Y antes de que se diera cuenta, Lottie estaba flotando. Vio a la hermana Agnetis. Vio a la señora Maguire. Vio a mamá, a Cito y Fermaine Bay. Y entonces la oscuridad regresó.
SEGUNDA PARTE
13
Eran las 17.55 cuando el agente detective Robin Payne recibió la llamada que estaba esperando, tres semanas después de terminar su curso de preparación, dos semanas después de su nombramiento oficial de agente detective, y menos de veinticuatro horas después de haber decidido que la única forma de aliviar su angustia (pánico al escenario, lo llamaban) era telefonear a su nuevo sargento detective a casa y solicitar que le incluyera en el primer caso que apareciera.
– Estás muy ansioso por ser el chico favorito de alguien, ¿verdad? -le había preguntado con sarcasmo el sargento Stanley-. Quieres llegar a comisionado antes de los treinta, ¿eh?
– Sólo quiero utilizar mis habilidades, sargento.
– Tus habilidades, ¿eh? -se había burlado el otro-. Créeme, hijo, tendrás muchas oportunidades de utilizar tus habilidades, sean las que sean, antes de que hayamos acabado contigo. Maldecirás el día en que te apuntaste al DIC.
Robin lo dudaba, pero buscó en su pasado alguna explicación que el sargento pudiera comprender y aceptar.
– Mi madre me enseñó a superarme constantemente.
– Te quedan años para hacer eso.
– Lo sé. De todos modos, ¿lo hará, señor?
– ¿Qué haré, renacuajo?
– Dejarme participar en el primer caso que se presente.
– Hummm. Tal vez. Ya lo veremos -había sido la respuesta del sargento.
Y cuando más tarde llamó para complacer su solicitud, dijo: -Vamos a ver cómo te las compones, detective.
Cuando dejó atrás la estrecha calle mayor de Wootton Cross, Robin admitió que su desesperada solicitud de ser asignado al primer caso que se presentara tal vez no había sido la mejor de las ideas. Su estómago estaba tensado con firmeza alrededor de seis bocadillos resecos que había engullido en la fiesta de compromiso de su madre (por suerte, la llamada telefónica del sargento Stanley le había salvado de presenciar el lamentable espectáculo de su madre y su corpulento y calvo prometido en el acto de babearse mutuamente), y en aquel momento parecía concentrado en empujar hacia arriba aquellos emparedados y expulsarlos al exterior. ¿Qué pensaría el sargento Stanley sobre aquel detective pardillo, si Robin vomitaba cuando viera el cadáver?
En efecto, se dirigía a ver un cadáver, según Stanley, el cadáver de una niña que había sido encontrado en la orilla del canal Kennet y Avon.
– Justo al otro lado de Allington -le había informado Stanley-. Hay una senda que corre junto a Manor Farm. Atraviesa los campos, y luego se desvía al sudoeste, hacia un puente. El cuerpo está allí.
– Conozco el lugar.
Robin no había vivido en el campo durante sus veintinueve años sin cubrir su cupo de paseos por él. Desde muy pequeño, pasear por el campo había sido su único y mejor medio de escapar de su madre y su asma. Bastaba con oír el nombre de un lugar de la campiña (Kitchen Barrow Hill, Witch Plantation, Stone Pit, Furze Knoll) para que una imagen mental de aquel sitio se le apareciera. Intuición geográfica perfecta, lo había llamado uno de sus profesores cuando iba al colegio. «Tienes futuro en la topografía, la cartografía, la geografía, la geología.» Pero nada de aquello le había interesado. Quería ser policía. Quería deshacer entuertos. De hecho, sentía pasión por deshacer entuertos.
– Puedo estar ahí en veinte minutos -había dicho a su sargento-. No ocurrirá nada antes de que yo llegue, ¿verdad? -había preguntado con angustia-. ¿No extraerá conclusiones ni nada por el estilo?
Stanley había resoplado.
– Si hubiera solucionado el caso cuando llegaras, me lo callaría. ¿Has dicho veinte minutos?
– Puedo hacerlo en menos.
