– Ah, ése. -La mujer se enjugó la nariz de nuevo-. Iba vestido de marrón, como los soldados.
– ¿Caqui?
– Eso. Todo arrugado, como si hubiera dormido vestido. Botas pesadas, sin cordones. Mochila… una de esas cosas grandes.
– ¿Un macuto?
– Eso es. Exacto.
La descripción coincidía con la de unos diez mil hombres que vagaban a la sazón por Londres. Helen insistió.
– ¿Le llamó la atención algo en especial? Una característica física. Su cabello, por ejemplo. Su cara, su cuerpo…
Se había equivocado de pregunta. La mujer sonrió y dedicó a Helen otra exhibición de sus dientes.
– Miraba al poli más que a él. El poli tenía un bonito culito. Me gustan los hombres con el culo prieto, ¿y a usted?
– Desde luego. Soy una apasionada de los traseros masculinos prietos. En cuanto al otro hombre…
La mujer sólo se había fijado en su pelo.
– Bastante canoso. Le salía a mechones pringosos por debajo de una gorra de punto. La gorra… -Hurgó con una uña entre dos dientes mientras pensaba-. Color azul marino. Pewman telefoneó a la bofia cuando empezó a rebuscar en su cubo de basura. Pewman sabrá describir su aspecto mejor que yo.
Pewman lo sabía, gracias a Dios. Y estaba en casa, aún más gracias a Dios. Escritor de guiones, explicó, y Helen le había sorprendido en mitad de una frase, de manera que si no le importaba…
Helen se refirió al vagabundo sin más explicaciones.
– Ah, sí -dijo Pewman-, me acuerdo de él.
Proporcionó a Helen una descripción que la maravilló de sus dotes de observación. El hombre tenía entre cincuenta y sesenta años, mediría un metro setenta y cinco, tenía la cara morena y arrugada, como si hubiera tomado mucho el sol, los labios agrietados y blancos a causa de la piel muerta, las manos encallecidas, cubiertas de cortes en el dorso, y llevaba los pantalones sujetos mediante una cinta marrón pasada por las presillas del pantalón.
– Y llevaba un zapato con alzas -concluyó Pewman.
– ¿Con alzas?
– Sí, una suela era más gruesa que la otra. ¿Polio en la infancia, tal vez? -Lanzó un carcajada infantil cuando observó el estupor de Helen ante sus dotes de observación-. Soy escritor -dijo a modo de explicación-. Parecía un buen personaje, así que escribí su descripción cuando le vi rebuscando en la basura. Nunca se sabe cuándo algo puede ser útil.
– Usted telefoneó a la policía, según su vecina, la señora… Helen señaló hacia el lado opuesto de la calle, donde se fijó en que su conversación era espiada desde una rendija en las cortinas.
– ¿Yo? -El hombre meneó la cabeza-. No. Pobre desgraciado. Nunca habría llamado a la bofia para denunciarle. No había gran cosa en mi cubo de la basura, podía hacer con ella lo que le diera la gana. Debió de ser otro vecino, tal vez la señorita Schickel, del número diez. -Puso los ojos en blanco y ladeó la cabeza en dirección al diez, más abajo del callejón-. Es una de esas personas que se han hecho a sí mismas, ¿sabe usted? Sobrevivió a los bombardeos alemanes, etcétera. No soportan a los pobres. Debió de decirle al pobre diablo que se largara, y como no lo hizo, telefoneó a la bofia. No paró de telefonear hasta que vinieron y le apalizaron.
– ¿Vio cómo le apalizaban?
No lo había visto, dijo el hombre. Sólo había visto que hurgaba en la basura. No sabía con exactitud cuánto tiempo había merodeado por la zona, pero sabía que más de un día. Pese a su falta de tolerancia por el prójimo caído en desgracia, era improbable que la señora Schickel hubiera llamado a la policía por una sola incursión en su basura.
¿Sabía el día exacto en que habían apalizado al vagabundo?
Pensó un momento, mientras jugueteaba con un lápiz. Luego dijo que habría sido un par de días antes. Tal vez el miércoles. Sí, el miércoles, sin duda, porque su madre le había telefoneado el miércoles, y mientras hablaba con ella había mirado por la ventana y visto al pobre diablo. No había visto al hombre desde entonces, ahora que lo pensaba.
