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Luxford sabía que su escena de indignación no había convencido ni a Mitch Corsico ni a Rodney Aronson. Durante todos los años que había dirigido el Globe y luego el Source, nunca había puesto obstáculos a un reportaje que prometía tanto como el hecho de que la diputada Bowen no hubiera denunciado a la policía el secuestro de su hija. Se prestaba para torpedear la línea de flotación de los tories. Tendría que sentirse entusiasmado por las agradables oportunidades que la historia presentaba. Tendría que estar ansioso por convertir el secretismo de Evelyn en una acusación, inteligente y sentenciosa, contra todo el partido tory, con su recuperación de los valores británicos básicos, uno de los cuales debía ser sin duda la familia. Y cuando la familia estaba amenazada de la forma más odiosa, mediante el secuestro de una niña, una sobresaliente figura tory no había acudido a las autoridades competentes para que buscaran a la criatura. Era una oportunidad de oro para retratar una vez más a los tories como los hipócritas que eran. Pero no sólo no había cazado al vuelo aquella oportunidad, sino que había hecho lo imposible por perderla.

Luxford sabía que, a lo sumo, sólo había ganado un poco de tiempo. Que Corsico hubiera obtenido la partida de nacimiento con tal rapidez, que hubiera forjado un plan sensato para excavar en el pasado de Evelyn, reveló a Luxford la imposibilidad de seguir ocultando el secreto del nacimiento de Charlotte, ahora que había muerto. Mitchell Corsico poseía el tipo de iniciativa que él, Luxford, había esgrimido en otro tiempo. El instinto del muchacho para despejar de obstáculos el camino de la verdad era asombroso, y su habilidad para engatusar a la gente con el fin de que le contara aquella verdad era loable. Luxford podía obstaculizar sus progresos a base de imponerle restricciones, sembrando conjeturas sobre el ministro del Interior y New Scotland Yard, y ordenando al muchacho que las verificara. Pero lo que no podía hacer era despedirle para detener sus progresos. Sólo serviría para que cogiera sus notas, su Filofax y su olfato para las noticias, y se ofreciera a la competencia, el Globe casi seguro. Y el Globe carecía de las razones de Luxford para abortar un reportaje que desnudaría la verdad.

Charlotte. Dios, pensó Luxford, nunca la había visto. Sólo había visto las fotos propagandísticas, cuando Evelyn se presentó al Parlamento, la candidata posando en su hogar con su devota y sonriente familia al lado. Y nada más. Incluso entonces se había limitado a dedicarles la mirada desdeñosa que reservaba para todos los candidatos que se presentaban a unas elecciones generales. En realidad no había mirado a la niña, no se había tomado la molestia de examinarla. Era de él, y lo único que sabía de ella era su nombre. Y ahora, que había muerto.

El domingo por la noche había telefoneado a Marylebone desde su dormitorio. Cuando oyó la voz de Evelyn, habló con tono tenso.

– Pon el telediario, Evelyn. Han encontrado un cadáver. -Dios mío -contestó ella-. Eres un monstruo. No te detendrás ante nada con tal de doblegar mi voluntad, ¿verdad?

– No! Escúchame. Ha sido en Wiltshire. Una niña muerta. No saben quién es. Piden información. Evelyn…

Ella había colgado. No habían hablado desde entonces.

Una parte de él decía que Evelyn merecía lo peor. Merecía una reprimenda en público. Merecía que salieran a la luz todos los detalles sobre la génesis de Charlotee, su vida, su desaparición y su muerte, para que sus conciudadanos la juzgaran. Y merecía, como resultado, perder su cargo. No obstante, otra parte de él se negaba a participar en su defenestración, porque quería creer que, fueran cuales fuesen sus pecados, los había pagado en su totalidad con la muerte de su hija.

