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– Mierda -siseó Stone, pero se adelantó y permitió que le tomaran las huellas.

Una vez hecho, St. James se volvió hacia la grabadora y la examinó a la luz de la linterna, en busca de huellas que aparecieran sin más inclinándola en el ángulo apropiado. Luego extrajo la cinta e hizo lo mismo, pero la luz no reveló nada.

Mientras los otros dos hombres le observaban desde lados opuestos de la mesa, hundió el cepillo en el polvo (lo había elegido rojo para que contrastara con el negro de la grabadora) y espolvoreó el aparato.

– Lo han limpiado a fondo -comentó cuando ninguna huella se hizo visible bajo el polvo.

Repitió el proceso con la diminuta cinta. Nada.

– Entonces, ¿qué preocupaciones de mierda estamos eliminando? -preguntó Stone-. No es idiota. No habrá dejado sus huellas en ninguna parte.

St. James asintió con un sonido gutural.

– Ya hemos dado cuenta de la primera preocupación, ¿verdad? Ha quedado claro que no es idiota.

Dio la vuelta a la grabadora. Abrió la tapa del compartimiento de las pilas, la sacó y dejó sobre la mesa. Después, con ayuda de un escalpelo, quitó también las pilas y las depositó sobre una hoja de papel en blanco. Cogió la linterna y la dirigió hacia el lado posterior de la tapa y sobre las dos pilas. Sonrió.

– Al menos no es del todo idiota -dijo-, pero nadie piensa en todo.

– ¿Huellas? -preguntó Luxford.

– Una muy nítida en la parte posterior de la tapa. Algunas parciales en las pilas.

Utilizó de nuevo el polvo. Sus acompañantes guardaron silencio mientras trabajaba. Cepilló con cuidado en la dirección del flujo de la huella y sopló un poco para eliminar el exceso de polvo. Mantuvo la vista clavada en las huellas mientras extendía la mano hacia la cinta presurizada. Sabía que sería fácil trabajar con el dorso de la tapa. Las pilas resultarían más difíciles.

Apretó con cuidado la cinta sobre las huellas, procurando que no dejaran bolsas de aire. Después apretó con más fuerza y presionó con el pulgar sobre la tapa del compartimiento y con la goma de un lápiz sobre las pilas. Levantó la cinta con un solo movimiento y después apretó las huellas sobre las otras tarjetas que había sacado del aparador. Las etiquetó.

Indicó la huella que había proporcionado el dorso de la tapa. Llamó la atención sobre las ondas y el hecho de que se ondularan hacia arriba y hacia dentro.

– Huella del pulgar derecho -dijo-. Las otras, las de las pilas, son más difíciles de concretar porque son parciales. Yo diría que son del índice y el pulgar.

A continuación, St. James las comparó con las de Stone. Utilizó una lupa, más para impresionar que por otra cosa, porque estaba claro que no eran suyas. Siguió con las de Luxford, y obtuvo el mismo resultado. Los verticilos de los tres pulgares (el de Stone, el de Luxford y el de la huella de la grabadora) eran diferentes por completo, uno plano, uno accidental, y el tercero de doble lazo.

Stone pareció leer la conclusión de St. James en su cara.

– No sé de qué se sorprende. No está solo en esto. Es imposible.

St. James no contestó y se limitó a coger la muestra de la caligrafía de Luxford para compararla con las notas que Eve Bowen y él habían recibido. Estudió con parsimonia las letras, los espacios que las separaban, las pequeñas peculiaridades. Una vez más, no advirtió ninguna similitud.

Levantó la cabeza.

– Señor Stone, quiero que entre en razón, porque usted es la única persona capaz de convencer a su mujer. Si la grabación no le ha convencido de la urgencia de…

– ¡Hostia divina! -La voz de Stone expresaba más estupor que indignación-. También le ha engañado a usted. No me sorprende. Al fin y al cabo, fue quien le contrató. ¿Qué podíamos esperar, sino que apoyara sus afirmaciones de inocencia?

– Por el amor de Dios, Stone, entre en razón -dijo Luxford.

