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– Lo siento -dijo Barbara mientras Payne se secaba la cara. Echó un vistazo a su pecho. Bonito, lo bastante hirsuto para resultar atractivo sin recordar antepasados simiescos-. Le vi en mi coche y reaccioné sin vacilar.

– Es lo que se llama una buena preparación -dijo Payne. Volvió a meterse los faldones de la camisa dentro de los pantalones-. Demuestra su experiencia. -Le dedicó una tímida sonrisa-. Y la poca que tengo yo. Lo cual explica por qué está usted en Scotland Yard y yo no. ¿Cuántos años tiene? Esperaba a alguien de unos cincuenta años, la edad de mi sargento.

– Treinta y tres.

– iUau! Debe de ser muy buena.

Considerando su errática carrera en Scotland Yard, «muy buena» no era la expresión que Barbara habría elegido para describirse. Sólo había llegado a considerarse pasable después de trabajar treinta meses con Lynley.

Payne cogió el jersey y lo sacudió un poco para quitarle el polvo del aparcamiento. Se lo puso por la cabeza se mesó el pelo una vez más.

– Bien -dijo-. El botiquín ha de estar por ahí… -Rebuscó en un estante abarrotado que corría por debajo de la única ventana de la habitación. Un cepillo de dientes con las cerdas rotas cayó al suelo-. Ah. Está aquí.

Payne levantó una caja de hojalata azul cubierta de polvo, de la cual extrajo una tirita que aplicó al corte de la cara. Dedicó una sonrisa a Barbara.

– ¿Cuánto tiempo lleva? -preguntó.

– ¿Dónde?

– En New Scotland Yard.

– Seis años.

El hombre emitió un silbido silencioso.

– Impresionante. ¿Ha dicho que tiene treinta y tres años?

– Exacto.

– ¿Cuándo la nombraron detective?

– Cuando tenía veinticuatro.

El hombre enarcó las cejas. Palmeó los pantalones para sacudir el polvo.

– Yo ascendí hace tres semanas. Cuando terminé el cursillo.

Supongo que ya se habrá dado cuenta, ¿verdad? De que soy un novato, quiero decir. Después de lo que ha pasado en su coche… -Se ciñó el jersey alrededor de los hombros. Barbara advirtió que también eran bonitos-. Veinticuatro -dijo para sí Payne con cierta admiración-. Yo tengo veintinueve. ¿Cree que es demasiado tarde?

– ¿Para qué, exactamente?

– Para aspirar a lo que es usted. Scotland Yard. A la larga, es mi aspiración. -Tocó con el pie un trozo de linóleo suelto-. Cuando esté preparado, quiero decir, cosa que no ocurre en este momento.

Barbara no sabía qué decirle sobre la falta de gloria consustancial a su trabajo.

– ¿Dice que es detective desde hace tres semanas? -preguntó-.

¿Este es su primer caso?

Obtuvo la respuesta cuando el pie se hundió más en el linóleo suelto.

– Al sargento Stanley le ha disgustado un poco que hayan puesto al mando a alguien de Londres. Esperó aquí conmigo hasta las ocho y media, y luego se largó. Dijo que le encontraría en casa si le necesitaba para algo esta noche. -Pillé una caravana -explicó Barbara.

– Yo esperé hasta las nueve y cuarto, y después supuse que habría seguido hasta Amesford, donde está nuestra oficina del DIC. Iba a marcharme para allá, pero entonces llegó usted. La vi merodear alrededor del edificio y pensé que intentaba forzar la puerta.

– ¿Dónde estaba usted? ¿Dentro? Payne se masajeó la nuca y rió. Bajó la cabeza, avergonzado.

– Si quiere que le sea franco, estaba orinando. Detrás de ese cobertizo que hay al otro lado del aparcamiento. Había salido para dirigirme hacia Amesford y decidí que era más fácil orinar en la hierba que volver a entrar. No oí su coche. Qué tontería, ¿verdad? Acompáñeme.

Se encaminó a la parte delantera del edificio y entró en la oficina, amueblada austeramente con un escritorio, archivadores y mapas colgados en las paredes. Un filodendro de hojas polvorientas se erguía en una esquina, y en la maceta sobresalía un letrero escrito a mano que rezaba «No tirar café ni cigarrillos. Es auténtico».

