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Pasaría un siglo antes de que consiguiera escapar del caos, y su estómago exigía ya atenciones inmediatas.

Sabía que tendría que haberse preparado y engullido algo antes de marchar. No obstante, en aquel momento la perspectiva de una cena apresurada no le había parecido tan importante como embutir algunas mudas y un cepillo de dientes en su bolsa de viaje, así como pasar por Greenford antes del trayecto a Wiltshire, con el propósito de comunicar a su madre la gran noticia. «Estoy al frente de una rama de la investigación, mamá. ¿Qué te parece?» Estar al frente de algo más significativo que ir a buscar bocadillos para Lynley significaba un gran acontecimiento en la vida de Barbara. Tenía ganas de compartirlo con alguien.

Primero probó con los vecinos. Camino de su diminuto alojamiento al final del jardín de Eton Villas, se había detenido en la planta baja del edificio eduardiano para comunicar la noticia, pero ni Khalidah Hadiyyah (quien, a sus ocho años, era la compañera más frecuente de Barbara en barbacoas al aire libre, visitas al zoo y paseos en barca hasta Greenwich), ni su padre, Taymullah Azhar, estaban presentes para reaccionar con el debido embeleso ante la mejora de sus circunstancias profesionales. Había empacado sus pantalones, jerséis, ropa interior y cepillo de dientes, y se había dirigido hacia Greenford para contárselo a su madre.

Había encontrado a la señora Havers, junto con sus compañeros de Hawthorne Lodge, en el hueco que hacía las veces de comedor. Estaban congregados alrededor de la mesa con Florence Magentry (su cuidadora, enfermera, confidente, directora de actividades y amable carcelera), que les estaba ayudando a montar un rompecabezas tridimensional. Barbara vio que sería una mansión victoriana cuando estuviera terminado. En aquel momento parecía una reliquia de los bombardeos nazis.

– Es un gran desafío para todas nosotras -explicó la señora Flo, mientras se atusaba su cabello gris-. Movemos nuestros dedos alrededor de las piezas, y nuestras mentes establecen relaciones entre las formas que vemos, las que palpamos y las que necesitamos para montar el rompecabezas. Cuando esté terminado contemplaremos un maravilloso edificio, ¿verdad, queridas?

Hubo murmullos de asentimiento de las tres mujeres sentadas alrededor de la mesa, incluso de la señora Pendlehury, que estaba completamente ciega y cuya contribución a la actividad parecía consistir en mecerse en su silla y cantar a coro con Tammy Wynette, empeñada en ordenar que diera apoyo a su hombre desde el viejo estéreo de la señora Magentry. Sostenía una pieza del rompecabezas en la palma, pero en lugar de palpar su forma con los dedos, lo apretaba contra su mejilla y cantaba: «A veces es difícil ser mujer…»

Muy cierto, pensó Barbara. Cogió la silla que la señora Flo había dejado libre, al lado de su madre.

La señora Havers se había lanzado a la actividad con entusiasmo. Estaba intentando montar una pared de la mansión, y mientras tanto explicaba a la señora Salkild y la señora Pendlebury que la mansión en construcción era exactamente igual a una en que se había alojado durante su viaje a San Francisco el otoño anterior.

– Es una ciudad muy bonita -recitó-. Colinas arriba y colinas abajo, preciosos tranvías que trepan, gaviotas que vuelan en la bahía. Y el puente del Golden Gate, con la niebla que remolinea alrededor como azúcar hilado blanco… Una visión inolvidable.

Nunca había estado allí, pero en su mente había viajado a todas partes, y tenía media docena de álbumes llenos de folletos de viajes, de los que recortaba religiosamente fotos para demostrarlo.

_Mamá -dijo Barbara-, he venido a verte. Voy a Wiltshire. Me han asignado un caso.

– Salisbury está en Wiltshire -anunció la señora Havers-. Tiene una catedral. Me casé allí con mi Jimmy, ¿no lo sabías? ¿Te lo había dicho? Claro, la catedral no es victoriana como esta encantadora casa…

Extendió la mano hacia otra pieza con un veloz movimiento, como huyendo de Barbara.

– Mamá, quería verte porque es la primera vez que me asignan un caso. El inspector Lynley se ocupa de una rama en Londres, pero a mí me ha dado la otra. Estoy al frente.

