«Nada -le habría dicho Fiona con firmeza-. Nada en absoluto. Está bien. Está perfecto. El problema es tuyo.»
Luxford apartó de su mente el diagnóstico de Fiona. Se agachó, rozó con los labios la mejilla de su hijo y apagó la luz de la mesita de noche. Se quedó sentado en la cama hasta que la oscuridad de la habitación se fundió en su vista con la luz del exterior que se filtraba por las cortinas corridas. Cuando pudo ver las formas de los muebles y las líneas de los marcos negros de las fotos clavadas en la pared, salió de la habitación.
Encontró a su mujer en la cocina. Estaba de pie ante la encimera, llenando el molinillo de café. En cuanto el pie de Luxford pisó las losas del suelo, conectó el molinillo.
Luxford esperó, Fiona vertió agua en una máquina expreso. La enchufó. Introdujo el café recién molido en el filtro, lo aplastó como si fuera tabaco y conectó el aparato. Una luz ambar se encendió del aparato empezó a zumbar, Ella no se movió, a la espera de que saliera el café, de espaldas a su marido.
Luxford reconoció los signos. Comprendía los mensajes no verbalizados que una mujer comunicaba mediante la sencilla estrategia de mostrar a un hombre la nuca en lugar de la cara, pero aun así se acercó a ella. Apoyó las manos en sus hombros y apartó su pelo a un lado. Besó su cuello. Tal vez, pensó, podrían fingir.
– Eso te va a desvelar -murmuró.
– Ya me va bien. Esta noche no tengo la menor intención de dormir.
No añadió «contigo», pero Luxford no necesitaba las palabras para conocer su estado de ánimo. Lo notaba en la resistencia de sus músculos bajo los dedos. Dejó caer las manos.
Fiona fue a buscar una taza y la colocó bajo una de las dos espitas del aparato. Un hilo de café expreso empezó a manar del filtro.
– Fiona. -Esperó a que le mirara. No lo hizo. Estaba concentrada en el café-. Lo siento. No quería disgustarle. No quería que las cosas llegaran tan lejos.
– Entonces, ¿qué querías?
– Quería que habláramos. Intenté hablar con él cuando comimos el viernes, pero no llegamos a ningún sitio. Pensé que si lo intentaba, estando los tres juntos, solucionaríamos el problema sin que Leo montara una escena.
– Y no puedes soportarlo, ¿verdad?
Fiona sacó un cartón de leche de la nevera. Vertió una medida meticulosa en una jarrita de acero inoxidable. Volvió a la cafetera v dejó la jarra sobre la encimera.
– Dios nos libre de que un niño de ocho anos monte una escena, ¿verdad, Dennis?
Realizó un ajuste en un lado del aparato y comenzó a calentar la leche. Giró la jarra con furia. El aire caliente siseó. La leche espumeó.
– Eso no es justo. No es tarea fácil aconsejar a un niño que considera todo intento de entablar una conversación como una invitación a la histeria.
– No es un histérico.
Fiona dejó la jarra de leche sobre la encimera.
– Fiona.
– No lo es.
Luxford se preguntó cómo lo llamaría su mujer: cinco minutos de comentarios cuidadosamente preparados sobre las ventajas del Colegio Masculino Baverstock habían provocado que Leo se disolviera en lágrimas como si fuera un terrón de azúcar y su padre el agua caliente. Lágrimas como heraldo de los sollozos. Sollozos que dieron paso a aullidos. Aullidos como precursores del pataleo sobre el suelo y los puñetazos a los almohadones del sofá. ¿Qué era histeria, sino aquella enloquecedora reacción ante la adversidad, tan propia de Leo?
Baverstock se la quitaría, y ése era el principal motivo de que Luxford estuviera decidido a arrancar a Leo del ambiente en que Fiona le tenía envuelto como en un capullo, para catapultarle hacia un mundo más duro. Tarde o temprano, tendría que hacer frente a ese mundo. ¿Qué beneficios le reportaba al niño continuar evitando lo que tanto necesitaba para su formación?
Luxford había elegido el momento perfecto para hablar del tema. Los tres juntitos, la feliz familia reunida en el comedor para compartir la cena. Había el plato favorito de Leo, pollo tikka, que el niño había devorado con fruición mientras charlaba acerca de un documental de la BBC sobre lirones, del cual, al parecer, ha- bía tomado extensas notas.
