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En una ocasión había visto el interior de un reloj, el de la sala de estar de su abuela, curvo como la forma de una ola. Tío Jonathan lo había regalado a la abuela por su cumpleaños, pero no funcionaba bien porque era muy antiguo. El abuelo lo había desmontado sobre la mesa de la cocina. Estaba hecho de ruedas encajadas en otras ruedas, las cuales, en combinación con las primeras, lo hacían funcionar. Todas aquellas ruedecillas tenían la misma forma que ésta, con dientes.

Un reloj, decidió. Un reloj gigante. Intentó oír el tictac. No oyó nada. Las ruedas no se movían. Roto, pensó. Como el reloj de la abuela. Sólo que era muy grande comparado con aquél. Un reloj de iglesia, quizá. El reloj de una torre que se alzaba con orgullo en el centro de una plaza. 0 el reloj de un castillo.

Pensar en castillos la arrastró en otra dirección, hacia mazmorras y estancias iluminadas con antorchas, llenas de dientes de engranajes y engranajes, ruedas dentadas y escarpias. Hacia prisioneros que chillaban y carceleros enmascarados que les arrancaban confesiones.

Tortura, pensó Lottie. Y el poste grueso que aferraba v el reloj gigantesco adquirieron un nuevo significado. Dejó caer el brazo y se alejó del poste. Sintió que sus piernas flaqueaban. Tal vez sería mejor no hacer más averiguaciones.

De repente, una corriente de aire se elevó del suelo y remolineó alrededor de sus rodillas. Después, un golpe sordo, que pareció rebotar en las paredes de la habitación de abajo. El frío dio paso al silencio, seguido por un arañazo metálico.

Lottie vio que el cuadrado del suelo por el que había subido estaba iluminado por una luz que se movía de un lado a otro. Después, oyó los sonidos de alguien que se movía.

– ¿Dónde…? -dijo la voz de un hombre, y las cajas de madera empezaron a entrechocar.

Pensaba que se había escapado, comprendió Lottie. Lo cual significaba que existía una forma de escapar. Y si conseguía ocultarle que había encontrado y subido la escalera, si podía ocultarle que había localizado la trampilla, cuando saliera en su busca descubriría aquella ruta de escape y huiría de verdad.

Cruzó la habitación a toda prisa y bajó la trampilla con sigilo. Se sentó sobre ella y confió en que su peso bastaría para impedir que el hombre la levantara.

Vio que la luz aumentaba de intensidad a través de las grietas del suelo. Oyó los pesados pasos del hombre en la escalera. Contuvo el aliento. La trampilla se alzó medio centímetro. Se bajó, volvió a levantarse otro medio centímetro.

– Mierda -dijo el hombre-. Mierda.

La trampilla volvió a su sitio. Lottie le oyó bajar la escalera. La luz se apagó con un chasquido. La puerta se abrió, y después se cerró con estrépito. Luego se hizo el silencio.

Lottie tuvo ganas de aplaudir y gritar. Olvidó el estropajo de su garganta y levantó la trampilla. Breta no lo habría hecho mejor. Breta no le habría engañado tan bien. De hecho, Breta le habría golpeado en la cara con el cubo y huido como una exhalación, pero Breta nunca habría pensado en burlarle, en hacerle creer que ya había escapado.

La habitación de abajo estaba a oscuras, pero la oscuridad ya no asustaba a Lottie, porque sabía que todo iba a acabar muy pronto. Bajó la escalera a tientas y se encaminó hacia las cajas de madera. Esa era la ruta de escape, por supuesto. Las cajas ocultaban una abertura del tamaño de Lottie.

La niña apoyó el hombro contra la primera. ¿A que Breta se sorprendería al enterarse de su aventura? ¿A que Cito se asombra-ría del triunfo de Lottie? ¿A que mamá estaría orgullosa de saber que su hija había…?

Un súbito ruido metálico.

Luz que se precipitó sobre ella como un puño.

Lottie giró en redondo, con las manos apretadas contra la boca.

– Papá es quien te va a sacar de aquí, Lottie -dijo el hombre-. Tú no lo conseguirás sola.

Lottie forzó la vista. El hombre se fundía con la negrura. No podía verle, sólo su forma detrás de la luz. Dejó caer las manos a los costados.

