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De todos modos, los pensamientos lamían como pequeñas olas las barreras que había erigido para contenerlos, y el tema central de los pensamientos era la conversación sostenida con Eve. No hablaba con ella desde que le había comunicado su embarazo, tantos años antes, cinco meses exactos después del congreso tory donde se habían conocido, aunque no era del todo exacto, porque la había conocido en la universidad, y la había encontrado atractiva, aunque consideraba repulsivas sus ideas políticas. Cuando la vio en Blackpool entre los peces gordos del Partido Conservador (trajes grises, cabellos grises y, por lo general, caras grises), la atracción había sido la misma, al igual que la repulsión. No obstante, en aquel tiempo eran compañeros de profesión (él llevaba dos años al mando del Globe, y ella era corresponsal política del Daily Telegraph), y tuvieron ocasión, cuando cenaron y bebieron entre sus compañeros, de polemizar acerca del aparente dominio absoluto de los conservadores sobre las riendas del poder. La dialéctica de las mentes condujo a la dialéctica de los cuerpos. No una vez, porque, para una vez, habría excusa, cuando menos. «Achácalo al exceso de bebida y al exceso de calenturas, y olvídalo por favor.» En cambio, la relación se desarrolló febrilmente a lo largo de todo el congreso. El resultado fue Charlotte.

¿En qué estaría pensando?, se preguntó Luxford. Cuando tuvo lugar el congreso ya hacía un año que conocía a Fiona, sabía que tenía la intención de casarse con ella, se había propuesto ganar su confianza y su corazón, por no hablar de su voluptuoso cuerpo, y a la menor oportunidad la había cagado. Pero no del todo, porque Eve no sólo no había querido casarse con él, sino que no había querido ni oír hablar de la idea cuando él se ofreció como un caballero a desposarla, en cuanto supo que estaba embarazada. Eve estaba decidida a triunfar en política. Casarse con Dennis Luxford no entraba en sus planes.

– Dios mío -dijo-. ¿De veras crees que me ataría al Rey de las Sabandijas sólo para que conste el apellido de un hombre en la partida de nacimiento de mi hijo? Debes de estar más loco de lo que sugieren tus ideas políticas.

Y así se habían separado. En los años posteriores, mientras Eve trepaba, Dennis se dijo en ocasiones que ella había logrado algo en que él había fracasado: llevar a cabo una operación quirúrgica en su memoria y amputar el apéndice colgante de su pasado.

No era el caso, como descubrió cuando le telefoneó. La existencia de Charlotte no lo permitía.

– ¿Qué quieres? -preguntó Eve cuando consiguió localizarla por fin en la Cámara de los Comunes-. ¿Por qué me llamas? -Hablaba en voz baja y seria. Se oían voces de fondo.

– He de hablar contigo dijo Luxford.

– La verdad, no me apetece en absoluto.

– Es sobre Charlotte.

Oyó que su respiración se convertía en un siseo, pero su voz no cambió.

– No tiene nada que ver contigo, y lo sabes.

– Evelyn -la apremió-, sé que mi llamada es inesperada. -Y notablemente inoportuna.

– Lo siento. Ya oigo que no estás sola. ¿Puedes conseguir un teléfono privado?

– No tengo la intención…

– He recibido una carta acusadora.

No me sorprende. Pensaba que a estarías acostumbrado a cartas acusadoras.

– Alguien lo sabe.

– ¿Qué?

– Lo nuestro. Lo de Charlotte.

Aquello pareció desconcertarla, al menos momentáneamente. Al principio guardó silencio. Luxford creyó oír que tamborileaba con un dedo sobre el auricular.

– Tonterías -dijo de repente.

– Escucha. Haz el favor de escuchar. -Dennis leyó el breve mensaje. Después de oírlo, ella no dijo nada. Al fondo, un hombre lanzó una risotada-. Dice primogénito. Alguien lo sabe. ¿Se lo has contado a alguien?

– ¿Liberada? ¿Que Charlotte será liberada? -Siguió otro silencio. Luxford casi pudo oír funcionar los engranajes de su mente, mientras Eve calculaba los daños en potencia que podía sufrir su credibilidad y meditaba sobre el alcance del desastre político-. Dame tu número -dijo por fin-. Te llamaré luego.

