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Sin embargo, el propietario de la tienda, pese a las frases de aliento de Helen, que las murmuraba como si fueran mantras, tipo «Pudo haber sido un hombre, o una mujer, o ser alguien a quien usted no hubiera visto nunca», meneó la cabeza y siguió llenando de aceite vegetal una de sus espaciosas cubas de cocinar. Puede que hubiera alguien nuevo merodeando, dijo, pero ¿cómo iba a saberlo? Su tienda siempre estaba llena, gracias a Dios en los tiempos que corrían, y si un desconocido entraba para zamparse un buen trozo de bacalao, él podía pensar que era uno de los ejecutivos de Bulstrode Place. Ahí debería preguntar, en cualquier caso. Los edificios donde trabajaban tenían ventanas panorámicas que daban a la calle. Más de una vez había visto a una secretaria o a un empleado mirar por la ventana, en lugar de ocuparse de su trabajo. Por eso todo el país se estaba yendo al carajo. La ética del trabajo ya no existía. Demasiadas fiestas en el ramo bancario. Todo el mundo con la mano extendida, a ver si el gobierno le dejaba algo en la palma. Cuando tomó aliento para explayarse sobre el tema, Helen se apresuró a darle las gracias y le dejó la tarjeta de St. James. Si por casualidad recordaba algo…

Los negocios situados a espaldas de Bulstrode Place ocuparon varias horas de su tiempo. Tuvo que echar mano de todos sus recursos, apelar a una combinación de persuasión y engaño para salvar el obstáculo de recepcionistas y personal de seguridad, con el fin de acceder a alguien que tuviera un despacho o una mesa cerca de las ventanas que daban a Bulstrode Place y Marylebone Lane. Una vez más, no obtuvo nada de provecho, salvo una dudosa oferta de empleo para un trabajo más que dudoso de un ejecutivo lujurioso.

La cosa no mejoró en el pub Prince Albert, donde el cantinero acogió su pregunta con una carcajada incrédula.

– ¿Alguien merodeando? ¿Alguien que pareciese fuera de lugar? -rió-Cariño, estamos en Londres. Los holgazanes son mi negocio. ¿Qué parece fuera de lugar en estos tiempos? A menos que alguien entrara babeando sangre como un vampiro, no me daría cuenta. Y hasta es posible que ni en ese caso, teniendo en cuenta los tiempos que corren. Mi única pregunta es si tienen dinero para pagar sus copas.

Después, inició su penosa andadura por Cross Keys Close. Nunca había estado en un barrio de Londres que le recordara tanto las andanzas de Jack el Destripador. Incluso a pleno día, la zona le ponía los pelos de punta. Altos edificios se alzaban a cada lado de estrechas callejuelas, de modo que sólo algún ocasional rayo de sol penetraba en la oscuridad, silueteaba una hilera de tejados y formaba un charco caprichoso frente a alguna puerta afortunada. No había nadie en la zona, lo cual sugería la posibilidad de que la presencia de un extraño llamara la atención, pero tampoco había nadie en la mayoría de las ratoneras que pasaban por viviendas.

Evitó la casa de Damien Chambers, si bien tomó nota de la música de teclado eléctrico que se oía tras la puerta cerrada. Se concentró en los vecinos del profesor de música e investigó en ambos lados de la angosta calle adoquinada. Sus únicos acompañantes eran dos gatos (uno de color jengibre y otro atigrado, al parecer aquejado de un hambre ancestral) y un pequeño ser peludo de hocico puntiagudo. Se deslizaba sobre unas patas diminutas a lo largo de la fachada de un edificio. Su presencia le reveló que cuanto más breve fuera su estancia en la zona, mejor.

Helen exhibió la fotografía de Charlotte y explicó su desaparición. Eludió contestar preguntas obvias como ¿quién es? o ¿la niña vive por aquí?, y fue al grano una vez finalizados los preliminares: es muy posible que la niña hubiese sido secuestrada. ¿Habían visto a alguien rondar por allí ¿Alguien sospechoso? ¿Alguien que se entretuviera demasiado rato?

