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Payne se mostró tímido camino del lugar de los hechos. Barbara, aliviada, descubrió que también era fumador, así que encendieron cigarrillos y llenaron el Escort de partículas cancerígenas. Al cabo de unos minutos de silenciosa inhalación de nicotina, Payne desvió el coche de Marlborough Road y se internó por una senda más estrecha que corría por detrás de la oficina de correos del pueblo y desembocaba en la campiña.

– Antes trabajaba allí -dijo de repente, y señaló la oficina de correos con la cabeza-. Pensaba que me quedaría atrapado en ella para siempre. Por eso ingresé tan tarde en el DIC. -La miró de reojo, como ansioso por clarificar sus palabras y las preocupaciones que hubieran causado a Barbara. Se apresuró a continuar-. He seguido cursos extra para ponerme al día.

– La primera investigación siempre es la más difícil -dijo Barbara-. La mía lo fue. Supongo que lo hará bien.

– Obtuve cinco sobresalientes -explicó Payne-. Pensé en acceder a la universidad.

– ¿Por qué no lo hizo?

Payne bajó un poco la ventanilla y tiró la ceniza del cigarrillo.

– Por mi madre -dijo-. El asma le va y le viene. Ha tenido algunos ataques bastante graves a lo largo de los años, y pensé que no podía dejarla sola. -Volvió a mirarla de reojo-. Suena como si estuviera atado a sus faldas, supongo.

«No lo creo», pensó Barbara. Pensó en su propia madre (en sus padres, de hecho) y en los años de mujer adulta que había vivido en la casa familiar de Acton, antes y después de la muerte de su padre, prisionera de la mala salud de éste y de la erosión mental de su madre. Nadie podía entender mejor que Barbara lo que significaba vivir prisionera.

– Ahora tiene a Sam -contemporizó-, de modo que su libertad ya se vislumbra en el horizonte, ¿no?

– ¿Se refiere a nuestro «chavalín»? -preguntó con sarcasmo-, Oh, sí. Ya lo creo. Si el matrimonio llega a celebrarse seré libre. Si llega a celebrarse.

Lo dijo como un hombre que ya hubiera estado antes a las puertas de la libertad, sólo para ver sus planes y esperanzas frustrados. Celia, pensó Barbara, quienquiera que fuese, debería poseer la constitución de una optimista congénita.

La senda ascendía sobre un puente que abarcaba el canal de Kennet y Avon.

– Wilcot -dijo Robin para identificar la aldea de casas de tejados de paja que se extendían a lo largo de las orillas del canal, como cuentas deformes de un collar. A continuación, dijo que el lugar de los hechos no estaba demasiado lejos.

Barbara consultó el reloj del salpicadero para ver si sería muy cerca de las cinco cuando llegaran. Eran las cuatro y cincuenta y dos minutos. «Puntuales como un reloj», pensó.

Se adentraron más en la campiña y la carretera se desvió hacia el oeste. Hacia el sur se extendían tierras de labranza, donde el trigo, de un color glauco debido a la proximidad de la aurora, se balanceaba por la brisa que producía el coche. Hacia el norte se alzaban los pastizales, a través de los cuales estiraba el cuello en un galope inmóvil uno de los caballos de yeso blancos de Wiltshire, una presencia espectral que perforaba la oscuridad.

Cuando entraron en la aldea de Allington, el cielo estaba virando del negro al color de las palomas de Trafalgar Square.

– Ya llegamos -dijo Robin.

No obstante, en lugar de conducir directamente hasta el lugar de los hechos, efectuó un circuito completo de la aldea, para enseñar a Barbara los dos accesos desde la carretera principal. Un acceso estaba más al norte y cortaba por Park Fanal y media docena de casas de estuco con tejados rojos. El otro estaba más cerca de Wilcot y el camino por el que habían venido, y dividía en dos secciones casi todo Manor Farm, cuyas casas, establos y edificios anexos se alzaban detrás de muros de ladrillo cubiertos de verdor.

Ambas rutas de acceso convergían en una senda llena de baches, y se internaron por ella, mientras Robin se disculpaba por la suspensión del coche y le explicaba que sólo quedaban tres kilómetros hasta su punto de destino.

Barbara asintió, pero estaba ocupada tomando nota de la zona. Incluso a las cinco de la mañana, había luces en tres casas. No había salido nadie, pero si un vehículo hubiera pasado por allí a la misma hora en un día anterior de la semana, alguien lo habría oído o visto, y sólo estaría esperando la pregunta apropiada para que su memoria se refrescara.

– ¿El DIC ha hablado con cada una de las casas? -preguntó.

– Antes que nada.