– La catedral de Salisbury tiene una grácil aguja -continuó la señora Havers con tono más insistente-. Mide ciento treinta y cinco metros de altura. Imagina, la más alta de Inglaterra. La catedral en sí es única, porque fue planificada como una unidad y construida en cuarenta años. Pero la auténtica gloria del edificio…

Barbara cogió la mano de su madre. La señora Havers dejó de hablar, confusa y perpleja por aquel gesto inesperado.

– Mamá -dijo Barbara-, me han asignado un caso. ¿Me has oído? He de irme esta noche y pasaré unos días fuera.

– El mayor tesoro de la catedral es una de las tres copias originales de la Carta Magna -siguió la señora Havers-. Imagínate. La última vez que Jimmy y yo fuimos, aquel año celebrábamos nuestro trigésimo sexto aniversario, paseamos por los alrededores de la catedral y tomamos el té en un saloncito de Exeter Street. El local no era victoriano, como este maravilloso rompecabezas que estamos haciendo. Este rompecabezas es de una mansión de San Francisco. Es idéntica a la que estuve en el pasado otoño. San Francisco es muy bonito. Colinas arriba y colinas abajo. Preciosos tranvías. Y el puente del Golden Gate cuando la niebla desciende…

Soltó la mano de Barbara y colocó una pieza en su sitio.

Barbara la observó y vio que su madre la estaba examinando por el rabillo del ojo. Intentaba encontrar en el desorden de su mente un nombre o una etiqueta que colocar a aquella mujer algo rechoncha y desaliñada que se había sentado a su lado. A veces confundía a Barbara con Doris, su hermana muerta durante la Segunda Guerra Mundial. Otras veces la reconocía como su hija. En otras, como ésta, daba la impresión de creer que si seguía hablando, de alguna manera podría evitar la inevitable admisión de que no tenía la menor idea de quién era Barbara.

– No vengo con suficiente asiduidad, ¿verdad? -preguntó Barbara a la señora Flo-. Antes me conocía. Cuando vivíamos juntas, siempre me conocía.

La señora Flo lanzó una risita.

– La mente es un misterio, Barbie. No debes culparte por algo que escapa a tu control.

– Pero si viniera más a menudo… A usted siempre la conoce, ¿verdad? Y a la señora Salkild. y a la señora Pendlebury. Porque la ve cada día.

– Te resulta imposible verla cada día, y no es por tu culpa. No es culpa de nadie. La vida es así. Cuando decidiste ser detective, no sabías que tu mamá se pondría así, ¿verdad? No lo hiciste para huir de ella, ¿no? Sólo seguiste tu vocación.

Pero se había alegrado de quitarse de encima el peso de su madre, admitió Barbara mentalmente. Y esa alegría era su segunda fuente de culpabilidad. La primera era el lapso de tiempo que transcurría entre cada visita a Greenford. -Haces lo que puedes -dijo la señora Flo.

La verdad era que Barbara sabía que no.

Ahora, emparedada entre una caravana en forma de caracol y un camión diesel en la autovía, pensó en su madre y en que sus expectativas no se habían cumplido. ¿Qué esperaba que hiciera su madre cuando le anunciara la noticia? «Voy a dirigir una parte de la investigación, mamá.» «Maravilloso, querida. Descorcha el champán.»

Barbara registró su bolso en busca de los cigarrillos, con un ojo puesto en la carretera. Encendió el pitillo, dio una calada y celebró en soledad el pensamiento gratificante de estar relativamente al mando de su propia investigación. Trabajaría con el DIC local, por supuesto, pero sólo respondería ante Lynley. Como él estaba atado a las faldas de Hillier en Londres, la parte más sabrosa del caso le correspondería a ella: el lugar de los hechos, la evaluación de las evidencias, los resultados de la autopsia, la búsqueda del lugar donde habían retenido a la niña, el peinado de la campiña en busca de pruebas. Y la identidad del secuestrador. Estaba decidida a descubrirla, adelantándose a Lynley. Tenía ventaja sobre él, sería el golpe maestro de su carrera. Hora de ascender, habría dicho Nkata. Muy bien, pensó. Estaba radiante.