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Luxford la miró fijamente. Ella le devolvió la mirada. Luxford se preguntó qué leía en su cara y si adivinaba la tensión de su cuerpo y la velocidad con que la sangre fluía hacia sus extremidades. De su expresión sólo dedujo que le estaba escudriñando.

– Supongo que, gracias a tus lecturas, sabrás que algunas cosas no pueden anularse.

– ¿Las preferencias sexuales? Claro que no. 0 si anulan, sólo es por cierto tiempo. Pero ¿y la otra? Puede anularse definitivamente.

– ¿Qué otra?

– El artista. El alma del artista. Haces todo lo que puedes por destruir a Leo. Empiezo a preguntarme cuándo perdiste la tuya.

Fiona salió de la cocina. Luxford oyó que sus sandalias de piel pisaban silenciosamente el suelo de madera. Iba en dirección a la sala de estar. Desde la ventana de la cocina vio encenderse una luz en aquella ala de la casa. Mientras miraba, Fiona se acercó a la ventana y corrió la cortina.

Luxford desvió la vista, pero al hacerlo se encontró cara a cara con sus sueños irrealizados. Ganarse la vida con la literatura era lo que había deseado, dejar su huella en el mundo de las letras, convertirse en un Pepys' del siglo xx. Sabía manejar las palabras y las ideas eran instintivas. Pero su matrimonio le había adormecido. La semana pasada David St. James le había presentado como «el mejor escritor que he conocido». ¿A qué le había conducido el matrimonio?

Le había conducido a ser realista, a llevar comida a casa, a construir un techo sobre su cabeza. También le había conducido al exquisito placer de detener el poder, pero eso era secundario. Lo principal había sido madurar. Como todo el mundo hacía, como todo el mundo debía, incluido Leo.

Luxford decidió que Fiona y él aún no habían concluido la conversación. Si insistía en jugar a la psicoanalista, no se negaría a examinar sus motivos en lo tocante a su hijo. Un escrutinio decente aclararía su comportamiento hacia Leo. Un período de estudio también arrojaría luz sobre el hecho de que se interpusiera entre los deseos de Leo y la sabiduría de su padre.

Fue en su busca, preparado para otra confrontación verbal. Oyó la televisión. Vio la oscuridad cambiante y las imágenes luminosas que parpadeaban en la pared. Aminoró el paso. Su decisión de aclarar las cosas con su mujer vaciló. Debía estar más disgustada de lo que él suponía. Fiona nunca encendía el televisor, a menos que quisiera calmar su mente agitada.

Se acercó a la puerta. Vio a Fiona ovillada en un rincón del sofá, abrazando una almohada sobre el estómago para consolarse. Cuando la vio, sus ansias de lucha se disiparon aún más. Y desaparecieron por completo cuando ella habló sin mirarle. -No quiero que vaya. No le hagas esto, querido. No es justo.

Luxford advirtió que el telediario de la noche ya había empezado. La cara del presentador dio paso a una vista aérea de la campiña. La pantalla mostró un río dividido en dos partes por puentes, campos parcelados, coches aparcados en un estrecho camino.

– Los chicos son moldeables -dijo a su mujer. Se acercó al sofá y se quedó detrás. Tocó su hombro-. Es natural que quieras retenerlo, Fi. Lo que no es natural es ceder al impulso cuando lo mejor para él es que tenga nuevas experiencias.

– Es demasiado joven para nuevas experiencias.

– Le irá bien.

– ¿Y si no?

– ¿Por qué no tomarnos las cosas tal como vengan? -Tengo miedo por él.

– Porque eres su madre. -Luxford cambió de posición, se sentó a su lado, apartó la almohada y la estrechó entre sus brazos. Besó su boca, que sabía a canela-. ¿No podemos formar un frente unido, al menos hasta ver cómo va?

– A veces pienso que intentas destruir todo lo que tiene de especial.

– Si es especial y real, no podrá ser destruido.

