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– Bien -dijo Luxford.

– Sí, ya lo creo.

Rodney bajó el muslo del escritorio. Se encaminó hacia la puerta, pero allí se detuvo. Se tiró de la barba.

– Den -dijo-. Coño, acabo de darme cuenta de algo. No sé por qué no lo pensé antes. Tú eres el hombre que andamos buscando, ¿verdad?

Luxford sintió un escalofrío desde los tobillos hasta la garganta. No pronunció palabra.

– Tú puedes ayudarnos, ayudar a Mitch, mejor dicho.

– ¿Yo? ¿Cómo?

– Con respecto al congreso tory. Olvidé mencionarlo. Me dejé caer por el Globe y eché un vistazo a sus microfilmes después de hablar con Mitch.

– ¿Sí? ¿Y qué?

– Venga, Den. No te hagas el tonto. El congreso tory de Blackpool. ¿No te dice nada?

– ¿Debería?

– Eso espero. -Los dientes de Rodney destellaron como los de un tiburón-. ¿No te acuerdas? Tú estuviste allí. Escribías editoriales para el Globe.

– Estuve -dijo Luxford. No era una pregunta, sino una afirmación.

– Sí, ya lo creo. Mitch querrá hablar contigo. ¿Por qué no te dedicas a pensar con calma y tranquilidad quién pudo tirarse a la Bowen?

Le guiñó el ojo y salió del despacho.

Barbara se secó el sudor frío de la frente con el borde del jersey. Se incorporó de su posición arrodillada. Más disgustada que nunca consigo misma, tiró de la cadena del retrete y contempló el impresentable contenido de su estómago, que remolineó hasta perderse en la nada. Imprimió a su cuerpo una vigorosa sacudida mental y se ordenó actuar como la responsable de una investigación por asesinato, en lugar de una adolescente gimoteante.

«Autopsia -se dijo con rudeza-. ¿Qué es? El simple examen de un cuerpo, que se lleva a cabo para determinar la causa de la muerte. Es un paso necesario en una investigación por asesinato. Es una operación realizada por profesionales en busca de cualquier proceso sospechoso que pudiera haber contribuido al cese definitivo de las funciones vitales. En suma, es un paso crítico en la búsqueda de un asesino. Sí, de acuerdo, es el destripamiento de un ser humano, pero también una búsqueda de la verdad.»

Barbara conocía bien todos esos hechos. ¿Por qué, entonces, había sido incapaz de mantener la distancia con la autopsia de Charlotte Bowen?, se preguntó.

La autopsia se había practicado en el hospital de San Marcos de Amesford, una reliquia de la era eduardiana construida al estilo de un chateau francés. El patólogo había trabajado con rapidez y eficacia, pero pese a la atmósfera profesional que reinaba en la sala, la incisión torácico-abdominal inicial en el cuerpo había provocado que las manos de Barbara sudaran de una manera ominosa. Supo al instante que tenía un problema.

El cuerpo de Charlotte Bowen, tendido sobre la mesa de acero inoxidable, apenas presentaba señales, salvo por un morado alrededor de la boca, unas marcas rojizas de quemaduras en las mejillas y la barbilla, y un corte en la rodilla. De hecho, la niña parecía más dormida que muerta. Por eso se le antojó una violación de su inocencia el corte efectuado en la piel perlífera de su pecho. Pero el patólogo cortó y recitó sus descubrimientos con voz inexpresiva a un micrófono que colgaba sobre su cabeza. Apartó sus costillas como si fueran ramas delgadas de un arbolito, y extrajo los órganos para investigarlos. Cuando hubo extraído la vejiga urinaria y enviado su contenido para analizarlo, Barbara supo que no iba a soportar lo que se avecinaba: la incisión en el cuero cabelludo de la niña, la separación de su piel para dejar al descubierto el diminuto cráneo, y el zumbido de la sierra eléctrica cuando cortara el hueso con el fin de exponer el cerebro.

«¿Es todo esto necesario? -quiso protestar-. Mierda, ya sabemos cómo murió.»

Pero no era así, en realidad. Podían barajar especulaciones basadas en el estado del cuerpo y el lugar en que lo habían encontrado, pero las respuestas exactas que necesitaban sólo las proporcionaría aquel acto esencial de mutilación científica.

