– Eso fue ayer por la mañana -replicó Fiona.
No había reproche en sus palabras. No estaba enfadada porque se hubiera levantado demasiado tarde para conversar con su hijo durante el desayuno. Tampoco lo estaba porque anoche hubiera llegado pasada la medianoche. No tenía ni idea de que había esperado en vano hasta pasadas las once un mensaje de Eve Bowen, dándole permiso para contar la verdad sobre Charlotte en la primera página. Para Fiona, lo de anoche había sido otra intrusión necesaria en sus vidas, debido al trabajo de Luxford. Sabía que sus horarios eran imprevisibles, y sólo le estaba ofreciendo los hechos, como siempre: Leo había manifestado la intención de hablar con su padre dos días antes. Había planeado la conversación para la mañana del día anterior. Fiona no estaba segura de que aún quisiera hablar con su padre. Tenía buenos motivos para pensar así. Leo era tan variable como el clima inglés.
Luxford hizo sonar la bocina. Leo se giró en su dirección y su cabello salió disparado hacia adelante (el sol encendió sus extremos como un halo). Una sonrisa iluminó su rostro, una sonrisa encantadora, muy parecida a la de su madre, y siempre que la veía el corazón de Luxford se estrangulaba en el momento exacto en que su mente ordenaba a Leo que se endureciera, cambiara, caminara con los puños apretados y pensara como un gamberro. Naturalmente, Luxford no deseaba que su hijo fuera un gamberro, pero si conseguía que pensara como uno (incluso como la décima parte de uno), su manera de enfrentarse a la vida no sería tan preocupante.
Leo saludó con la mano. Se colgó la mochila a la espalda, dio un pequeño brinco y caminó con aire alegre en dirección a su padre. Luxford observó que los faldones de su camisa blanca colgaban fuera de los pantalones, por debajo de su jersey azul marino de uniforme. A Leo le gustaba el aspecto de aquel desaliño. La falta de interés en el aseo personal no formaba parte del carácter de Leo, pero sí de cualquier niño normal.
Leo subió al Porsche.
– ¡Papi! -dijo, y se corrigió de inmediato-. Hola, papá. Estaba buscando a mamá. Dijo que estaría en la panadería. Allí. Apuntó un dedo en aquella dirección.
Luxford aprovechó la oportunidad para echar un vistazo a las manos de Leo. Estaban perfectamente limpias, con las uñas cortadas, sin suciedad debajo de ellas. Luxford catalogó aquella información junto con todo lo demás que le preocupaba de su hijo. Se sentía impaciente al respecto. ¿Dónde estaba la suciedad, las costras, los arañazos? Maldición, estaba mirando las manos de Fiona, de dedos largos y ahusados, y uñas ovaladas, con medias lunas perfectas en las cutículas. ¿Había transmitido algo de su material genético a su hijo?, se preguntó Luxford. ¿Por qué la similitud en la apariencia debía acarrear también una similitud en todo lo demás? Leo iba a heredar incluso la altura esbelta de su madre, no el cuerpo fornido de Luxford, y Luxford había dedicado muchas horas a pensar qué uso haría Leo de su cuerpo. Quería pensar en su hijo como en un corredor de fondo, un corredor de vallas, un saltador de altura, un saltador de distancia, un saltador de pértiga. No quería pensar en su hijo como Leo pensaba de sí mismo: un bailarín.
– Tommy Tune es muy alto -había señalado Fiona cuando Luxford dijo no a un par de zapatos de claqué que Leo quería para su cumpleaños-¿Y Fred Astaire no era alto, querido?
– Esa no es la cuestión -replicó Luxford con los dientes apretados-. Por el amor de Dios, Leo no será bailarín, y no va a tener zapatos de claqué.
De modo que Leo había tomado la iniciativa. Pegó con cola peniques en las punteras y los tacones de su mejor par de zapatos y bailó claqué enérgicamente sobre las losas de la cocina. Fiona había calificado aquel comportamiento de ingenioso. Luxford lo había llamado destructivo y desobediente, y confinó dos semanas a Leo en su habitación como castigo. A Leo no le importó demasiado el castigo. Se quedó muy contento en su habitación, leyó sus libros de arte, cuidó de sus pinzones y reordenó las fotografías de los bailarines que admiraba.