En el número 1 y el 3, dos mujeres cuyos televisores rugían el mismo programa de entrevistas, recibió la misma información que Simon y ella habían recibido de Damien Chambers el miércoles por la noche: el lechero, el cartero y el repartidor eran las únicas personas que habían visto en las callejuelas. Del número 6 al 9 recibió miradas inexpresivas. De media docena más no recibió nada, porque no había nadie en casa. Y entonces le tocó el gordo en el número 5.

Cuando llamó a la puerta, pensó que estaba bien encaminada. Miró hacia arriba por casualidad (de la misma manera que había paseado la vista alrededor mientras recorría el laberinto de callejuelas) y vio una cara enjuta que la observaba subrepticiamente por una rendija de las cortinas desde la única ventana de un primer piso. Alzó una mano a modo de saludo y trató de aparentar la mayor inocencia.

– ¿Puedo hablar un momento con usted, por favor? -dijo, y vio que los ojos se entornaban.

Le dedicó una sonrisa alentadora. La cara desapareció. Llamó otra vez. Transcurrió casi un minuto, y entonces la puerta se abrió unos centímetros.

– Muchas gracias -dijo Helen-. Sólo será un momento. Buscó en el bolso la foto de Charlotte.

Los ojos de la cara enjuta la miraron con cautela. Helen no estaba segura de si pertenecían a un hombre o una mujer, puesto que iba vestido de una forma asexuada, con un chándal verde y zapatillas.

– ¿Qué quiere? -preguntó Cara Enjuta.

Helen sacó la foto y explicó la desaparición de Charlotte. Cara Enjuta cogió la foto con una mano manchada por la edad y la sostuvo entre unos dedos de uñas rojo brillante. Aquello, al menos, zanjaba la cuestión del sexo, a menos que se tratara de un travestido anciano.

– Posiblemente ha desaparecido de Cross Keys Close -dijo Helen.

– Estamos tratando de averiguar si alguien estuvo merodeando por la zona la semana pasada.

– Pewman llamó a la policía -dijo la mujer, y devolvió la fotografía a Helen. Se secó la nariz con el dorso de la mano y movió la cabeza en dirección al número 4, en la acera opuesta-. Pewman -repitió-. No fui yo.

– ¿A la policía? ¿Cuándo?

La mujer se encogió de hombros.

– Había un vagabundo a principios de semana. Ya sabe, esos tipos que hurgan los cubos de la basura en busca de comida. A Pewman no le gustan. Bueno, a ninguno de nosotros, pero fue Pewman quien llamó a la policía.

Helen asimiló la información. Habló con rapidez, antes de que la mujer decidiera que ya había hablado bastante y cerrara la puerta.

– ¿Está diciendo que había un vagabundo en el barrio, señora…?

Esperó a poder adjudicar un nombre a la mujer, una indicación de la creciente cordialidad y confianza que nacía entre ellas. Enjuta no pensaba lo mismo. Se pasó la lengua por los dientes y dedicó a Helen una mirada esclarecedora de que entre ambas la amistad era imposible. Helen continuó.

– ¿Ese vagabundo estuvo aquí varios días? Y Pewman… ¿el señor Pewman? ¿Llamó a la policía?

– El agente le ahuyentó. -Sonrió. Helen vio sus dientes y se prometió visitar a su dentista con mayor regularidad-. Yo lo vi. El vagabundo cayó dentro del cubo de la basura, protestando de la brutalidad policial. Pero lo hizo Pewman. Llamó a la policía. Pregúntele a él.

– ¿Puede describir al…?

– Hummm. Ya lo creo. Era apuesto. Un tipo serio. Cabello oscuro, como un casco. Muy agradable y pulcro. Labios gruesos. Daba sensación de autoridad.

– Oh, querida, lo siento -dijo Helen, y consiguió que su voz aún sonara cordial y paciente-. Me refería al vagabundo, no al policía.