Barbara sabía que el sargento Reg Stanley la estaba vigilando. Desde el lugar en que se había situado, cerca de la balanza donde se pesaba cada órgano por separado, el hombre acechaba cada expresión que cruzaba por su cara. Esperaba a que huyera de la sala cubriéndose la boca con la mano. Si lo hacía, podría resoplar «Mujeres» con desdén. Barbara no quería concederle la oportunidad de rebajarla ante los hombres con quienes debería trabajar en Wiltshire, pero sabía que sólo le quedaban dos alternativas: humillarse vomitando en el suelo, o salir con la esperanza de encontrar un lavabo antes de vomitar en el pasillo.

No obstante, después de reflexionar (con el estómago cada vez más revuelto, la garganta cada vez más tensa y la sala dando vueltas ante sus ojos) comprendió que había una tercera alternativa.

Consultó su reloj con énfasis, fingió darse cuenta de que había olvidado algo, pasó las páginas de su libreta para subrayar el hecho y comunicó sus intenciones a Stanley, imitando una llamada telefónica con una mano en la oreja, mientras sus labios decían «He de llamar a Londres». El sargento asintió, pero su sonrisa cáustica informó a Barbara de que no le había convencido. «Que te den por el culo», pensó.

Ahora, en el lavabo de señoras, se enjuagó la boca. Le quemaba la garganta. Formó una copa con las manos y bebió con avidez. Se mojó la cara, la secó con la fláccida toalla azul enrollada en un dispensador de forma muy poco aséptica, y se apoyó contra la pared gris de donde colgaba.

No se sintió mucho mejor. El estómago se había vaciado, pero su corazón seguía repleto. Su mente decía: «Concéntrate en los hechos.» Su espíritu contraatacaba: «Sólo era una niña.»

Barbara resbaló hasta el suelo y apoyó la cabeza sobre las rodillas. Esperó a que su estómago se calmara y los escalofríos remitieran.

La niña era tan menuda. Un metro y veintitrés centímetros, menos de veinticinco kilos de peso. Con muñecas que un solo dedo de adulto podría abarcar. Con extremidades cuya definición procedía no de músculos, sino de huesos de pajarillo. Con unos hombros finos y caídos, y el pubis carente por completo de vello.

Tan fácil de matar.

Pero ¿cómo? Su cuerpo no mostraba señales de lucha, ninguna indicación de traumatismos. No emanaba olor a almendras, ajo ni aceite de gaultería. No había monóxido de carbono en la sangre, ni cianosis en la cara, labios u orejas.

Barbara deslizó el brazo por debajo de la rodilla y consultó la hora. Ya habrían terminado. Tendrían alguna respuesta. Mareada o no, tenía que estar presente cuando el patólogo hiciera el informe preliminar. La reprobación que había visto en los ojos del sargento Stanley había sido suficiente para informarla de que no podía confiar en recibir de él la información pertinente.

Se incorporó con esfuerzo. Se acercó al espejo colgado sobre el lavabo. No tenía nada para darse color, de manera que debería confiar en sus limitados poderes psíquicos para vencer las sospechas del sargento Stanley acerca de su repentina desaparición. Bien, no podía evitarlo.

Le encontró en el pasillo, a cinco pasos de distancia del lavabo de señoras. Stanley fingía hallarse ocupado en extraer un chorro más fuerte de agua de una antigua fuente de porcelana. Cuando Barbara se acercó, se enderezó.

– Un trasto inútil -rezongó. Fingió que reparaba en su presencia-. ¿Ya ha hecho sus llamadas? -preguntó, y desvió la vista hacia la puerta del lavabo, como comunicándole su conocimiento de dónde estaban instalados todos y cada uno de los teléfonos públicos de Wiltshire. «Ahí no hay ninguna cabina, señorita», decía su expresión.

– Todas -dijo Barbara, y pasó por su lado en dirección a la sala de autopsias-. Sigamos con lo nuestro.

Reunió fuerzas para enfrentarse a lo que pudiera aguardar detrás de la puerta. Sintió un gran alivio al ver que había calculado bien el tiempo transcurrido. La autopsia había terminado, se habían llevado el cuerpo, y la única prueba que quedaba del procedimiento era la mesa de acero inoxidable sobre la cual se había practicado. Un técnico la estaba lavando con una manguera. Agua ensangrentada corría sobre el acero y se vertía por los agujeros y canales de los lados.