Sin embargo, al llegar a su despacho descubrió que alguien había decidido ayudarle en aquella hercúlea empresa. Su sargento detective, Barbara Havers, estaba sentada con las piernas cruzadas ante una pila de carpetas, con un cigarrillo colgando de los labios. Examinaba con los ojos entornados a causa del humo un informe grapado que descansaba abierto sobre su regazo.
– ¿Cómo va a hacerlo, señor? -preguntó sin alzar la vista-. Llevo trabajando una hora, y sea cual sea su método, carece de sentido para mí. Éste es mi primer cigarrillo, por cierto. Tenía que hacer algo para calmar mis nervios. Bien, déme una pista. ¿Cuál es su método? ¿Hay pilas que guardar, pilas que enviar y pilas que tirar? ¿Qué?
– De momento sólo pilas -dijo Lynley. Se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de su silla-. Pensé que iba a marcharse a casa. ¿No tenía que ir a Greenford?
– Sí, pero llegaré cuando llegue. No hay prisa, ya sabe.
En efecto. La madre de la sargento estaba internada en Greenford, una residencia privada cuya propietaria cuidaba a ancianos, enfermos y, como en el caso de la madre de Havers, personas con trastornos mentales. Havers peregrinaba a verla con tanta frecuencia como le permitía su irregular horario de trabajo, pero por lo que Lynley había conseguido deducir a partir de seis meses de comentarios lacónicos de Havers acerca de sus visitas, siempre era un enigma si su madre la reconocería.
Dio una profunda calada al cigarrillo antes de aplastarlo contra el costado de la papelera metálica, en deferencia a los deseos tácitos de Lynley, y lo arrojó dentro. Gateó entre un mar de carpetas y cogió su abultado bolso de lona. Rebuscó en su interior y extrajo una variedad de pertenencias, de entre las cuales seleccionó un paquete aplastado de chicle Juicy Fruit. Desenvolvió dos barras y se las llevó a la boca.
– ¿Cómo dejó que degenerara hasta tales extremos?
Hizo un gesto que abarcó el despacho y se apoyó contra la pared. Balanceó el talón izquierdo sobre la punta del pie derecho y admiró sus zapatos. Llevaba bambas rojas altas hasta el tobillo. En combinación con sus pantalones azul marino, eran toda una declaración sobre la moda.
– «La anarquía en estado puro se ha desatado sobre el mundo» -dijo Lynley en respuesta a su pregunta.
– Más bien parece que se ha desatado sobre este despacho -contestó Havers.
– Supongo que las cosas se me fueron de la mano -continuó Lynley, y añadió con una sonrisa-: Pero al menos no se desmadraron. Lo cual significa, supongo, que el centro resistirá.
El rostro de Havers se contrajo (cejas arrugadas, boca fruncida, barbilla elevada hacia la nariz), mientras analizaba las palabras en busca de su significado.
– ¿Qué cómo dónde y cuándo, señor?
– Poesía. -Se acercó a su despacho e inspeccionó con aire lúgubre el montón de carpetas de papel manda, libros, planos, v documentos que lo invadían-, «Las cosas se desmoronan / el centro no puede resistir / la anarquía en estado puro se ha desatado sobre el mundo.» Es parte de un poema.
– Ah, un poema maravilloso. ¿Le he dicho alguna vez cuánto agradezco sus esfuerzos por elevar mi conciencia cultural? ¿Era Shakespeare?
– Yeats.
– Incluso mejor. Me gusta que mis alusiones literarias sean oscuras. Volvamos al tema que nos ocupa. ¿Qué vamos a hacer con todo esto?
– Rezar para que se declare un incendio.
Un discreto carraspeo atrajo la atención de los dos hacia la puerta del despacho. En ella se erguía una visión ataviada con un traje cruzado de un rosa subido, con un cuello de seda crema cuyos encajes caían en cascada desde la garganta. Un camafeo antiguo descansaba en el centro de los encajes. Todo cuanto necesitaba la secretaria del superintendente para completar el conjunto era un sombrero de ala ancha, y sería un miembro de la nobleza, a punto de partir hacia Ascot.