– Desde luego que he entrado -replicó Stone-. Usted ardía en deseos de destruir a mi mujer y ya ha encontrado el medio, así como personas que le ayuden en su empresa. Todo esto -agitó el pulgar para abarcar la habitación- forma parte del complot.

– Si cree eso, vaya a la policía -dijo St. James.

– Por supuesto. -Stone sonrió con una mueca-. Lo han montado para que ése sea nuestro último recurso. Y todos sabemos a qué nos llevará acudir a la policía. Directamente a los periódicos. Directamente a donde Luxford nos quiere. Todo esto, las notas, la grabación, las huellas dactilares, no es más que una parte de la senda que debemos seguir, la que nos conduce a ponernos en manos de Luxford. Eve y yo no lo haremos.

– ¿Aun estando en juego la vida de Charlotte? -dijo Luxford-. Por los clavos de Cristo, tendría que haberse dado cuenta ya de que no puede correr el riesgo de que un maníaco la mate.

Stone giró en su dirección y Luxford se aprestó para el combate.

– Escúcheme, señor Stone -dijo St. James-. Si el señor Luxford quisiera despistarnos, no habría dispuesto que alguien dejara una huella en el interior de la grabadora. Habría encargado que la llenaran de huellas. Esa huella dejada en la grabadora, así como las de las pilas, nos dicen que el secuestrador cometió un sencillo error. No compró pilas nuevas cuando quiso que Charlotte grabara el mensaje. Se limitó a probar las que ya había en el aparato y olvidó que, al ponerlas por primera vez, había dejado sus huellas en ellas y en el dorso de la tapa. Eso fue lo que sucedió. Utilizó guantes para el resto. Limpió la cinta y la grabadora. Apuesto a que si buscamos huellas en las notas de secuestro, cosa que podemos hacer, aunque nos llevará más tiempo del que considero necesario, sólo encontraremos las del señor Luxford y las mías en la de él, y sólo las de su mujer en la de ella. Lo cual no nos conducirá a nada, nos retrasará aún más y, tanto si le gusta como si no, aumentará el peligro que pesa sobre su hijastra. No estoy sugiriendo que anime a su mujer a dejar que el señor Luxford publique su historia en el periódico, sino que anime a su mujer a telefonear a las autoridades.

– Es lo mismo -dijo Stone.

Luxford pareció a punto de estallar. Descargó el puño sobre la mesa.

– He tenido diez años para destruir a su mujer -dijo-. Diez malditos años, en que habría podido abofetearla en la primera plana de dos periódicos diferentes y humillarla hasta extremos inconcebibles. Pero no lo he hecho. ¿Se ha preguntado por qué?

– No era el momento adecuado.

– ¿Me ha oído? Ha dicho que sabe lo que soy. Muy bien, sabe lo que soy. Soy un hombre sin escrúpulos. No necesito esperar el momento adecuado. Si hubiera querido publicar la historia de mi relación con Eve, lo habría hecho sin pensarlo dos veces. No me merece ningún respeto. Sus ideas políticas me repugnan. Sé lo que es ella, y créame, me gustaría dejarla como un trapo delante de todo el mundo. Pero no lo he hecho. Lo he deseado muchas veces, pero no lo he hecho. Piense, joder. Pregúntese por qué.

– ¿Para qué iba a manchar su propia reputación, si podía evitarlo?

– Fue por otra persona.

– ¿De veras? ¿Por quién?

– Por el amor de Dios. Por mi hija. Porque Charlotte es mi hija.

Luxford hizo una pausa, como si esperara a que el cerebro de Stone asimilara la información. En el momento que transcurrió antes de que Luxford volviera a hablar, St. James advirtió un sutil cambio en Stone: un leve hundimiento de hombros, la curvatura de los dedos, como si desearan agarrar algo inasible.

– Si hubiera querido hacer daño a Evelyn -dijo Luxford con voz más serena-, habría acabado hiriendo a Charlotte. ¿Por qué habría querido perjudicar a mi propia hija, sabiendo que es mi hija? Yo vivo en el mundo que he creado, señor Stone. Créame, sé que la publicidad rebotaría en Evelyn y golpearía a la niña.

– Esas fueron las palabras de Evelyn -repuso Stone con voz apagada-. No hará ningún movimiento porque quiere proteger a Charlie.