Le había parecido lo más correcto. Evelyn había expresado sus deseos con claridad. Al haberla designado como parte perjudicada, con lo que prefería considerar una muestra atípica de egocentrismo masculino, se decía que debía esforzarse en obedecer sus deseos. Y era muy fácil complacerlos. Los había expresado con cinco sencillas palabras: «Manténte alejado de nosotras, Dennis.» Lo había hecho con mucho gusto.
Luxford alineó las fotografías sobre el escritorio. Examinó cada una bajo la lupa una segunda, una tercera y una cuarta vez. Se descubrió intrigado por saber si la niña a la que estaba estudiando era amante de la música, si detestaba el bróculi, si se negaba a comer setas, si caminaba con los pies torcidos hacia adentro, si leía libros de cuentos, si iba en bicicleta, si alguna vez se había hecho daño. Sus facciones la delataban como suya, pero su ignorancia sobre ella le obligaba a reconocer que nunca había sido suya. Esa realidad era tan clara aquel día como cuatro meses antes de su nacimiento.
Manténte alejado de nosotras, Dennis.
Muy bien, había pensado.
Su hija estaba muerta. Precisamente porque se había mantenido alejado, tal como le habían ordenado. Si se hubiera negado a seguir el juego, Charlotte nunca habría sido secuestrada. Nadie habría exigido que reconociera su paternidad, porque la información habría sido accesible a todo el mundo, incluida Charlotte.
Luxford tocó la cabeza de la niña en la fotografía y se preguntó qué tacto habría tenido su pelo. No lo pudo imaginar. Con sinceridad, era incapaz de imaginar nada sobre ella.
La inmensidad de su ignorancia le quemaba, así como lo que revelaba esa ignorancia sobre su verdadero valor como hombre.
Luxford dejó la lupa sobre una foto. Apretó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, y a continuación cerró los ojos. Toda su vida había practicado el juego del poder. En aquel momento, sólo deseaba rezar. En algún lugar tenían que existir palabras que mitigaran la…
– Me gustaría hablar contigo un momento, Dennis.
Levantó la cabeza al instante. Instintivamente, bajó los brazos para tapar las fotografías. En la puerta de su despacho estaba la única persona que se habría atrevido a abrir la puerta sin llamar antes o sin pedir a la señorita Wallace que anunciara su llegada al director: el presidente del Source, Peter Ogilvie.
– ¿Puedo…? -dijo, y desvió sus despiadados ojos grises hacia la mesa de conferencias. Era una solicitud retórica. Ogilvie iba a entrar en el despacho, tanto si le invitaban como si no.
Luxford se levantó. Ogilvie avanzó. Le precedían, como siempre, sus cejas características, tan pobladas que parecían boas de pluma que reptaran sobre su frente. Los dos hombres se encontraron en el centro de la habitación. Luxford extendió la mano y el presidente encajó en ella un periódico doblado.
– Doscientos veinte mil ejemplares -dijo Ogilvie-. Lo cual significa, por supuesto, doscientos veinte mil más que su tirada diaria, Dennis. Claro que ésa sólo es una de mis preocupaciones.
Ogilvie era un presidente que nunca interfería en la marcha del periódico. Tenía preocupaciones más importantes que la confección diaria del Source, y solía comunicarse con ellos desde el amplio despacho de su casa de Hertfordshire. Era un hombre cuyo interés se centraba casi exclusivamente en las pérdidas y las ganancias.
Aparte de recibir informes sobre una drástica alteración en los beneficios reportados por el periódico, sólo otro acontecimiento podría haber llevado a Ogilvie hasta las oficinas del Source. Que un periódico birlara una noticia a otro era un hecho habitual en el negocio, y Ogilvie (que a veces aparentaba dirigir el negocio desde los tiempos de Charles Dickens) habría sido el primero en admitirlo. Pero que le birlaran un reportaje capaz de ridiculizar a los tories era algo inaceptable para él.