No la había amado aquellos días en Blackpool más de lo que ella le había amado a él. Su experiencia común no había sido otra cosa que una relación corporal, su concupiscencia sobrealimentada por el hecho de que eran polos opuestos. No tenían nada en común, excepto su habilidad para debatir sus puntos de vista opuestos y su deseo de resultar vencedores en cada polémica en que se enzarzaban. Ella tenía una mente ágil y una gran confianza en sí misma. El, un espadachín de la palabra, no la había intimidado en lo más mínimo. Sus disputas solían concluir en tablas, pero él estaba acostumbrado a diezmar a sus enemigos por completo, y al no lograr rendirla con palabras había buscado otros medios. Era lo bastante joven y estúpido para creer todavía que la sumisión de una mujer en la cama era una declaración de supremacía masculina. Cuando hubo terminado con ella, henchido de orgullo por lo que había obtenido y cómo, esperaba ojos radiantes, una sonrisa adormilada, seguido de una delicada y femenina rendición, tras la cual ella le permitiría reinar.

El hecho de que ella no se hubiera rendido en absoluto después de la seducción, el que hubiera actuado como si no hubiera pasado nada entre ellos, el que su ingenio estuviera, si cabe, más aguzado que nunca, sólo sirvió para enfurecerle y desearla aún más. Una vez en la cama, había pensado, no existía simetría ni igualdad entre ellos. En la cama, había pensado, la conquista sería suya. Los hombres dominan, creía, y las mujeres se sometían. Pero Evelyn no. Nada de lo que hizo ni nada de lo que juró que sentiría había socavado su serenidad. El coito sólo fue otro campo de batalla para ambos, en que el arma era el placer en lugar de las palabras.

Lo peor fue que ella supo en todo momento sus intenciones. Y cuando se corrió por última vez, la última marrana, a toda prisa porque los dos tenían que coger trenes y cumplir objetivos, ella levantó la cabeza de Luxford, mojada aún de sus fluidos, y dijo:

– No me siento rebajada, Dennis. De ninguna manera. Ni si quiera por esto.

Se sintió avergonzado de que una vida inocente hubiera nacido de aquella cópula carente de amor. Tal indiferencia sintió por las consecuencias de haberla sojuzgado de la única manera posible, que no se había molestado en tomar ninguna precaución, ni se había preocupado de que ella las hubiera tomado. Ni siquiera había pensado en lo que estaban haciendo en términos de crear una vida. Sólo lo había considerado un paso que debía darse para demostrar a Evelyn, y sobre todo a sí mismo, quién ostentaba la supremacía.

No había querido a su hija. Había calmado los escasos remordimientos de conciencia «haciéndose cargo del asunto», de forma que nunca se sintiera afectado por ninguna de las dos. Por lo tanto, no debería sentir nada ahora, aparte de amargura y estupefacción por la obstinación de Evelyn, que había costado una vida humana.

Pero la verdad era que sentía mucho más que amargura y estupefacción. Se sentía atenazado por la culpabilidad, la rabia, la angustia y el remordimiento. Porque si bien era responsable de la vida de una niña que nunca había intentado ver, sabía muy bien que también era responsable de la muerte de una niña que nunca llegaría a conocer. Nada podría cambiar aquella realidad. Nada.

Acercó el teclado del ordenador hacia él, como atontado. Accedió a la historia que habría salvado la vida de Charlotee. Leyó la primera línea: «Cuando tenía treinta y seis años, dejé a una mujer embarazada.» En el silencio de su despacho -interrumpido por los ruidos que procedían del periódico para el que le habían contratado con el fin de resucitarlo de la nada-, recitó la conclusión de la sórdida historia: «Cuando tenía cuarenta y siete, maté a mi hija.»

16

Cuando Lynley llegó a Devonshire Place Mews, comprobó que Hillier ya había complacido las exigencias del ministro del Interior y dispuesto una operación eficaz. Se habían colocado vallas a la entrada de los callejones. Estaban custodiadas por un agente de policía, mientras que otro vigilaba la puerta principal de la casa de Eve Bowen.