Fue en aquel momento cuando Helen pensó en aquella expresión detectivesca. Había encontrado un buen filón, por fin. La pista era sólida.
La existencia de una pista palió en parte la frustración de St. James. Con la bendición de la directora de la escuela Geoffrey Shenkling, había hablado con todas las niñas en posesión de un nombre que se pareciera remotamente al apodo de Breta. Había interrogado a Albertas, Brudgets, Elizabeths, Berthes, Bebettes, Ritas y Brittanys de entre ocho y doce años, de todas las razas, credos y caracteres posibles. Algunas eran tímidas. Otras estaban asustadas. Otras eran deslenguadas. Y otras estaban encantadas de salir de la clase. Pero ninguna conocía a Charlotte Bowen, ya como Charlotte, Lottie o Charlie. Y ninguna había ido a la consulta del viernes por la tarde de Eve Bowen, ya con un padre, un tutor o una amiga. St. James se había marchado de la escuela con una lista de las niñas que se habían ausentado aquel día y sus números de teléfono, con la sensación de que la escuela Shenkling era un callejón sin salida.
– Si ése es el caso, tendremos que investigar en todas las escuelas de Marylebone -dijo St. James-, mientras el tiempo sigue pasando. Lo cual favorece al secuestrador, por supuesto. Mira, Helen, si dos fuentes diferentes no nos hubieran confirmado que Breta es una amiga de Charlotte, apostaría a que Damien Chambers la había inventado el miércoles por la noche para deshacerse de nosotros.
– El que mencionara a Breta nos dio una dirección que seguir, ¿no? -observó Helen con aire pensativo.
Se habían reunido en el pub Rising Sun de la calle mayor, donde St. James estaba reflexionando inclinado sobre una Guinnes y Helen recuperaba fuerzas con una copa de vino blanco. Habían llegado durante el período de tranquilidad que se extiende entre la hora de comer y la de cenar. Aparte del cantinero, que estaba limpiando y guardando vasos en los estantes, tenían todo el bar para ellos dos.
– No me dirás que consiguió convencer a la señora Maguire y a Brigitta Walters de que confirmaran su historia sobre Breta, ¿verdad? ¿Por qué lo iban a hacer?
– La señora Maguire es irlandesa, ¿no? ¿Y Damien Chambers? Su acento era irlandés, sin duda.
– De Belfast -apuntó St. James.
– Tal vez comparten un interés común.
St. James pensó de nuevo en el cargo que ocupaba Eve Bowen en el Ministerio del Interior y la alusión de la señora Maguire al interés especial de la diputada: apretar los tornillos al IRA. Sacudió la cabeza.
– Eso no explica lo que dijo Brigitta Walters. ¿Cómo encaja en el esquema? ¿Por qué iba a contar la misma historia sobre Breta, si no era cierta?
– Tal vez nos hemos concentrado demasiado en buscar a Breta -dijo Helen-. Hemos deducido que es una amiga de la escuela o del barrio. Puede que Charlotte hubiera conocido a la niña en otro sitio. Un grupo de la parroquia, una escuela dominical, un coro…
– Nadie nos ha hablado de eso.
– ¿Niñas exploradoras?
– Nos lo habrían dicho.
– ¿Y su clase de baile? No hemos investigado sus clases de baile, y nos han hablado de ellas más de una vez.
No las habían investigado. Y era una posibilidad. También habían dejado de lado a su psicólogo. Había que seguir ambas pistas; era posible que contuvieran la clave que andaban buscando. ¿Por qué se resistían tanto a seguirlas?, se preguntó St. James. Pero ya sabía la respuesta. Engarfió los dedos y sintió que sus uñas se clavaban en la palma.
– Quiero dejar esto, Helen -dijo.
– No nos está facilitando la vida, ¿verdad?
St. James la miró un momento.
– ¿Se lo has dicho?
– ¿A Tommy? No. -Helen suspiró-. Me hizo preguntas, naturalmente. Sabe que estoy preocupada por algo, pero de momento he conseguido convencerle de que son nervios prematrimoniales.
– No le hará gracia que le mientas.