Por ello, Luxford supo qué le había entregado Ogilvie. Era la edición matutina de su periódico anterior, el Globe, y los titulares anunciaban que la diputada Bowen no había llamado a la policía tras conocer el secuestro de su hija.
– La semana pasada nos adelantamos a todos los periódicos de la nación con el reportaje sobre Larnsey y el chapero -dijo Ogilvie-. ¿Nos hemos dormido esta semana?
– No. Teníamos el reportaje, pero yo lo aborté.
La única reacción de Ogilvie se manifestó en sus ojos. Por un instante los entornó apenas, como un músculo cuando sufre un espasmo.
– ¿Es una cuestión de lealtades, Dennis? ¿Te sientes atado todavía al Globe por algún motivo?
– ¿Te apetece un café?
– Prefiero una explicación creíble.
Luxford caminó hacia la mesa de conferencias y tomó asiento. Indicó con la cabeza a Ogilvie que le imitara. No había trabajado para Ogilvie sin aprender que mostrar señales de debilidad en presencia del presidente desataba sus tendencias sádicas.
Ogilvie se acercó a la mesa y cogió una silla.
– Cuéntame.
Luxford lo hizo. Cuando hubo terminado de relatar al presidente su entrevista con Corsico y sus motivos para abortar el reportaje, Ogilvie atacó el punto más controvertido con la típica intuición periodística.
– Habías publicado reportaje antes de ahora sin necesidad de tantas confirmaciones. ¿Qué te lo ha impedido esta vez?
– El cargo de la Bowen en el Ministerio del Interior. Parecía razonable llegar a la conclusión de que se había saltado la policía local para acudir directamente a Scotland Yard. No quería publicar un reportaje acusándola de inacción, sólo para terminar escaldado cuando algún jerifalte del Yard saltara en su defensa, agitando su agenda y clamando que la mujer estaba con él a los diez minutos de enterarse del secuestro.
– Cosa que no ha pasado -señaló Ogilvie- después de la publicación del reportaje en el Globe.
– Sólo se me ocurre que alguien del Yard confirmó la historia al Globe. Dije a mi hombre que hiciera lo mismo. Si lo hubiera logrado antes de las diez de la noche, habría publicado el reportaje. No lo consiguió. Y yo me abstuve. No hay más que decir.
– Hay algo más -le contradijo Ogilvie.
Luxford se puso en guardia pero usó la silla, se reclinó en ella y enlazó los dedos sobre el estómago para demostrar su serenidad al presidente. No pidió explicaciones a Ogilvie sobre su última frase. Se limitó a esperar a que continuara.
– Hicimos un buen trabajo con Larnsey -reconoció Ogilvie-. Y lo hicimos sin tantas confirmaciones. ¿Estoy en lo cierto?
Era absurdo mentir, puesto que una conversación con Sarah Happleworth o Rodney Aronson bastaría para descubrir la verdad.
– Sí.
– Entonces explícame esto y tranquiliza mi mente. Dime que la siguiente vez que tengamos a estos tories cogidos por las pelotas, sabrás cómo apretar. No permitirás que el Mirror, el Globe, el Sun o el Mail lo hagan por ti. No te echarás atrás por falta de confirmación de tres, trece o tres docenas de jodidas fuentes. -La voz de Ogilvie se elevó en las cuatro últimas palabras.
– Peter -dijo Luxford-, sabes tan bien como yo que el caso de Larnsey era diferente del de Bowen. En el suyo no hacían falta demasiadas confirmaciones. No había lugar a dudas. Le pillaron en el coche con la bragueta bajada y la polla en la boca de un crío de dieciséis años. En el caso de Bowen, sólo contamos con una única declaración del Ministerio del Interior, y todo lo demás oscila entre insinuaciones, habladurías y fantasías puras y duras. Cuando tenga datos reales, los verás impresos en la primera página. Hasta entonces… -Devolvió la silla a su posición anterior y miró de frente al presidente-. Si tienes algún problema con mi forma de dirigir el periódico, ve pensando en buscarte otro director.