Sintió que la cabeza le daba vueltas y las manos pegajosas. Por suerte, su mente reaccionó. Apartó los ojos del cuerpo, encontró la pregunta correcta y la formuló sin que su voz se quebrara.
– ¿Chico o chica?
– Traigan la bolsa -dijo el patólogo a modo de respuesta.
Se reunió con Robin al borde del canal. Uno de los agentes bajó la cremallera de la bolsa. Otros dos, provistos de botas de goma, entraron en el agua. Cuando el patólogo asintió, alzaron el cadáver.
– Chica -dijo cuando su pubis desprovisto de vello quedó expuesto.
Los agentes trasladaron el cuerpo desde el canal a la bolsa, pero antes de subir la cremallera, el patólogo se arrodilló al lado de la niña. Apretó su pecho y una espuma compuesta de burbujas blancas no muy diferentes de las producidas por el jabón surgió por una fosa nasal.
– Ahogada -dijo.
– Entonces, ¿no es un asesinato? -preguntó Robin a Stanley.
– Dímelo tú, chaval. -Stanley se encogió de hombros-. ¿Cuáles son las posibilidades?
Cuando se llevaron el cuerpo y los biólogos forenses descendieron a la orilla con sus frascos y bolsas, Robin meditó sobre la pregunta y sus respuestas plausibles. Se fijó en la barca de los recién casados.
– ¿Estaba de vacaciones? -preguntó-. ¿Se cayó de una barca? Stanley asintió, como si estuviera considerando la hipótesis.
– No se han recibido denuncias de niños desaparecidos.
– ¿Empujada desde una barca? Un empujón rápido no dejaría marcas en el cuerpo.
– Bien pensado -reconoció Stanley-. Eso lo convierte en asesinato. ¿Qué más?
– ¿Un niño de la zona? ¿Tal vez de Allington? ¿De All Cannings? Desde All Cannings se pueden atravesar los campos y llegar hasta aquí.
– El mismo problema de antes.
– ¿Ninguna denuncia por desaparición?
– Exacto. ¿Qué más?
Stanley esperó. No parecía nada impaciente.
Robin puso en palabras la hipótesis final, una contradicción de su primera conclusión.
– ¿Víctima de un crimen, pues? ¿La han…? -Cambió su peso de un pie a otro y buscó un eufemismo-. ¿La han… bueno, manoseado, señor?
Stanley enarcó una ceja en señal de interés. Robin se apresuró a continuar.
– Supongo que sería posible, ¿no? Sólo que no parecía… en el cuerpo… superficialmente… -Se dijo que debía ir al grano. Carraspeó-. Podría ser una violación, sólo que no había señales superficiales de violencia en el cuerpo.
– Un corte en la rodilla -dijo el patólogo desde el camino de sirga-. Algún morado alrededor de la boca y el cuello. Un par de quemaduras cicatrizadas en las mejillas y la barbilla. Primer grado.
– Aun así… -empezó Robin.
– Hay más de una forma de violación -señaló Stanley.
– Ya lo imagino… -Pensó qué dirección debía tomar-. Parece que no tenemos gran cosa, ¿eh?
– ¿Y cuando no se tiene gran cosa?
La respuesta era evidente.
– Hay que esperar a la autopsia.
Stanley se llevó un dedo a la ceja, como felicitándole.
– ¿Cuándo? -preguntó al patólogo.
– Tendré los análisis preliminares mañana. A media mañana. Suponiendo que no reciba más llamadas. -Se despidió de Stanley y Robin con un gesto de cabeza-. Vamos a cargarla -dijo a los agentes, y siguió al cadáver hasta la furgoneta.
Robin les siguió con la mirada. La joven pareja seguía esperando en el puente. Cuando el pequeño cadáver pasó ante ellos, la chica hundió la cabeza en el pecho de su marido. Este la apretó contra sí, una mano en su pelo y la otra en el trasero. Robin desvió la vista.
– ¿Qué hacemos ahora? -le preguntó Stanley.
Robin meditó.