Robin cambió a primera, y el coche avanzó con dificultades. Barbara se cogió al tablero.

– Quizá deberíamos hablar con todos otra vez.

– Se podría hacer.

– Puede que se hayan olvidado. Alguien tenía que estar levantado. Ahora hay gente levantada. Si pasó un coche…

Robin silbó entre dientes. Era el sonido de una duda que no se decidía a tomar cuerpo.

– ¿Qué? -preguntó Barbara.

– Lo ha olvidado. Tiraron el cuerpo el domingo por la mañana.

– ¿Y qué?

Payne disminuyó la velocidad para evitar un bache tamaño familiar.

– Usted es de ciudad, ¿no? El domingo es día de descanso en el campo, Barbara. Los campesinos se levantan antes del alba seis días a la semana. El séptimo día hacen lo que Dios sugirió y se levantan más tarde. Quizá a las seis y media, pero ¿a las cinco? Ni por asomo.

– Maldita sea -masculló Barbara.

– No facilita el trabajo -admitió el agente.

Donde la pista se elevaba para encontrarse con un puente, frenó a la izquierda y apagó el motor, que tosió tres veces antes de enmudecer. Salieron al aire de la mañana.

– Por aquí -dijo Robin, y la guió al otro lado del puente, donde una pendiente cubierta de hierba descendía hasta el camino de sirga que corría paralelo al canal.

Crecían cañas en abundancia, al igual que flores silvestres. Moteaban las orillas de color verde oscuro como estrellas de color rosa, blancas y amarillas. Entre las cañas anidaban aves acuáticas, y cuando remontaron el vuelo, sus repentinos graznidos fueron el único sonido que se oyó en kilómetros a la redonda. Al este y oeste del puente había barcas amarradas a lo largo de las orillas del canal, y cuando Barbara se volvió hacia Robin para preguntar por ellas, explicó que no eran residentes permanentes, sólo viajeros. No habían estado en el lugar el día que descubrieron el cuerpo. Mañana ya se habrían marchado.

– Van a Bradford-on-Avon -dijo-. A Bath, a Bristol. Suben y bajan por el canal de mayo a septiembre. Amarran donde pueden para pasar la noche. Gente de ciudad, la gran mayoría. -Sonrió-. Como usted.

– ¿Dónde alquilan las barcas?

Robin sacó los cigarrillos y le ofreció uno. Utilizó una cerilla para encender primero el de ella, y protegió la llama de la brisa con la mano alrededor de la suya. Barbara descubrió que su piel era suave y fría.

– Las alquilan -contestó Robin-. En cualquier punto de un canal cercano a una ciudad hay gente que alquila barcas.

– ¿Por ejemplo?

Robin hizo girar el cigarrillo entre el índice y el pulgar, mientras meditaba la pregunta.

– Hungerford, por ejemplo. Kintbury. Newbury. Devizes. Bradford-on-Avon. Incluso Wootton Cross.

– ¿En Wootton Cross?

– Hay un muelle subiendo por Marlborough Road, donde el canal atraviesa el pueblo. Se alquilan barcas allí.

Barbara entrevió las complejidades del caso. Miró hacia la senda por la que habían llegado a través del humo de su cigarrillo.

– ¿Adónde conduce si se continúa?

Robín siguió la dirección de su mirada e indicó el sudeste con la mano que sostenía el cigarrillo.

– Sigue atravesando los campos -dijo-. Termina en un bosquecillo de sicomoros, a eso de un kilómetro y medio.

– ¿Hay algo allí?

– Sólo árboles. Vallas para delimitar los campos. Nada más. Peinamos el terreno el domingo por la tarde. Podemos echar otro vistazo si quiere, cuando haya un poco más de luz.

En aquel momento, la luz continuaba aumentando de intensidad desde el este, donde un haz gris pálido se estaba adentrando en la oscuridad como dedos extendidos. Sabía que la investigación iba muy retrasada. Habían transcurrido cinco días desde la desaparición de Charlotte Bowen, seis incluyendo el actual. Cuarenta y ocho horas habían pasado desde el descubrimiento del cadáver, y sólo Dios sabía cuántos desde su muerte. Cada vez que un grano de arena caía en la parte inferior de la clepsidra, la pista se enfriaba, los recuerdos de la gente se emborronaban y la posibilidad de concluir con éxito el caso eran más remotas. Barbara lo sabía. Al mismo tiempo, sabía que se sentía impelida a recorrer un terreno ya hollado. «¿Por qué?», se preguntó. Sabía la respuesta. Era su oportunidad de dejar huella (y también la del detective Payne), y estaba dispuesta a lograrlo.