Выбрать главу

– ¿Qué querrás? -preguntó.

Leo volvió a encogerse de hombros. Dejó la carta sobre la mesa, apoyó la mejilla en la palma y golpeó una pata de la mesa con el tacón del zapato. Suspiró y dio vueltas al jarrón que había en el centro de la mesa con la otra mano. Reordenó el ramo de flores blancas y las hojas para que se vieran desde todos los ángulos. Lo hizo como sin darse cuenta, una actividad innata que ponía los pelos de punta a su padre y destruía su paciencia.

– ¡Leo! -La voz de Luxford había perdido su afabilidad paternal.

Leo apartó enseguida los dedos del jarrón. Alzó la carta y fingió estudiarla.

– Sólo me estaba preguntando… -dijo en voz baja, con la barbilla adelantada para dar a entender que se lo preguntaba a sí mismo.

– ¿Qué? -preguntó Luxford.

– Nada.

El pie golpeó la pata de nuevo.

– Me interesa. ¿Qué?

Leo señaló las flores con un gesto.

– Por qué la lunaria de mamá tiene flores más pequeñas que éstas.

Luxford dejó su carta con cuidado. Paseó la vista desde las flores (cuyo nombre no habría sido capaz de pronunciar ni bajo amenaza de muerte) hasta su cargante hijo. El Colegio Masculino Baverstock era lo que necesitaba, sin duda. Cuanto antes mejor. Sin ella, en un año más las excentricidades de Leo ya no tendrían remedio. ¿Cómo demonios sabía las cosas que sabía? Fiona hablaba de ellas, cierto, pero Luxford sabía que su mujer no daba clases a Leo sobre las maravillas de la botánica, ni le alentaba a devorar libros o admirar a Fred Astaire.

– Dennis, no te entiendo -había dicho Fiona más de una vez por las noches, mucho después de que Leo se hubiera acostado-. Tiene su propia personalidad, y es una personalidad adorable. ¿Por qué intentas convertirle en ti?

Pero Luxford no intentaba convertir a Leo en una versión en miniatura de sí mismo, sino en una versión en miniatura del futuro adulto Leo. No quería ni pensar en que el Leo actual fuera una forma larval del futuro Leo. El chico sólo necesitaba consejo, una mano firme y unos años de interno en un colegio.

Cuando la camarera vino a tomar nota, Luxford pidió el plato especial de ternera. Leo se estremeció.

– Son vacas pequeñitas, papá -dijo, y escogió queso fresco y emparedado de piña-. Con patatas fritas -añadió, y dijo a su padre en una típica exhibición de sinceridad-: Cargan un extra.

– Estupendo -replicó Luxford.

Pidieron las bebidas, y cuando la camarera se fue, los dos contemplaron la lunaria que Leo había reordenado.

Era temprano para comer (faltaba poco para las doce) y tenían casi todo el restaurante para ellos solos. Sólo había dos mesas más ocupadas, al otro extremo del local y protegidas por árboles plantados en macetas, de modo que no tenían grandes posibilidades de distracción. Mejor, decidió Luxford, porque debían entablar su conversación.

Hizo la primera maniobra.

– Leo, sé que no te hace nada feliz ir a Baverstock. Tu madre me lo ha dicho. Has de saber que yo no tomaría una decisión como ésta si no pensara que es lo mejor para ti. Fue mi colegio, ya lo sabes. Hizo maravillas por mí. Me moldeó, me proporcionó firmeza moral, confianza en mí mismo. Hará lo mismo por ti.

Leo siguió la dirección que Fiona había predicho. Su pie golpeó rítmicamente la pata de la silla mientras hablaba.

– El abuelo no fue allí. Tío Jack tampoco.

– Bien. De acuerdo. Pero quiero más para ti de lo que ellos tienen.

– ¿Qué tiene de malo la tienda y el aeropuerto?

Era una pregunta inocente, formulada con voz inocente y serena, pero Luxford no estaba dispuesto a enzarzarse en una discusión sobre la tienda de electrodomésticos de su padre ni sobre el empleo de su hermano en la seguridad de Heathrow. A Leo le habría gustado, pues habría centrado la conversación en otra persona y tal vez provocado un giro completo si jugaba sus cartas con habilidad. Pero en aquel momento Leo no detentaba el control.

