– Es demasiado complicado de explicar, me temo.
Agradeció en silencio a Luxford que no insistiera más.
Cuando llegaron a Marylebone, la señora Maguire se estaba marchando, con una mochila amarilla colgada de un hombro y una bolsa de plástico en la mano. Habló con Alexander Stone mientras Luxford aparcaba más abajo. Cuando llegaron a la puerta, la mujer ya había desaparecido.
– Eve está en casa -dijo Stone-. Déjenme entrar primero.
Esperaron fuera. Pasaba algún coche por Marylebone High Street. Oyeron murmullos de conversación procedentes del Devonshire Arms, en la esquina. Aparte de eso, la calle estaba en silencio.
Transcurrieron varios minutos antes de que la puerta se abriera.
– Entren -dijo Stone.
Eve Bowen les esperaba en la sala de estar. Se encontraba de pie junto a la escultura bajo la cual había guardado la nota del secuestrador dos días antes. Parecía poseída por la serenidad de un guerrero antes de un combate cuerpo a cuerpo. Era la viva imagen del tipo de equilibrio que pretende intimidar.
– Ponga la cinta -dijo.
St. James lo hizo. El rostro de Eve no se alteró cuando la voz aguda de Charlotte sonó, aunque St. James la vio tragar saliva cuando la niña dijo: «Cito, he tenido que grabar esta cinta para que me diera un poco de zumo, porque tenía mucha sed.»
– Gracias por la información -dijo Eve a Luxford cuando la cinta terminó-. Ya puedes marcharte.
La mano de Luxford se adelantó como si quisiera tocarla, pero estaban en extremos opuestos de la sala.
– Evelyn…
– Vete.
– Eve -dijo Stone-, llamaremos a la policía. No hace falta que le sigamos el juego. No necesita publicar la historia.
– No -dijo Eve con voz tan inflexible como su rostro.
St. James se dio cuenta de que no había quitado los ojos de Luxford desde que habían entrado en la sala. Se comportaban como actores en un escenario. Cada uno había ocupado un lugar del que ninguno se movía: Luxford junto a la chimenea, Eve frente a él, separados por la longitud de la sala, Stone al lado de la entrada al comedor, St. James junto al sofá. Era el que estaba más cerca de ella y trató de leer sus pensamientos, pero los ocultaba como un gato cauteloso.
– Señora Bowen -dijo en voz baja, como cuando alguien habla para mantener la calma a toda costa-, hoy hemos hecho progresos.
– ¿Como cuáles?
Siguió mirando a Luxford. Como si su mirada fuera un desafío, el hombre la sostuvo.
St. James le habló del vagabundo, de que dos residentes de Cross Keys Close le habían visto, y del policía que había expulsado al vagabundo.
– Uno de los agentes de la comisaría de Marylebone recordará al hombre y su descripción -dijo-. Si les telefonea, los detectives iniciarán la investigación con algo sólido. Tendrán una buena pista.
– No -repitió la mujer-. No te esfuerces, Dennis. No lo conseguirás.
Estaba comunicando algo a Luxford con sus palabras, algo más que su negativa a actuar. St. James no pudo adivinar qué era, pero le pareció que Luxford sí. Vio que los labios del periodista se entreabrían, pero no contestó.
– Creo que no nos queda otra alternativa, Eve -dijo Stone-. Bien sabe Dios que no quiero pasar por esto, pero Luxford piensa…
La mirada de Eve le silenció, tan veloz como una bala. Traición, le comunicó, traición, traición.
– Tú también -dijo.
– No. Nunca. Yo estoy de tu lado, Eve.
Ella sonrió apenas.
– Entonces entérate de esto. -Volvió a mirar a Luxford-. Esta tarde, una periodista me pidió una entrevista inmediata. Muy conveniente, dadas las circunstancias, ¿no crees?
– Eso no significa nada -dijo Luxford-. Por el amor de Dios, Evelyn, eres una subsecretaria de Estado. Debes recibir miles de solicitudes de entrevistas.
– Lo antes posible, dijo -continuó Eve, como si Luxford no hubiera hablado-. No quería mencionarlo a ninguno de mis subordinados, dijo, porque tal vez yo no querría que lo supieran.