No cabe duda, pensó Barbara con sarcasmo. La planta le recordó con tristeza sus intentos de jardinería interior.

– ¿Por qué nos hemos citado aquí y no en Amesford? -preguntó.

– El sargento Stanley pensó que tal vez querría ver antes el lugar de los hechos -explicó Robin-. Por la mañana, quiero decir. Para orientarse. Está a quince minutos en coche. Amesford está a otros veintisiete kilómetros, hacia el sur.

Barbara sabía lo que significaban otros veintisiete kilómetros en el campo: media hora más de conducir. Habría saludado la perspicacia del sargento Stanley de no ser porque dudaba de sus intenciones.

– Quiero estar presente en la autopsia -dijo con más determinación de la que sentía, considerando sus escasísimos deseos-. ¿Para cuándo está prevista?

– Mañana por la mañana. -Payne cogió de debajo del brazo un pequeño paquete de carpetas que había sacado de su coche-. Tendremos que levantarnos con los pájaros para ir antes al lugar de los hechos. Tenemos algunos informes preliminares, por cierto.

Le tendió las carpetas.

Barbara examinó el material. Consistía en un segundo juego de fotografías del lugar de los hechos, otra copia del informe policial obtenido de la pareja que había descubierto el cadáver, fotografías detalladas tomadas en la funeraria, una meticulosa descripción del cadáver (estatura, peso, marcas de nacimiento, cicatrices, etcétera) y un juego de radiografías. El informe también indicaba que se había extraído sangre para el toxicólogo.

– Nuestro hombre habría procedido a realizar la autopsia- explicó Payne-, pero el Ministerio del Interior le ordenó esperar su llegada.

– ¿El cuerpo no llevaba ropas? -preguntó Barbara-. Supongo que el DIC habrá registrado la zona.

– Nada. El domingo por la noche, la madre nos proporcionó una buena descripción de lo que llevaba la niña cuando alguien la vio por última vez. Hemos pasado la voz, pero aún no hay resultados. La madre dijo… -Se acercó a Barbara y pasó varias páginas del informe, mientras apoyaba el trasero sobre el borde del escritorio. La madre dijo que cuando fue secuestrada llevaba gafas y libros de texto con un emblema de la escuela Santa Bernadette. También llevaba una flauta. Esa información se ha entregado, junto con todo lo demás, a las otras fuerzas. Sabemos esto. -Pasó varias páginas hasta encontrar lo que buscaba-. Sabemos que el cuerpo llevaba en el agua doce horas. También sabemos que antes de la muerte la niña estuvo cerca de maquinaria pesada.

– ¿Por qué?

Payne lo explicó. Habían llegado a la primera conclusión por la presencia de una mosca exánime enredada en el pelo de la niña. Una vez colocada bajo un cristal, la mosca había tardado una hora y cuarto en recuperarse de su inmersión en el agua del canal Kennet y Avon, más o menos el tiempo exacto necesario para que el insecto reviviera después de doce horas de exposición a un medio hostil y líquido. Habían llegado a la segunda conclusión por la presencia de una sustancia extraña bajo las uñas de la niña.

– ¿Qué sustancia? -preguntó Barbara.

Se trataba de un compuesto basado en el petróleo: un destilado de nafteno que contenía ácido esteárico e hidróxido de litio, entre otros ingredientes multisiláhicos.

– Es la materia pegajosa que se utiliza para lubricar maquinaria pesada -dijo Payne.

– ¿Bajo las uñas de Charlotte Bowen?

– Exacto.

Se utilizaba en tractores, segadoras, trilladoras, cosas por el estilo, explicó. Indicó los planos que colgaban de las paredes.

– Tenemos cientos de granjas en el condado, docenas en las inmediaciones, pero lo hemos cuadriculado todo y con la ayuda de fuerzas procedentes de Salisbury, Marlhorough y Swindon las registraremos en busca de pruebas que indiquen la presencia de la niña en alguna. El sargento Stanley se ha encargado de ello. Los equipos empezaron ayer, y si hay suerte… Bien, ¿quién sabe lo que pueden descubrir? De todos modos, supongo que tardarán mucho.