– Eso significará otro día de pagar horas extras.
– Sí. Otro día. -Luxford cerró la puerta-. Bien -dijo a Deborah.
– Escúcheme, bastardo -intervino Stone.
Cortó el paso de Luxford hacia el escritorio. Deborah observó que era diez centímetros más alto que el director del Source, pero los dos hombres aparentaban ser igual de fornidos. Luxford no parecía un tipo que se arredrara ante un intento de intimidación.
– Señor Luxford -dijo Deborah-. De hecho es una pura formalidad, pero necesito…
– ¿Qué ha hecho con ella? -preguntó Stone-. ¿Qué ha hecho con Charlie?
Luxford ni siquiera pestañeó.
– Evelyn ha llegado a una conclusión equivocada. Es evidente que no fui capaz de convencerla, pero tal vez pueda convencerle a usted. Siéntese.
– No me diga…
– De acuerdo. Quédese de pie si quiere, pero apártese de mi camino. No estoy acostumbrado a hablar en las narices de la gente, y no pienso acostumbrarme ahora.
Stone no retrocedió. Apenas unos centímetros separaban a ambos hombres. Un músculo se agitó en la mandíbula de Stone. Luxford, en respuesta, se puso en tensión, pero habló con voz serena.
– Escuche, señor Stone. Yo no tengo a Charlotte.
– No intente decirme que alguien como usted sería incapaz de secuestrar a una niña de diez años.
– Pues no lo haré, pero le diré esto: usted no tiene ni idea de cómo es alguien como yo, y por desgracia no tengo tiempo para arrojar luz sobre el tema.
Stone señaló la pared contigua. Una hilera de primeras planas enmarcadas colgaban de ella. Plasmaban algunas de las historias más sensacionalistas del Source, desde un ménage trois entablado entre tres estrellas famosas por su rectitud, de un drama televisivo sobre la posguerra titulado, para rechifla del periódico, «Ningún hogar como éste», hasta la revelación de unas llamadas telefónicas efectuadas por la princesa de Gales desde un teléfono inalámbrico.
– No necesito que arroje más luz -dijo Stone-. Su patética excusa para ejercer el periodismo es muy clara.
– De acuerdo. -Luxford consultó su reloj-. Eso debería bastar para abreviar nuestra conversación. ¿Para qué ha venido? Vayamos al grano, porque tengo trabajo que hacer y he de hablar con la señora St. James.
Deborah, que había dejado el estuche de la cámara sobre un sofá beige pegado a la pared, aprovechó la oportunidad que Luxford le brindaba.
– Sí -dijo-. Exacto. Voy a necesitar…
– Tipos como usted se esconden -Stone avanzó un paso hacia Luxford con aire agresivo- detrás de sus trabajos, de sus secretarias y de sus voces engoladas de colegio privado, pero quiero que salga a campo abierto.
– Ya he dicho a Evelyn que ardo en deseos de salir a campo abierto. Si no ha considerado oportuno aclarárselo, no sé qué puedo hacer al respecto.
– Deje a Eve al margen.
Luxford enarcó una ceja por una fracción de segundo.
– Perdone, señor Stone -dijo, y lo esquivó para acercarse a su escritorio.
– Señor Luxford, si puedo… -dijo Deborah, esperanzada. Stone cogió el brazo de Luxford.
– ¿Dónde está Charlie? -le espetó.
Luxford clavó los ojos en las rígidas facciones de Stone.
– Suélteme -dijo con voz serena-. Y le recomiendo que no haga nada de lo que pueda arrepentirse. Yo no he secuestrado a Charlotte, y no tengo ni idea de dónde está. Como ya expliqué a Evelyn ayer por la tarde, no tengo motivos para desear que nuestra pasada relación salga a relucir en la prensa. Tengo una mujer y un hijo que no saben nada sobre la existencia de Charlotte, y créame, me gustaría que todo siguiera igual, pese a lo que usted y su mujer piensen. Si usted y Evelyn hablaran con más frecuencia, tal vez sabría…
Stone aumentó la fuerza de su presa sobre el brazo de Luxford y lo sacudió con violencia. Deborah vio que el periodista entornaba los ojos.
– Esto no tiene nada que ver con Eve. No mezcle a Eve.
