– Barbara Havers acaba de telefonearme.
Bajó con torpeza hasta la cocina. Deborah le siguió. Tenía la cara del color de la harina que manchaba su camiseta. St. James y ella se colocaron al lado de Helen, al otro lado de la mesa y enfrente de Lynley.
– Lo siento -dijo St. James en voz baja-. No quería que terminara así. Supongo que ya lo sabes.
– Entonces, ¿por qué no hiciste algo para impedirlo?
– Lo intenté.
– ¿Qué intentaste?
– Hablar con los dos, la madre y el padre. Hacerles entrar en razón. Convencerles de que llamaran a la policía.
– Pero no rechazaste el encargo, para obligarles a actuar de otro modo. Eso no lo intentaste.
– Al principio no. No lo hice. He de admitirlo. Ninguno de nosotros lo rechazamos al principio.
– ¿Ninguno de…?
Lynley desvió la vista hacia Deborah. Retorcía entre sus manos la parte inferior de la camiseta. Parecía muy desdichada. Comprendió lo que las palabras de St. James le habían dicho, lo cual agravaba su pecado cien mil veces.
– ¿Deborah? -dijo-. ¿Deborah intervino en este desastre? Santo Dios, ¿os habéis vuelto locos todos? Con un esfuerzo, puedo comprender que Helen interviniera, porque al menos tiene una mínima experiencia gracias a trabajar contigo. Pero ¿Deborah? ¿Deborah? Vale tanto para enredarse en la investigación de un secuestro como el perro de la familia.
– Tommy -dijo Helen.
– ¿Quién más? -preguntó Lynley-. ¿Quién más participó? ¿Qué me dices de Cotter? ¿El también? ¿O sólo bastó con vosotros tres, cretinos, para acabar con la vida de Charlotte Bowen?
– Tommy, ya has hablado bastante -dijo St. James.
– No, y dudo que alguna vez acabe. Los tres sois responsables, y me gustaría que vierais exactamente de qué sois responsables.
Abrió la carpeta que había traído del coche.
– Aquí no -dijo St. James.
– ¿No? ¿Es mejor no ver el desenlace de la situación? -Lynley arrojó una fotografía sobre la mesa. Aterrizó justo delante de Deborah-. Echad un vistazo. Tal vez prefiráis memorizarla, por si decidís matar a más niños.
Deborah se llevó el puño a la boca, pero no fue suficiente para ahogar su grito. St. James la apartó con rudeza de la mesa.
– Fuera de aquí, Tommy -dijo.
– No será tan fácil.
– ¡Tommy!
Helen extendió una mano hacia él.
– Quiero saber lo que sabes -dijo Lynley a St. James-. Quiero hasta la última pizca de información que tengas. Quiero todos los detalles, y que Dios te ayude, Simon, si te olvidas de incluir un solo dato.
St. James había abrazado a su mujer.
– Ahora no -dijo lentamente-. Hablo en serio. Vete.
– No me iré hasta obtener lo que he venido a buscar.
– Creo que ya lo tienes -replicó St. James.
– Díselo -dijo Deborah, con la boca apretada contra el hombro de su marido-. Por favor, Simon. Díselo. Por favor.
Lynley vio que St. James sopesaba con cuidado las alternativas.
– Llévate a Deborah arriba -dijo por fin a Helen.
– Que se quede aquí -dijo Lynley.
– Helen -dijo St. James.
Pasó un segundo antes de que Helen decidiera.
– Ven conmigo, Deborah -dijo-. ¿Vas a detenernos? -preguntó a Lynley-. Eres lo bastante mayor para hacerlo, y la verdad, me pregunto si la idea de pegar a dos mujeres te detendrá. Pareces decidido a todo.
Pasó junto a él, con el brazo sobre los hombros de Deborah. Subieron por la escalera y cerraron la puerta a sus espaldas.
St. James estaba mirando la fotografía. Lynley vio que un músculo se agitaba sin control en su mandíbula. A lo lejos, oyó ladrar a la perra y el grito de Cotter. Por fin, St. James levantó la vista.
– Esto ha sido imperdonable -dijo.
Si bien Lynley sabía a qué se refería St. James, eligió a propósito malinterpretar sus palabras.
– Estoy de acuerdo -replicó-. Ha sido imperdonable. Ahora, cuéntame lo que sabes.