– Hay que saber quién era.
– Antes de eso.
– ¿Antes? Tomamos declaración a la pareja y se la hacemos firmar. Después comprobamos la lista de personas desaparecidas. Si no ha desaparecido nadie en los alrededores, es posible que se haya avisado de su desaparición desde otro sitio, y que ya esté incluida en la lista del ordenador.
Stanley subió la cremallera de su chaqueta de cuero y palmeó los bolsillos de los vaqueros. Sacó un llavero y le dio vueltas en la mano.
– ¿Y antes de eso? -preguntó.
Robin se quedó desconcertado. Miró hacia el canal como buscando inspiración. Podía sugerir que lo dragaran, pero ¿para qué? Stanley se apiadó de él.
– Antes de la declaración y antes de la lista de personas desaparecidas, hemos de lidiar con ésos.
Apuntó el pulgar en dirección al puente.
Un coche polvoriento acababa de detenerse. Una mujer con una libreta y un hombre con una cámara bajaron. Robin vio que corrían hacia los recién casados. Intercambiaron unas palabras, que la mujer apuntó. El fotógrafo empezó su trabajo.
– ¿Periodistas? -preguntó Robin-. ¿Cómo demonios se han enterado tan pronto?
– Al menos no es la televisión -contestó Stanley-. Todavía. Se alejó para lidiar con ellos.
Dennis Luxford acarició con los dedos la mejilla enrojecida de Leo. Estaba mojada de lágrimas. Ajustó las mantas alrededor de los hombros de su hijo y notó una punzada, en parte de culpabilidad y en parte de impaciencia. ¿Por qué el chico tenía que complicar siempre tanto las cosas?, se preguntó.
Luxford murmuró su nombre. Alisó el brillante pelo de Leo y se sentó en el borde de su cama. 0 estaba dormido como un tronco, o fingía mejor de lo que Luxford pensaba. En cualquier caso, no estaba disponible para continuar discutiendo con su padre. Lo cual era mejor, considerando cómo terminaban las discusiones entre ambos.
Luxford suspiró. Pensó en la palabra «hijo» y en lo que aquellas dos simples sílabas implicaban sobre responsabilidad, consejo, amor ciego y esperanza secreta. Se preguntó por qué había dado siempre por supuesto que sería un padre modélico y por qué había pensado siempre en la paternidad en términos de recompensas. Ser padre se le antojaba una obligación interminable. Era un deber que duraba toda la vida, y que le exigía una reserva de perspicacia para enfrentarse a la batalla interminable con sus deseos personales, además de poner a prueba sus escasas reservas de paciencia. Era demasiado para que un hombre lo soportara. ¿Cómo lo lograban otros hombres?, se preguntó Luxford.
Al menos, sabía una parte de la respuesta. Otros hombres no tenían hijos como Leo. Un vistazo al dormitorio de Leo, combinado con el recuerdo de su propia habitación y la de su hermano cuando tenían la edad de Leo, bastaba para Luxford. Fotografías de películas en blanco y negro: desde Fred y Ginger en traje de etiqueta, hasta Gene, Debbie v Donald cantando y bailando bajo la lluvia. Un montón de libros de arte sobre un sencillo escritorio de pino, al lado un cuaderno de dibujo con el esbozo de un ángel arrodillado, cuyo halo perfecto y alas plegadas lo definían como un ejemplo primoroso de los frescos del siglo xiv. Una jaula de pinzones: agua limpia, alpiste limpio, papel limpio en el suelo. Una biblioteca con volúmenes de tapa dura ordenados por autores, desde Dahl a Dickens. Y en un rincón, un baúl de madera con bisagras de hierro negras, en cuyo interior, como bien sabía Luxford, se acumulaban olvidados un bate de críquet, una raqueta de tenis, una pelota de fútbol, patines en línea, un juego de química, una colección de soldados de juguete y un par de aquellas cosas parecidas a pijamas que llevaban los expertos en kárate.
– Leo -dijo en voz baja-, ¿qué voy a hacer contigo?