– Qué pena da esto, inspector Lynley, -Dorothea Harriman meneó la cabeza con melancolía al contemplar el estado del despacho-. Debe aspirar a un ascenso. Sólo el superintendente Webberly podría superar este desastre. Aunque podría conseguirlo con menos material.
– ¿Te importa echar una mano, Dee? -preguntó Havers desde el suelo.
Harriman levantó una, con las uñas manicuradas a la perfección.
– Otros deberes me llaman, sargento detective. A ustedes también. Sir David Hillier quiere verles.
Havers se golpeó la cabeza contra la pared.
– El pelotón de fusilamiento -gruñó.
– Ha tenido peores ideas -dijo Lynley.
Sir David Hillier acababa de ser ascendido a subcomisionado. Las últimas dos trifulcas de Lynley con Hillier habían recorrido el camino incierto que separa la insubordinación de la guerra abierta. El motivo por el que Hillier les llamaba ahora no debía de ser agradable.
– El superintendente Webberly está con él -añadió Harriman, tal vez para darles ánimo-. Sé de muy buena tinta que han pasado la última hora a puerta cerrada con el más VIP de todos los VIPs: sir Richard Hepton. Vino a pie y se fue a pie. ¿Qué os parece?
– Como el Ministerio del Interior está a cinco minutos a pie de aquí, no me parece nada -dijo Lynley-. ¿Por qué?
– ¿El ministro del Interior, presentarse en Scotland Yard y encerrarse con sir David durante una hora?
– Ha de ser masoquista -sugirió Havers.
– A mitad de la reunión, llamaron al superintendente Webberly y hablaron con él durante media hora más. Después, sir Richard se marchó. Y luego, sir David y el superintendente Webberly me pidieron que viniera a buscarles. Están esperando. Arriba.
Arriba significaba en el nuevo despacho del subcomisionado sir David Hillier, al cual se había trasladado a la velocidad de la luz en cuanto su ascenso fue oficial. Gozaba de una vista deprimente de la estación de Battersea Power, y sus paredes aún no estaban adornadas con la plétora de fotografías que documentaban la carrera triunfal de Hillier, aunque ya estaban colocadas sobre el suelo, como si alguien estuviera decidiendo la disposición más halagadora. En el centro había una ampliación de sir David en el momento de ser nombrado caballero. Estaba arrodillado, con las manos enlazadas ante él y la cabeza gacha. Nunca había parecido más humilde.
Aquella tarde, el hombre vestía un traje gris hecho a medida que hacía juego con su mata de pelo. Estaba sentado detrás de su escritorio, del tamaño aproximado de un campo de fútbol, con las manos enlazadas sobre un secante forrado de piel, de tal forma que su anillo de sello destellaba a las luces del techo. Al lado del secante, colocado en el ángulo preciso, había una libreta amarilla cubierta con la letra florida de la que proyectaba confianza en sí mismo.
El superintendente Webberly (superior inmediato de Lynley) estaba sentado incómodamente en el borde de una silla de diseño ultramoderno, de las que gustaban a Hillier. Sostenía un puro envuelto y le daba vueltas entre el índice y el pulgar. Parecía un oso, con su traje de tweed de puños gastados.
– El cuerpo de una niña fue encontrado anoche en Wiltshire -dijo Hillier a Lynley sin más preámbulos-. Diez años. Era la hija de la subsecretaria de Interior. El primer ministro quiere que el Yard se ocupe de la investigación. El ministro del Interior también. Yo he sugerido que fuera usted.
Las sospechas de Lynley se despertaron de inmediato. Hillier nunca le recomendaba para un caso, a menos que guardara algo desagradable en la manga. Observó que Havers también experimentaba recelos, porque le dirigió una veloz mirada, como si vigilara su reacción. Al parecer, Hillier se dio cuenta de sus dudas, porque continuó con las siguientes palabras:
– Sé que ha habido mala sangre entre nosotros desde hace dieciocho meses, inspector, pero la culpa ha sido de los dos.
Lynley levantó la vista, dispuesto a cuestionar aquel «los dos». Hillier también pareció darse cuenta.