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Cogió su bata y se levantó. Contuvo las náuseas y se encaminó al cuarto de baño, donde abrió los grifos. Contempló su imagen en el espejo. La imagen era borrosa sin las lentillas, pero sus detalles sobresalientes se veían con bastante claridad: ojos inyectados en sangre, cara demacrada, piel fláccida, alentado por diez horas de inconsciencia inducida por el alcohol. Parecía mierda seca, pensó.

Mojó una y otra vez su piel con agua. Se secó la cara, se puso las lentillas y buscó los útiles de afeitar. Procuró no hacer caso de las náuseas y el dolor de cabeza, concentrándose en el afeitado.

Vagos sonidos se oían abajo (sonidos que recordaban los cánticos monacales), pero eran muy apagados. Eve habría dicho a la señora Maguire que hiciera el menor ruido posible. «El señor Stone no se encontraba bien anoche -habría dicho antes de salir de casa, poco antes del amanecer-. Necesita dormir. No quiero que nadie le moleste.» Y la señora Maguire habría obedecido, como todo el mundo cuando Eve Bowen daba una de sus órdenes implícitas.

– Es absurdo que hables con Dennis -le había dicho-. Sólo yo debo ocuparme de este asunto.

– Como padre de Charlie durante los últimos seis años, creo que he de decir algo a ese bastardo.

– Resucitar el pasado no servirá de nada, Alex.

Otra orden implícita. Manténte alejado de Luxford. Manténte alejado de esa parte de mi vida.

Alex no era el tipo de hombre que se mantenía alejado de nada. No había triunfado en los negocios dejando que otros planearan las estrategias y lucharan por él. Después de pasar la noche de la desaparición de Charlotte tendido en la cama, con los ojos clavados en el techo y su mente saltando de plan en plan, había ido a trabajar el día anterior para tranquilizar a Eve, para fingir la normalidad que ella parecía tan ansiosa de preservar. Pero a las nueve de la noche ya había tenido suficiente. Decidió que no pasaría otro día inútil sin poner en acción alguno de sus planes. Telefoneó a la oficina de Eve e insistió en que su untuoso ayudante le transmitiera un mensaje a la Cámara de los Comunes.

– Hágalo ya -dijo a Woodward, cuando el ayudante empezó a recitar una sarta de excusas encaminadas a disuadirle-. Pronto. Emergencia. ¿Comprendido?

Ella le había telefoneado por fin a las diez y media, y por su voz parecía que Luxford se había rendido y Charlotte ya estaba en casa.

– Alex, ¿qué ha pasado? -preguntó.

– Nada nuevo.

– Entonces, ¿por qué me llamas? -preguntó en otro tono, el cual, junto con la bebida, le puso en el disparador.

– Porque nuestra hija ha desaparecido -dijo con deliberada cortesía-. Porque me he pasado todo el día en una jodida pantomima de normalidad, como de costumbre. Porque no he hablado contigo desde esta mañana y me gustaría saber qué coño está pasando. ¿Te parece bien, Eve?

Se la imaginó mirando hacia atrás, porque bajó la voz un poco más.

– Alex, te llamo desde los Comunes. ¿Comprendes lo que eso significa?

– Chulea a tus colegas. No lo intentes conmigo.

– Créeme, éste no es el momento ni el lugar…

– Podrías haberme telefoneado tú, por cierto. En cualquier momento del maldito día. Lo cual habría solucionado el delicado problema de tener que llamarme desde la Cámara de los Jodidos Comunes. Donde, por supuesto, cualquiera podría estar escuchando. Eso es lo que te preocupa, ¿verdad, Eve?

– ¿Has estado bebiendo?

– ¿Dónde está mi hija?

– No puedo hablar de eso en este momento.

– ¿Quieres que me presente ahí? Siempre podrías comunicarme las últimas noticias sobre la desaparición de Charlotte en presencia de un periodista del vestíbulo. Eso redundaría en una buena prensa, ¿verdad? Claro, joder, me había olvidado. Prensa es justo lo que no deseas, ¿verdad?

– No me hagas esto, Alex. Sé que estás disgustado, tienes buenos motivos…

– Eres muy comprensiva.

– … pero has de comprender que la única manera de solucionar esto es…

– A la manera de Eve Bowen. Dime, ¿hasta cuándo vas a permitir que Luxford te presione?

– Me he reunido con él. Conoce mi postura.