– Al menos es baile moderno -señaló Fiona-. No es que quiera estudiar ballet.
– Ni hablar, y es mi última palabra -dijo Luxford, e investigó que el Colegio Masculino Baverstock no hubiera añadido baile (claqué o el que fuera) a su plan de estudios desde que había sido alumno.
– Íbamos a tomar pastas de té -dijo Leo-. Mamá y yo. Después del dentista. Tengo toda la boca entumecida. Supongo que no habría disfrutado mucho comiéndolas. ¿Mi boca no te parece peculiar, papá? Siento una sensación muy rara.
– Tu boca está bien -dijo Luxford-. He pensado que podríamos ir a comer, si puedes saltarte otra hora de escuela y si no sientes molestias en la boca.
Leo sonrió.
– ¡Chachi pirulí! -Se retorció en su asiento y cogió el cinturón de seguridad-. El señor Poner quiere que cante un solo el día de los Padres. Me lo dijo ayer. ¿Te lo contó mamá? Será un aleluya. -Volvió a enderezarse-. De hecho, no es un solo, porque el resto del coro también catará, pero hay una parte en la que cantaré solo durante un minuto entero. Supongo que eso se considera un solo, ¿verdad?
Luxford tuvo ganas de preguntar a su hijo si podría hacer otra cosa el día de los Padres, como preparar un proyecto científico o pronunciar un discurso en el que exhortara a sus compañeros a la rebelión política, pero se mordió la lengua y puso en marcha el coche.
– Me encantará escucharte -dijo-. Siempre quise estar en el coro de Baverstock -mintió-. Tienen uno muy bueno, pero yo desafinaba. Si cantaba algo, siempre sonaba como piedras agitadas en un cubo.
– ¿De veras? -Leo olfateaba las mentiras con una desconcertante perspicacia, también heredada de su madre-. Qué curioso. Nunca habría supuesto que querías estar en un coro, papá.
– ¿Por qué no?
Luxford miró a su hijo. Leo apretaba los dedos con delicadeza sobre su labio superior, intentaba descubrir el grado de entumecimiento de su boca.
– Supongo que el dentista podría machacarte el labio y no te darías cuenta -dijo el niño con aire pensativo-. Supongo que podrías comértelo, y tampoco te darías cuenta. Que brillante, ¿verdad? -Y entonces, como su madre, el inesperado cambio de conversación, como si quisiera coger por sorpresa al oyente-. Deberías pensar que estar en el coro era de maricas, ¿verdad, papá?
Luxford no estaba dispuesto a que le distrajera del tema de conversación elegido por él. Tampoco iba a permitir que su hijo convirtiera la conversación en un análisis de su padre. Ya tenía bastante con Fiona.
– ¿Te he dicho que Baverstock tiene una escuela de navegación en canoa? Eso no existía en mis tiempos. Practican en la piscina, porque son canoas individuales, y una vez al año hacen una expedición al Loira. -¿Había captado un destello de interés en la cara de Leo? Luxford decidió que sí y continuó-. Lo de las canoas es una de las actividades extraescolares. Fabrican sus propias canoas, y durante las vacaciones de Pascua se van una semana de acampada y practican deportes de riesgo. Escalada, ala delta, tiro al blanco, primeros auxilios. Esa clase de cosas.
Leo bajó la cabeza. El cinturón de seguridad había arrugado su jersey. Estaba acariciando la hebilla del cinturón de seguridad.
– Te va a gustar más de lo que piensas -dijo Luxford, buscando un tono que indicara su fe en la completa colaboración de Leo. Giró en lo alto de Highgate Hill y se dirigió hacia la calle mayor-. ¿Dónde comemos?
Leo se encogió de hombros. Luxford vio que se estaba mordisqueando el labio.
– No hagas eso, Leo -dijo-. Mientras esté entumecido, no.
Dio la impresión de que Leo se hundía más en el asiento.
Como su hijo no sugería nada, Luxford escogió al azar. Encajó el Porsche en un hueco cercano a una cafetería de aspecto elegante, en Pond Square. Guió a Leo al interior, sin hacer caso de que el habitual paso decidido de su hijo se hubiera transformado en una marcha lenta y exánime. Le dijo que se sentara a una mesa, le acercó una carta de color marfil laminada y leyó en voz alta los platos especiales del día escritos en la pizarra iluminada.