– Saldré -dijo-. Ya lo verás. Y cuando lo haga, te arrepentirás. Mi mamá está en el gobierno. Mete a la gente en la cárcel. Les encierra en ella y tira la llave, y eso es lo que te pasará a ti. Ya lo verás.

– ¿Eso es lo que va a pasar, Lottie? No, creo que no. No si papá dice la verdad, como debería. Papá es un fenómeno. Es un tipo de primera, pero nadie lo sabe, y ahora tiene la oportunidad de demostrarlo al mundo entero. Puede contar la historia verdadera y salvar a su retoño.

– ¿Qué historia? -preguntó Lottie-. Cito no cuenta historias. La señora Maguire sí. Las inventa.

– Bien, vas a ayudar a papá a inventar una. Ven aquí, Lottie.

– No. Tengo sed y quiero algo de beber.

El hombre dejó algo en el suelo. Su pie lo empujó hacia la luz. El termo alto y rojo. Lottie avanzó con avidez hacia él.

– Así me gusta -dijo el hombre-, pero después de que ayudes a papá con su historia.

– Nunca te ayudaré.

– ¿No? -Agitó una bolsa de papel que escondía de la luz-. Pastel de carne. Zumo de manzana frío y pastel de carne caliente.

El estropajo había regresado, compacto como antes en el paladar y hasta la garganta. Y su estómago estaba vacío, de lo cual no había sido consciente hasta ahora, pero cuando el hombre había mencionado el pastel de carne, sus tripas resonaron como una campana.

Lottie sabía que debería darle la espalda y decir que se fuera, y si no hubiera tenido tanta sed, si su garganta hubiera sido capaz de tragar, si su estómago no hubiera empezado a crujir, si no hubiera olido el pastel, lo habría hecho sin la menor duda. Se le habría reído en la cara. Habría bailado un zapateado. Habría chillado y aullado. Pero el zumo de manzana frío y dulce, después de la comida…

Avanzó hacia la luz, en dirección al hombre. Muy bien. Le iba a dar una lección. No tenía miedo.

– ¿Qué debo hacer? -preguntó.

El hombre rió.

– Cuánta amabilidad -dijo.

Pasaba de las diez de la mañana cuando Alexander Stone rodó hasta el borde de la enorme cama y miró su despertador digital. Contempló los números rojos con incredulidad y, cuando su significado se abrió paso por fin en su cerebro, dijo «Joder». No había despertado cuando el despertador de Eve había sonado en su mesilla de noche a las cinco, como de costumbre. Casi dos tercios de una botella de vodka (trasegada entre las nueve y las once y media de la noche) lo habían conseguido.

Se había sentado en la cocina para beber, a la pequeña mesa cuadrada en el rincón de la chimenea que daba al jardín. Había mezclado el primer vaso de vodka con zumo de naranja, pero después la había tomado a palo seco. Llevaba viviendo veinticuatro horas en lo que empezaba a llamar La Verdad Al Fin, y entre saber la verdad, preguntarse si la verdad tenía algo que ver con el paradero de Charlotte, como Eve creía a pies juntillas, y tratar de no pensar en lo que las acciones y reacciones de su mujer implicaban sobre aquella verdad, se sentía como paralizado. Deseaba acción, pero no tenía idea de qué clase de acción se requería. Demasiadas preguntas se agolpaban en su cabeza. No había nadie en casa que pudiera contestarlas. Eve estaría en los Comunes, liada con un debate hasta pasada la medianoche. Y había decidido beber. Beber para emborracharse. En aquel momento se le había antojado el único medio de borrar la información sin la cual habría vivido muy tranquilo hasta el fin de sus días.

Luxford, pensó. Dennis Jodido Luxford. Ni siquiera sabía quién era ese bastardo antes del miércoles por la noche, pero desde aquel momento la intrusión de Luxford en sus vidas dominaba sus pensamientos.

Se incorporó con cautela. Sus tripas protestaron por el cambio de postura. Tuvo la impresión de que los muebles del dormitorio ondulaban, en parte debido al vodka que su cuerpo aún no había absorbido, y en parte como resultado de no haberse puesto todavía las lentillas.