Ella volvió la cabeza para mirarle.

– ¿De veras lo crees?

– Todo lo que fui sigue vivo en mí -dijo Luxford, indiferente a si decía la verdad o mentía, sólo para acabar de una vez con la rencilla-. Todo lo que sea especial seguirá vivo en Leo, si es fuerte y real.

– Los niños de ocho años no tendrían que pasar por pruebas tan duras.

– Hay que poner a prueba su temple. Si es fuerte, resistirá. -¿Por eso quieres que padezca esta experiencia? ¿Para poner a prueba su determinación de ser quien es?

Luxford la miró a los ojos y mintió sin el menor remordimiento:

– Exactamente por eso.

La atrajo hacia él y dedicó su atención al televisor. En la pantalla apareció una reportera hablando por un micrófono. Una tranquila extensión de agua corría detrás de ella. Desde el aire parecía un río, pero en realidad era:

«… el canal Kennet y Avon -dijo la joven-, donde esta tarde el cadáver de una niña no identificada, de entre seis y diez años de edad, fue descubierto por los señores Esteban Marquedas, una pareja de recién casados que navegaban en barca desde Reading hasta Bath. Aunque las circunstancias de la muerte parecen sospechosas, aún no se ha decidido si debe calificarse como asesinato, suicidio o accidente. Fuentes de la policía han revelado que el DIC local se ha personado en el lugar de los hechos, y en este momento se está utilizando el Ordenador Nacional de Policía para intentar establecer la identidad de la niña. Se solicita a todas las personas que puedan aportar alguna información que telefoneen a la policía de Amesford.»

El número de teléfono salió impreso en la parte inferior de la pantalla y la joven concluyó dando su nombre y las siglas de su cadena, tras lo cual se volvió y miró hacia el canal con una expresión de solemnidad que debió considerar apropiada para la ocasión.

Fiona le estaba diciendo algo, pero Luxford no oyó sus palabras. En cambio, estaba oyendo la voz de un hombre que decía «La mataré, Luxford, si no publicas la historia», que se imponía a la voz de Eve diciendo «Moriré antes que ceder a tus deseos», apagada a su vez por su voz interior, que repetía los hechos que acababa de escuchar en el telediario.

Se puso en pie con brusquedad. Fiona le llamó por su nombre. Luxford sacudió la cabeza y trató de inventar una explicación.

– Maldita sea -fue lo único que se le ocurrió-. Olvidé informar a Rodney sobre la reunión de mañana.

Fue en busca del teléfono más alejado de la sala de estar y de Fiona.

14

Eran las cinco de la tarde siguiente cuando el inspector Thomas Lynley fue informado sobre el cadáver del canal. Acababa de regresar a Scotland Yard, tras finalizar una nueva entrevista con los fiscales de la Corona. Nunca le gustaba investigar asesinatos de personas famosas, y el caso que los fiscales estaban preparando para el juicio, el de un jugador de la selección nacional de críquet muerto por asfixia, le había colocado en primera plana más a menudo de lo que prefería. Sin embargo, el interés de los medios de comunicación se iba enfriando a medida que el caso empezaba a ser encauzado hacia el sistema judicial. Era improbable que el interés volviera a despertarse hasta que se celebrara el juicio. En consecuencia, tenía la impresión de estar quitándose de encima un peso que le había agobiado durante semanas.

Había ido a su despacho para poner un poco de orden. Durante la última investigación, su caos había adquirido proporciones gigantescas. Además de los informes, notas, transcripciones de entrevistas, documentación relativa al lugar de los hechos y la colección de periódicos que se habían integrado en el método utilizado para llevar el caso, la sala de incidencias había sido desmantelada poco después de la detención de la culpable, y le habían entregado toda una colección de planos, gráficas, horarios, hojas impresas por ordenador, grabaciones telefónicas, expedientes y otros datos para que los separara, ordenara y enviara a los departamentos correspondientes. Estaba decidido a terminar antes de marcharse.