Los dedos de Alex se cerraron alrededor del cable del teléfono como si fuera el cuello de Luxford.

– Cuándo te has reunido con él?

– Esta tarde.

– ¿Y?

– No tiene la intención de devolverla. De momento. Pero tendrá que hacerlo tarde o temprano, porque le he dejado claro que no pienso seguir su juego. ¿De acuerdo, Alex? ¿Te he contado lo suficiente?

Era obvio que quería colgar y regresar a los Comunes. A un debate, una votación u otra oportunidad de demostrar con qué facilidad podía aplastar a un oponente.

– Quiero hablar con ese bastardo.

– No servirá de nada. Manténte al margen de esto. Alex. Prométeme que lo harás. Por favor.

– No pienso aguantar otro día como el de hoy. Toda esa mierda de fingimientos. Con Charlie retenida en algún sitio… No pienso hacerlo.

– De acuerdo. No lo hagas. Pero no te acerques a Luxford.

– ¿Por qué? -No pudo reprimir la pregunta. Al fin y al cabo, estaba en la raíz de todo-. ¿Le quieres a solas? ¿Todo para ti? ¿Como en Blackpool, Eve?

– Ese comentario es muy desagradable. Voy a finalizar esta conversación. Ya hablaremos cuando estés sobrio. Por la mañana. Y había colgado el teléfono. Y él había bebido vodka hasta que el suelo de la cocina empezó a ladearse. Después, subió por la escalera, tambaleante, y se desplomó sobre la cama. En algún momento de la noche, ella debió quitarle los pantalones, la camisa y los zapatos, porque sólo llevaba calzoncillos y calcetines cuando se arrastró fuera de la cama.

Engulló cinco aspirinas y volvió al dormitorio. Se vistió poco a poco, a la espera de que las aspirinas obraran algún efecto en la tormenta que azotaba las paredes de su cráneo. Afortunadamente había aplazado su conversación matutina con Eve, ya que en su estado actual no habría sido rival para ella. Debía admitir que Eve había demostrado una misericordia muy poco usual al dejarle dormir la mona, en lugar de despertarle y obligarle a entablar la conversación que tanto había deseado sostener con ella. Le habría hecho polvo con tres o cuatro frases sin utilizar ni una cuarta parte de su potencia cerebral. Se preguntó qué indicaba sobre Eve (y sobre el estado de su matrimonio) el hecho de que ella se hubiera marchado sin una demostración de soberanía. Después se preguntó por qué se estaba preguntando por el estado de su matrimonio, cuando nunca había sucedido. No obstante, ya sabía la respuesta y, pese a su intento de apartarla de su mente, cuando bajó la escalera, la vio sobre la mesa: el ejemplar del Source seguía donde lo había dejado la señora Maguire.

Qué raro, pensó Alex. La señora Maguire traía a casa aquella mierda cada día desde tiempo inmemorial, pero nunca le había echado un vistazo hasta el miércoles por la noche, cuando Eve llamó su atención sobre el periódico. Bueno, había echado alguna mirada casual cuando envolvía los posos de café con papel de periódico. Se preguntó, burlón, cuántas neuronas de la señora Maguire se fundían cuando lo leía a diario.

Ahora, el periódico parecía atraerle como un imán. Hizo caso omiso de su cuerpo, que exigía café caliente, se acercó a la mesa y miró el periódico.

«Es una forma de ganarse la vida, ¿no?» se leía en primera plana, paralelo a la fotografía de un adolescente vestido de cuero púrpura. El chico había sido captado cuando salía de una casa adosada y bajaba por el camino privado. Sonreía a la cámara como si ya supiera el titular que acompañaría a la foto. Se llamaba Daffy Dukane, y el periódico le etiquetaba como el chapero sorprendido en un automóvil con Sinclair Larnsey, diputado por East Norfolk. El pie de la fotografía insinuaba que las circunstancias de Daffy Dukane (desventajas educativas, paro crónico, incluido en las estadísticas de personas imposibles de emplear) le habían obligado a vender sus favores como medio de supervivencia. El lector que deseara pasar a la página cuatro encontraría un editorial que despellejaba al gobierno culpable de haber empujado a miles de adolescentes hacia aquel trance. «Este es el resultado», se titulaba el editorial. Cuando Alex vio que lo firmaba alguien llamado Rodney Aronson, no Dennis Luxford, pasó de largo. Porque era a Dennis Luxford a quien deseaba conocer, y por motivos más profundos que su filiación política.