ser la mejor amiga de alguien?»
Lottie, sí. Lo anhelaba. Y Breta tenía amigas. Breta tenía docenas y docenas de amigas. Si Lottie quería tener amigas también, tendría que imitar a Breta. Eso le había dicho Breta desde el primer momento.
Lottie apoyó las manos sobre los ladrillos y se levantó. Un intenso mareo la invadió al instante. Levantó las rodillas para que sólo sus pies y su trasero tocaran el suelo. Cuando el mareo pasó, se puso en pie. Se tambaleó, pero no cavó.
Ya de pie, no supo qué hacer. Dio un paso vacilante en la negrura, con los dedos extendidos como antenas de insecto. Temblaba de frío. Contó los pasos. Recorrió unos centímetros.
¿Qué era aquel lugar?, se preguntó. No era una cueva. Estaba oscuro como una cueva, pero una cueva no tenía suelo de ladrillos ni puerta. ¿Qué era? ¿Dónde estaba?
Con las manos extendidas, tocó una pared. Las formas y la textura le resultaron familiares. Ladrillos, comprendió. Arrastró los pies a lo largo de la pared como un topo. Sus manos se movían sobre la superficie, primero hacia arriba y luego hacia bajo. Buscaba una ventana (las paredes suelen tener ventanas, ¿verdad?), una ventana entablillada con una grieta por la que mirar.
«No habrá ventanas, Lottie -habría dicho Breta mientras Lottie tanteaba e investigaba-. Habrías visto rendijas de luz por las grietas, y no hay rendijas de luz, de manera que no hay ventana y te estás comportando como una boba.»
Breta tenía razón, pero Lottie encontró la puerta. La madera estaba arañada y olía a moho. Tanteó arriba y abajo y encontró el pomo. Lo giró sin resultado. Golpeó con los puños y gritó.
– ¡Déjame salir! ¡Mamá! ¡Mamá!
No hubo respuesta. Aplicó el oído a la madera, pero no oyó nada. Aporreó la puerta otra vez. Por el ruido de sus golpes, dedujo que la puerta era muy gruesa, como la de una iglesia.
¿Una iglesia? ¿Estaba en la cripta de una iglesia? ¿Donde guardaban cadáveres? Breta se habría reído. Habría hecho ruidos de fantasma y corrido por la habitación con una sábana en la cabeza.
Lottie se encogió al pensar en cadáveres y fantasmas. Prosiguió su exploración. «Salir, salir, salir -pensó-. He de salir.» Continuó pegada a la pared hasta que se dio un golpe en la rodilla herida. Dio un respingo, pero no gimió ni lloró. En cambio, extendió los dedos para ver qué la había golpeado. Más madera, pero no tan áspera como la de las cajas. Sus dedos corrieron por encima. Tenía el tacto de una tabla y dos palmos de anchura. Encima había otra tabla de la misma anchura. Debajo una tercera. Una cuarta parecía ascender en diagonal por la pared, pegada a los ladrillos…
Escalones, pensó.
Empezó a subirlos. Eran muy empinados. Parecía más una escalera de mano que una normal. Tuvo que utilizar las manos y los pies. Mientras ascendía, recordó el día que había ido de excursión a Greenwich y al Cutty Sarle, y que subió al barco por una escalera como ésa. Pero no estaba en un barco, ¿verdad? ¿Un barco hecho de ladrillos? Se hundiría como una piedra. No flotaría ni un segundo. Además, si estaba en un barco, ¿por qué no sentía el mar bajo ella? ¿No se mecería el suelo? ¿No oiría el crujido de los palos y olería el aire salado? ¿No…?
Su cabeza chocó contra el techo. Lanzó un aullido de sorpresa y se agachó. Pensó en escaleras que conducían a techos, en lugar de a rellanos, donde uno podía llamar a una puerta, y comprendió que las escaleras no ascendían hasta un techo sin un propósito. Tenía que haber una puerta, tal vez una trampilla, como en el establo del abuelo, que tenía una escalerilla para subir al henil.
Su palma tanteó en busca del techo. Terminó su ascensión con mayor cautela. Sus dedos recorrieron el techo, alejándose de la pared. Encontró lo que parecía la esquina de una trampilla, practicada en la madera. Después, otra esquina. Alejó las manos con la intención de localizar el centro. Entonces, dio un empujón. No muy fuerte, porque sentía los brazos hormigueantes y raros, pero un empujón al fin y al cabo.
La trampilla cedía. Descansó y dio otro empujón. La puerta era pesada, como si un peso descansara sobre ella para que no pudiera salir, para que se estuviera quieta, para que no molestara a nadie. Como siempre. Perdió los estribos.
– ¡Mamá! -gritó-. Mamá, ¿estás ahí? ¡Mamá! ¡Mamá!
Ninguna respuesta. Empujó de nuevo. Después, se agachó y utilizó la espalda y los hombros. Empujó tres veces con todas sus fuerzas, gruñendo como la señora Maguire cuando movía la nevera para limpiar detrás del aparato. La trampilla se abrió con un rujido.
El mareo y la debilidad se esfumaron al instante. Lo había conseguido, lo había conseguido sin ayuda. Sin que Breta le dijera cómo hacerlo.
Trepó a la cámara que había encima. Era oscura como la de abajo, pero no tanto. A un metro de distancia, lo que parecía un rectángulo de ébano borroso estaba enmarcado por un débil resplandor grisáceo. Avanzó hacia el rectángulo y descubrió que era una ventana encastada, cegada con tablas, pero no lo suficiente para que no se filtrara luz por los bordes. Aquello explicaba el brillo grisáceo: la oscuridad de la noche en el exterior, rota por la luna y las estrellas, en contraste con el sólido muro de tinieblas que había dentro.
En las sombras, y con la ayuda de la luz grisácea, Lottie pudo distinguir formas, incluso sin gafas. Un poste se alzaba en el centro de la habitación. Era como el poste de mayor adornado con flores que había visto una vez en el prado del pueblo cercano a la granja de su abuelo, sólo que mucho más grueso. Encima, una viga ancha cruzaba la habitación, y sobre aquella viga, apenas visible en la oscuridad, colgaba a un lado lo que parecía una enorme rueda, parecida a un platillo volante. El poste ascendía hasta encontrarse con la rueda y se extendía aún más allá, hasta desaparecer en la negrura.
Lottie se acercó al poste y lo tocó. Era frío. Su tacto no recordaba a la madera, sino al metal. Un metal rugoso, como si fuera viejo y oxidado. Tocó una materia pringosa alrededor de su base.
Miró hacia arriba y forzó la vista para intentar distinguir la rueda. Daba la impresión de que tenía grandes dientes tallados en su interior, como un engranaje gigantesco. Un poste de mayo y una rueda dentada, pensó. Curvó el brazo alrededor del poste y meditó sobre lo que había encontrado.