– No te mates, renacuajo. Es un cadáver, no un incendio.
Sin embargo, Robin había recorrido la distancia en un cuarto de hora, primero hacia Marlborough, para desviarse a continuación hacia el noroeste, una vez pasada la oficina de Correos del pueblo, donde tomó la carretera rural que dividía las exuberantes tierras de labranza, las colinas y la miríada de túmulos, montículos y otros lugares prehistóricos que constituían el valle de Wootton. Siempre había considerado el valle un lugar apacible, su primera elección para huir de las tribulaciones inherentes, en ocasiones, a vivir con una madre inválida. Así se sentía en aquel atardecer de mayo, cuando la brisa agitaba los campos de heno y su madre inválida estaba a punto de independizarse. Sam Corey no era el marido adecuado para ella (veinte años demasiado mayor, todo palmaditas en el culo, besuqueos en el cuello, guiños obscenos y oscuros comentarios acerca de dar saltitos sobre el colchón «cuando te pille a solas, perita en dulce») y Robin no comprendía qué veía en él su madre. Pero había sonreído cuando tocaba sonreír, y levantado su copa para brindar por la feliz pareja con champán barato. Al oír el teléfono, había huido y tratado de alejar de su mente las extravagancias a que aquel par se dedicaría cuando cerrara la puerta. A nadie le hacía gracia pensar en su madre retozando con un amante, sobre todo con aquel amante. No era agradable.
El caserío de Allington estaba situado en una curva de la carretera, como el extremo saliente de un codo. Consistía en dos granjas cuyas casas, establos y edificios anexos eran las construcciones más significativas de la zona. Un prado hacía las veces de frontera de la aldea, y en él pacía un rebaño de vacas, con las ubres hinchadas de leche. Robin bordeó el prado y atajó por Manor Farm, donde una mujer de aspecto hosco ahuyentaba a tres niños en dirección a una casa con techo de paja.
El sendero que el sargento Stanley había descrito a Robin no era más que una pista. Pasaba por delante de dos casas de tejados rojos y efectuaba una limpia incisión entre los campos. Con la anchura exacta de un tractor, presentaba rodadas de neumáticos y por su centro corría una vena de hierba. Alambradas a cada lado de la pista servían para encerrar los campos, todos cultivados v en los que crecía el trigo hasta una altura de treinta centímetros.
El coche de Robin traqueteó por la pista. El puente distaba casi dos kilómetros. Condujo con cariño el Escort, y confió en que la suspensión no sufriera daños irreversibles.
Más adelante la pista efectuaba la ligera ascensión que indicaba su paso por encima del puente de Allington. A cada lado del puente había vehículos aparcados sobre la franja de ortigas blancas que servían de límite. Había tres coches de la policía, una furgoneta y una motocicleta azul Ariel, el medio de transporte favorito del sargento Stanley.
Robin frenó detrás de un coche patrulla. Al oeste del puente, agentes uniformados (a cuyo grupo había pertenecido él hasta hacía poco) caminaban a cada lado del canal, uno con los ojos fijos en el sendero peatonal que bordeaba la orilla sur del canal, mientras el otro se abría paso meticulosamente entre la espesa vegetación del lado opuesto, a cinco metros de distancia. Un fotógrafo estaba terminando su trabajo detrás de un cañaveral, en tanto el patólogo forense aguardaba sin impacientarse muy cerca, las manos enfundadas en guantes blancos y un maletín de piel negra a los pies. Aparte del cloqueo de patos y cercetas que anadeaban en el canal, nadie hacía el menor ruido. Robin se preguntó si era respeto por la muerte o sólo la concentración de unos profesionales en su trabajo. Restregó las palmas contra los pan-talones para secarse el sudor. Tragó saliva, ordenó a su estómago que se calmara y salió del coche para enfrentarse a su primer asesinato. Aunque nadie lo había calificado aún de asesinato, se recordó. Stanley se había limitado a decir «Tenemos el cadáver de un niño», y si iba a ser clasificado o no como asesinato dependía de los forenses.