– Ya está mezclada, ¿verdad? Estamos hablando de su hija.
– Y de la suya. -Stone pronunció las palabras como una maldición. Soltó el brazo de Luxford. El periodista fue hacia el escritorio-. ¿Qué clase de hombre engendra un hijo y huye de esa realidad, Luxford? ¿Qué clase de hombre no acepta las responsabilidades de su pasado?
Luxford pulsó un botón del ordenador y recogió un puñado de mensajes. Los hojeó a toda prisa, los dejó a un lado, e hizo lo mismo con una pila de cartas sin abrir. Alzó un sobre acolchado que había bajo las cartas y levantó la vista para hablar.
– Y es el pasado lo que más le preocupa, ¿no? -preguntó-. No el presente.
– ¿Qué coño…?
– Sí. El coño. Eso es. Dígame, señor Stone, ¿qué es lo que más le preocupa esta tarde? ¿La desaparición de Charlotte o el que me follara a su mujer?
Stone se lanzó hacia adelante. Deborah hizo lo mismo, asombrada por la rapidez de su reacción. Stone se inclinó sobre el escritorio y extendió las manos para agarrar a Luxford. Deborah le cogió el brazo izquierdo y lo apartó de un tirón.
Stone se giró hacia ella. Estaba claro que había olvidado su presencia. Cerró el puño y se dispuso a atizarla. Deborah intentó apartarse, pero no fue lo bastante rápida. El puñetazo la alcanzó con fuerza en un lado de la cabeza y cayó al suelo.
Deborah oyó maldiciones por encima del zumbido de sus oídos.
– ¡Llamen a un guardia de seguridad! -oyó ladrar a Luxford-. ¡Ahora mismo!
Vio pies y la parte inferior de unos pantalones.
– Oh, Jesús -oyó decir a Stone-. Joder.
Sintió una mano en su espalda y otra sobre su brazo.
– No -dijo-. Estoy bien. De veras. Estoy muy… No es nada… La puerta del despacho se abrió.
– ¿Den? -dijo otra voz masculina-. ¿Den? Dios mío, si puedo… -¡Lárgate de aquí!
La puerta se cerró.
Deborah consiguió sentarse. Vio que era Stone quien la ayudaba. Su cara había adquirido el color de la masa del pan.
– Lo siento -dijo el hombre-. No quería… Jesús, ¿qué ocurre?
– Apártese -dijo Luxford-. Mierda, le he dicho que se aparte. -Levantó a Deborah, la condujo hasta el sofá y se arrodilló a su lado para examinar su cara. Contestó a la pregunta de Stone-. Lo que ocurre es una agresión.
Deborah levantó una mano para detener las palabras.
– No. Por favor. Me… me interpuse. El no sabía…
– No sabe una mierda -replicó Luxford-. Déjeme echarle un vistazo. ¿Se ha golpeado en la cabeza? -Apoyó los dedos en su cabello y los movió con suavidad sobre su cráneo-. ¿Le duele en algún sitio?
Deborah negó con la cabeza. Estaba más conmocionada que dolorida, aunque supuso que más tarde le dolería. También estaba avergonzada. Detestaba ser el centro de atención (fundirse en un segundo plano era más su estilo), y su espontánea reacción al repentino brinco de Stone la había lanzado directamente al punto donde no quería estar. Aprovechó el momento para decir lo que debía decir, convencida de que Alexander Stone no perdería los estribos por segunda vez en menos de cinco minutos.
– De hecho, he venido a buscar una muestra de su caligrafía -dijo al director del Source-. Es una pura formalidad, pero Simon quiere… bueno, echarle un vistazo.
Luxford asintió con brusquedad. No parecía disgustado.
– Por supuesto -dijo-. Tendría que haber pensado en darle una muestra la otra noche. ¿Está segura de que se encuentra bien?
Deborah asintió y le dedicó una sonrisa, que esperó fuera convincente. Luxford se puso en pie. Deborah vio que Stone había retrocedido hasta una mesa de conferencias, situada al fondo del despacho. Se había sentado en una silla y se cogía la cabeza entre las manos.
Luxford cogió una hoja de papel y se puso a escribir. La puerta del despacho se abrió.
– ¿Algún problema, señor Luxford? -preguntó el guarda de seguridad.