– Es un privilegio ir a un colegio como Baverstock.

– Tú siempre dices que los privilegios son tonterías -objetó Leo.

– No me refiero a esa clase de privilegios. Quiero decir que poder ir a un colegio como Baverstock no se puede rechazar así como así, puesto que cualquier muchacho en su sano juicio ocuparía sin vacilar tu plaza.

Luxford vio que su hijo jugueteaba con el cuchillo y el tenedor, balanceando la hoja del primero entre los dientes del otro. No habría podido parecer menos impresionado por el privilegio que su padre intentaba explicarle. Luxford continuó.

– La enseñanza es soberbia, y puesta al día. Trabajarás con ordenadores y aprenderás ciencia avanzada. Tienen un centro de actividades técnicas donde se puede construir de todo… si tienes cabeza para eso.

– No quiero ir.

– Harás docenas de amigos, y al cabo de un año te gustará tanto que ni siquiera querrás volver a casa durante las vacaciones.

– Soy demasiado pequeño -dijo Leo.

– No seas absurdo. Casi doblas en tamaño a otros chicos de tu edad, y cuando vayas allí en otoño serás quince centímetros más alto que cualquiera de tu curso. ¿De qué tienes miedo? ¿De que te chuleen? ¿Es eso?

– Soy demasiado pequeño -insistió Leo. Se reclino en la silla y contempló la escultura que había hecho con el cuchillo y el tenedor.

– Leo, ya he dicho que tu tamaño…

– Sólo tengo ocho años -replicó el niño. Miró a su padre con aquellos ojos azules (el muy cabroncete hasta tenía los ojos de Fiona) anegados en lágrimas.

– No llores, por el amor de Dios -dijo Luxford. Lo cual, por supuesto, provocó que las compuertas se abrieran-. ¡Leo! -Pronunció su nombre con la mandíbula tensa-. ¡Leo, por el amor de Dios!

El muchacho bajó la cabeza hasta la mesa. Sus hombros se estremecieron.

– Basta -siseó Luxford-. Enderézate. Ahora mismo. Leo intentó controlarse, pero terminó sollozando.

– No… p… puedo. Papá, no… puedo.

La camarera eligió aquel momento para llegar con la comida.

– ¿Quiere que…? -dijo-. ¿El chico está…? -Se detuvo vacilante a tres pasos de la mesa, con un plato en cada mano y una expresión de simpatía en la cara-. Oh, pobre pequeño -dijo como si arrullara a un pájaro-. ¿Le traigo algo especial?

«Firmeza moral -pensó Luxford-, pero dudo que esté en la carta.»

– Está bien -dijo-. Leo, aquí tienes tu comida. Enderézate.

Leo alzó la cabeza. Su cara parecía moteada, como piel de fresa. Su nariz había empezado a moquear. Exhaló un suspiro. Luxford sacó su pañuelo y se lo pasó.

– Suénate -dijo-, y luego come.

– A lo mejor le agrada un dulce -dijo la camarera-. ¿Te apetece, cariño? ¡Qué cara más bonita! -dijo en voz baja a Luxford-. Parece uno de esos ángeles pintados.

– Gracias -dijo Luxford-, pero es todo cuanto necesita en este momento.

¿Y después de aquel momento? Luxford no lo sabía. Cogió el cuchillo y el tenedor y troceó la ternera. Leo dibujó desconsolados garabatos con ketchup sobre su montaña de patatas fritas. Dejó el frasco y contempló el plato, con los labios temblorosos. Se avecinaban más lágrimas.

– Come, Leo -dijo Luxford mientras masticaba la ternera que, para su sorpresa, estaba absolutamente deliciosa, fuera de vaca pequeñita inocente o no.

– No tengo hambre. Me noto la boca rara.

– Leo, he dicho que comas.

Leo sorbió por la nariz y ensartó una sola patata, de la que mordió un pedazo minúsculo que procedió a masticar. Luxford pinchó más ternera y miró a su hijo. Leo dio un segundo mordisquito a la patata, y después un tercero aún más pequeño. Siempre había sido un artista en traslucir desafío mediante un acto de aparente obediencia. Luxford sabía que podía obligarle a comer como era debido, pero no quería otra ronda de lágrimas en público.