– ¿Era de mi periódico? -preguntó Luxford.
– No serías tan imbécil, pero es de tu ex periódico. Me parece fascinante.
– Pura coincidencia. Has de comprenderlo.
– Lo habría hecho, de no ser por el resto.
– ¿Qué? -preguntó Stone-. Eve, ¿qué está pasando?
– Cinco periodistas han llamado desde las tres y media de esta tarde. Joel cogió las llamadas. Sospechan que está pasando algo, me dijo, todos quieren hablar conmigo, y Joel preguntó si sé cuál es el motivo de su interés, cómo quiero que maneje este asunto y a qué viene ese repentino interés.
– No, Evelyn -se apresuró a hablar Luxford-. No se lo he dicho a nadie. Eso no tiene nada que ver…
– Fuera de mi casa, bastardo -masculló Eve-. Moriré antes que ceder a tus exigencias.
St. James habló con Luxford en la calle, al lado de su coche. El director del Source era la última persona en el mundo por la que habría creído sentir pena, pero ahora la sintió. El hombre parecía destrozado. Manchas de humedad habían aparecido en su elegante camisa azul. Su cuerpo olía a sudor.
– ¿Qué haremos ahora? -preguntó con voz temblorosa. -Volveré a hablar con ella.
– No tenernos tiempo.
– Hablaré con ella ahora.
– No dará su brazo a torcer.
Desvió la vista hacia la casa, pero sólo vieron que se habían encendido más luces en la sala de estar y otra en una habitación de arriba.
– Tendría que haber abortado -siguió Luxford-. Hace tantos años. No sé por qué no lo hizo. Quizá pensaba que necesitaba un motivo concreto para odiarme.
– ¿Por?
– Por seducirla. 0 conseguir que deseara ser seducida. Supongo que es esto último. Para algunas personas es aterrador cuando aprenden a desear.
– Lo es. -St. James tocó el techo del coche de Luxford-. Váyase a casa. Veré qué puedo hacer.
– Nada -predijo Luxford.
– No obstante, lo intentaré.
Esperó a que Luxford se hubiera alejado para volver a la casa. Stone abrió la puerta.
– Creo que ya es hora de que lo deje -dijo-. Eve ya ha sufrido bastante. Jesús, cuando pienso que casi me creí su comedia, me dan ganas de derribar las paredes a puñetazos.
– Yo no estoy de parte de nadie, señor Stone -contestó St. James-. Déjeme hablar con su mujer. Aún no he terminado de contarle lo que debe saber sobre la investigación de hoy. Tiene derecho a saber esa información. Estará de acuerdo conmigo.
Stone meditó sobre las palabras de St. James con los ojos entornados. Como Luxford, parecía destrozado. Pero Eve Bowen no tenía ese aspecto, recordó St. James. Parecía dispuesta a combatir otros quince asaltos y salir victoriosa.
Stone asintió y retrocedió para dejarle pasar. Subió la escalera con paso cansino, mientras St. James esperaba en la sala de estar y trataba de pensar qué iba a decir, y cómo conseguir que la mujer se pusiera en acción antes de que fuera demasiado tarde. Observó que, en lugar del altar que la señora Maguire había erigido, un tablero de ajedrez descansaba sobre la mesita auxiliar. Las piezas no eran las tradicionales. St. James cogió los reyes enfrentados. Harold Wilson era uno y Margaret Thatcher el otro. Los devolvió a su sitio con cuidado.
– Le ha convencido de que se preocupa por Eve, ¿verdad?
St. James levantó la vista y vio a Eve Bowen en el umbral de la puerta. Su marido estaba detrás de ella, con una mano bajo su codo.
– No es cierto. Nunca ha visto a la niña. Cualquiera pensaría que, en diez años, lo habría intentado alguna vez. Yo no lo habría permitido, por supuesto.
– Tal vez él lo sabía.
– Tal vez.
La mujer entró en la sala. Se sentó en la misma silla que había elegido el miércoles por la noche, y la luz de la lámpara de mesa reveló la serenidad de su rostro.