Se observaron unos instantes, separados por la mesa. Transcurrió un largo momento durante el cual Lynley se preguntó si su amigo iba a proporcionarle la información o a vengarse con su silencio. Pasó medio minuto, y St. James empezó a hablar.
Contó toda la historia sin levantar la vista. Refirió a Lyney todo lo sucedido durante cada día transcurrido desde la desaparición de Charlotte Bowen. Relató los hechos. Enumeró las evidencias. Explicó los pasos que había dado y el porqué. Identifico a los actores y analizó a cada uno. Cuando hubo terminado, con la vista clavada en la fotografía, dijo:
– No hay nada más. Ahora puedes irte, Tommy.
Lynley comprendió que había llegado el momento de ceder.
– Simon…
Pero St. James le interrumpió.
– Vete -dijo.
Lynley lo hizo.
La puerta del estudio, antes abierta, estaba cerrada, y Lynley adivinó que Helen había conducido a Deborah a la habitación. Entró sin llamar.
Deborah estaba sentada en la otomana, con los brazos cruzados sobre el estómago y los hombros hundidos. Helen se había sentado delante de ella, en el sofá. Sostenía una copa en la mano.
– Toma un poco más, Deborah -estaba diciendo.
– Creo que va he bebido suficiente -contestó Deborah.
Lynley pronunció el nombre de Helen. En respuesta, el cuerpo de Deborah giró en dirección contraria a la puerta. Helen dejó la copa sobre la mesita auxiliar, rozó la rodilla de Deborah y se acercó a Lynley. Señaló hacia el corredor y cerró la puerta a su espalda.
– Perdí los estribos -dijo Lynley-. Lo siento.
Helen le dedicó una pálida sonrisa.
– No, no lo sientes, pero espero que estés satisfecho. -Maldita sea, Helen. Escúchame.
– Dime una cosa. Antes de marcharte, ¿deseas desollarnos por alguna otra cosa? Porque lamentaría mucho verte marchar sin haber satisfecho todos tus deseos de castigar, humillar y pontificar.
– No tienes derecho a indignarte, Helen.
– Al igual que tú no tenías derecho a sentenciar.
– Alguien ha muerto.
– No es culpa nuestra. Y me niego, Tommv, me niego a agachar la cabeza, postrarme de hinojos y suplicar tu pacato perdón. No he hecho nada malo. Ni Simon. Ni Deborah.
– Aparte de mentir.
– ¿Mentir?
– Podrías haberme dicho la verdad el miércoles por la noche, Yo pregunté y tú mentiste.
Helen se llevó las manos al cuello. A la tenue luz del pasillo, dio la impresión de que sus ojos adquirían un tono aún más oscuro.
– Dios mío -dijo-. Eres un maldito fariseo. No puedo creer,… -Su mano se cerró en puño-. Esto no tiene nada que ver con Charlotte Bowen, ¿verdad? Has venido aquí y vomitado basura como una cañería de cloaca por mí. Porque decidí ocultarte algo. Porque no te dije algo que, de entrada, no tenías derecho a saber.
– ¿Te has vuelto loca? Una niña ha muerto… muerto, Helen, y creo que te das cuenta de lo que eso significa. ¿A qué viene hablarme de derechos? Nadie tiene derechos cuando una vida está en peligro, salvo la persona que lo corre.
– Excepto tú. Excepto Tomas Lynley. Excepto el exquisito lord Asherton. A eso te refieres, a tus sacrosantos derechos, y en este caso concreto al derecho a saber. Pero no a saber sobre Charlotte, porque la niña sólo es el síntoma, no la enfermedad.
– No conviertas esto en un reflejo de nosotros.
– No necesito convertirlo. Lo veo con toda claridad.
– ¿De veras? Entonces entérate del resto. Si me hubieras informado, la niña tal vez estaría viva y en su casa. Habría salido bien librada del secuestro y no habría terminado flotando en un canal.
– ¿Sólo porque yo te hubiera dicho la verdad?
– Habría sido un estupendo principio.
– No era una alternativa.
– Era la única alternativa que habría podido salvar su vida. -¿Sí? -Helen retrocedió y le miró con una expresión que Lynley sólo pudo interpretar corno compasiva-. Esto va a sorprenderte, Tommy, y casi detesto ser yo quien te informe, considerando que te va a sentar como un tiro: no eres omnipotente y, pese a tu propensión a interpretar el papel, no eres Dios. Ahora, si me perdonas, me gustaría ver si Deborah se encuentra bien.