Cumplió su palabra, pero era una Eve diferente.

– Dennis, maldita sea tu estampa dijo-. ¿Qué has hecho?

Ni llantos, ni terror, ni histeria maternal, ni golpes de pecho, ni rabia. Sólo aquellas ocho palabras. Y el fin de las esperanzas de que alguien se estuviera echando un farol. Nadie se estaba echando un farol sobre nada, al parecer. Charlotte había desaparecido. Alguien la retenía, alguien (o alguien que había contratado a alguien) que sabía la verdad.

Tenía que ocultar aquella verdad a Fiona. Ella se había impuesto la sagrada misión de no ocultarle nada durante sus diez años de matrimonio. No cabía pensar en lo que sería de la confianza mutua si ella descubría el único secreto que él le había escondido. Ya era bastante grave que fuera padre de una hija a la que nunca había visto. Fiona se lo podría perdonar. Pero haber engendrado aquella hija cuando estaba enfrascado en la caza y captura de la propia Fiona, en la pugna por establecer un vínculo con ella… A partir de aquel momento, consideraría todo lo que sucediera entre ellos como una u otra variación de su falsedad. Y la falsedad era algo que ella nunca perdonaría.

Luxford dobló desde Highgate Road. Siguió la curva de Milifield Lane a lo largo de Hampstead Heath, donde pequeñas luces oscilantes que se movían por el sendero contiguo a los estanques le dijeron que los ciclistas aún seguían disfrutando del clima de mayo, pese a la hora y la oscuridad. Aminoró la velocidad cuando el muro de ladrillo que limitaba su propiedad emergió de un seto de ligustro y acebo. Se internó entre las columnas y ascendió por el camino particular hasta la villa que era su hogar desde hacía ocho años.

Fiona estaba en el jardín. Desde lejos, Luxford vio el movimiento de su bata blanca de muselina, recortada contra el fondo negro y esmeralda de los helechos, y fue a su encuentro. Siguió la disposición caprichosa de las losas de piedra. Las suelas de sus zapatos rozaron las ortigas que ya estaban perladas por el rocío nocturno. Si su mujer había oído el ruido del coche, no lo demostró. Caminaba hacia el árbol más grande del jardín, un carpe en forma de paraguas bajo el cual descansaba un banco de madera, colocado al borde del estanque.

Estaba aovillada en el banco cuando él llegó a su lado, con sus interminables piernas de modelo y pies bien formados ocultos bajo los pliegues de su bata. Llevaba el pelo sujeto en la nuca, y lo primero que hizo Luxford, después de besarla con ternura, fue liberarlo para que cayera sobre sus pechos. Sintió por ella lo mismo de siempre, una mezcla de adoración, deseo y asombro por el hecho de que aquella criatura celestial fuera su mujer.

Agradeció la oscuridad, que facilitaba la tarea de aquel primer encuentro. También agradecía que ella hubiera preferido salir, porque el jardín (la joya de la corona de su vida doméstica, como ella lo llamaba) le proporcionaba los medios de distraerla.

– ¿No tienes frío? -preguntó-. ¿Quieres mi chaqueta?

– Hace una noche espléndida -contestó ella-. No soportaba estar dentro. ¿Crees que tendremos un verano horrible si hace un tiempo tan bueno en mayo?

– Suele ser la regla.

Un pez rompió la superficie del estanque y su aleta caudal sacudió un lirio de agua.

– Es una regla injusta -dijo Fiona-. Las primaveras deberían comportar una promesa que el verano cumpliera. -Indicó un grupo de abedules jóvenes que crecían en un hueco, a unos veinte metros de donde estaban sentados-. Los ruiseñores han vuelto este año, y hay una familia de pratícolas que Leo y yo vimos esta tarde. Dimos de comer a las ardillas. Querido, hay que enseñar a Leo que no debe dar de comer en la mano a las ardillas. Se lo he repetido miles de veces. El dice que la rabia no existe en Inglaterra, y se niega a pensar en el peligro en que pone al animal por acostumbrarle demasiado al contacto humano. ¿Se lo volverás a decir?