– ¿Crees que podríamos construirles un hábitat en el jardín, mamá? -preguntó-. Suelen preferir los edificios antiguos, desvanes y los espacios encajados entre paredes, pero son muy bonitos, y creo que si les construyéramos un hábitat apropiado, en uno o dos años…
Entonces, Luxford decidió que había llegado el momento de clarificar de una vez por todas dónde residiría Leo en esos uno o dos años de los que estaba hablando.
– No sabía que te interesaran las ciencias naturales -dijo-. ¿Has pensado en estudiar veterinaria?
La boca de Leo formó la palabra «veterinaria». Fiona miró a Luxford, que decidió hacer caso omiso de la crítica contenida en su expresión. Continuó.
– La veterinaria es una carrera estupenda, pero requiere cierta experiencia previa con animales. Y vas a tener esa experiencia en cantidades industriales. De hecho, estarás muy por encima de los demás aspirantes cuando estés listo para ir a la universidad. Lo que más te gustará de Baverstock es lo que ellos llaman la granja modelo. ¿Te lo había dicho? -No dio a Leo oportunidad de contestar-. Te lo voy a contar.
Y empezó su monólogo, un himno a las glorias del cuidado de los animales. De hecho, sabía poca cosa de la granja modelo del colegio, pero lo que no sabía lo embelleció sin el menor rubor: atardeceres soleados en las colinas surcados por la brisa, los placeres de ayudar a parir ovejas, los retos de las vacas, criar el ganado, castrar sementales. Lirones no, por supuesto, al menos auténticos no. Pero en los edificios anexos, los establos, tal vez en los desvanes de los dormitorios, cabía la posibilidad de encontrar algún otro animalito curioso.
– La granja modelo -concluyó- es una de las sociedades, no una asignatura oficial, pero gracias a ella tendrás la suerte de convivir con animales, que a la larga puede conducirte a una carrera para toda la vida.
Cuando había empezado a hablar, la mirada de Leo se había desviado de la cara de su padre al borde de su vaso de leche. La fijó allí y el resto de su cuerpo adquirió una inmovilidad ominosa, excepto por un pie que golpeaba rítmicamente la pata de la silla, cada vez más fuerte. Como cuando Fiona le presentaba su nuca, la mirada fija de Leo, los pataleos y los silencios eran señales de advertencia, pero también constituían un motivo de irritación para su padre. Maldita sea, pensó. Otros niños iban al internado cada año. Hacían su baúl, metían comida en su fiambrera, seleccionaban un recuerdo favorito del hogar y partían. Tal vez sentían cosquillas en el estómago, pero mostraban valentía en la cara. Convencidos de que sus padres sabían qué era mejor para ellos y, sobre todo, sin exhibiciones histriónicas. A lo cual conducía, como bien sabía Luxford, aquellos golpecitos en la silla, tan inevitablemente como la puesta de sol anuncia la noche.
Probó la capacidad del pensamiento positivo.
– Imagina los nuevos amigos que harás, Leo -dijo.
– Tengo amigos -contesto Leo a su vaso de leche, con aquel irritante acento de moda que imitaba el ingles norteamericano. Por suerte, la escuela privada pronto acabaría también con aquello.
– Piensa en las sólidas amistades que vas a entablar. Durarán toda tu vida. ¿Te he dicho ya a cuántos de mis ex compañeros veo cada año? ¿Te he dicho hasta qué punto se preocupan mutuamente de sus respectivas carreras, y la influencia que ejercen?
– Mama no fue a la escuela privada. Mama se quedo en casa fue a la escuela pública. Mamá siguió una carrera.
– Por supuesto, y estupenda, pero…
Dios, no estaría pensando el crío en convertirse en modelo como su madre,;verdad? La danza como profesión ya era bastante horrible, pero ¿la moda? ¿La moda? Recorrer una pasarela con la pelvis echada hacia adelante, un codo proyectado hacia fuera, una camisa desabotonada y meneando las caderas, todo el cuerpo una invitación implícita a ser contemplado como objeto. Era una idea impensable. Leo estaba tan preparado para aquella clase de vida como él para irse a la luna. Pero si insistía… Luxford se esforzó por controlar su colérica imaginación.