Cuando Lynley sacó su tarjeta de identificación y la sostuvo a la altura de los ojos de Harvie, el diputado no dejó de correr. Tampoco pareció preocupado por la visita de la policía.
– ¿Le han dejado entrar? -se limitó a decir-. ¿Qué coño ha pasado con la privacidad en esta casa? -Hablaba con la inconfundible voz pastosa de un ex alumno de Wickham-. Aún no he terminado. Tendrá que esperar siete minutos. Por cierto, ¿quién le dijo dónde encontrarme?
Harvie tenía el aspecto de un hombre que se sentiría muy complacido de despedir a la menuda secretaria que había proporcionado la información a Lynley, nerviosa al ver su identificación.
– Sus horarios no constituyen ningún secreto, señor Harvie -dijo Lynley-. Me gustaría hablar con usted, por favor.
Harvie no reaccionó al oír a un policía que hablaba con la misma voz cultivada de un colegio privado.
– Ya se lo he dicho -contestó-. Cuando haya terminado.
Se llevó la muñeca derecha, protegida por una cinta absorbente, al labio superior.
– Temo que no dispongo de tiempo. ¿Quiere que le interrogue aquí?
– He olvidado pagar una multa de aparcamiento?
– Tal vez, pero eso no entra dentro de la jurisdicción del DIC.
– ¿El DIC? -Harvie no disminuyó la velocidad. Habló entre inspiraciones reguladas con cuidado-: ¿Investigación criminal de qué?
– El secuestro y muerte de la hija de Eve Bowen, Charlotte. ¿Hablamos aquí, o prefiere que la conversación tenga lugar en otro sitio?
Los ojos de Harvie abandonaron por fin su reflejo y se clavaron en los de Lynley. Le miraron dudosos un instante, mientras un hombre de piernas torcidas, con un estómago demasiado prominente, subía a la cinta de andar contigua y empezaba a manipular los controles. Se puso en acción. Su usuario lanzó un grito y empezó a correr.
– Sin duda -dijo Lynley, en voz lo bastante alta para que le oyera el corredor de al lado-, se habrá enterado de que la niña fue encontrada muerta el domingo por la noche, señor Harvie. En Wiltshire. A una distancia no muy grande de su casa de Salisbury, según creo. -Apretó las manos contra los bolsillos de la chaqueta, como si buscara una libreta en la que apuntar la declaración de Aistair Harvie-. Lo que Scotland Yard quiere saber… -agregó con el mismo tono.
– De acuerdo -le interrumpió Harvie. Ajustó el mando de la cinta y su velocidad disminuyó. Cuando se detuvo, bajó-. Posee la sutileza de un vendedor ambulante victoriano, señor Lynley. -Cogió una toalla blanca que había sobre la barandilla de la cinta-. Voy a ducharme y cambiarme -dijo mientras se frotaba los brazos-. Puede acompañarme, si quiere masajearme la espalda, o puede esperar en la biblioteca. Como prefiera.
Lynley descubrió que la biblioteca era un eufemismo para designar el bar, aunque hacía honor a su nombre gracias al despliegue de periódicos y revistas que había sobre una mesa de caoba, situada en el centro de la sala, y dos paredes ocupadas por estantes, cuyos volúmenes encuadernados en piel daban la impresión de no haber sido abiertos en todo el siglo. Unos ocho minutos después, Harvie se acercó sin prisas a la mesa de Lynley. Se detuvo para intercambiar unas palabras con un octogenario que estaba haciendo un solitario con una rapidez desaforada. Después, paró en una mesa ocupada por unos jóvenes vestidos con trajes a rayas que examinaban el Financial Times y tecleaban en un ordenador portátil.
– Pellegrino y lima, George -dijo Harvie al camarero después de impartir sabiduría a los lechuguinos-. Sin hielo, por favor.
Por fin, se reunió con Lynley.
Se había puesto su conjunto de parlamentario. En el mejor estilo de la escuela privada, llevaba un traje azul marino lo bastante deshilachado para sugerir que un antiguo criado de la familia lo había utilizado antes que él. Lynley observó que su camisa combinaba con sus ojos azules penetrantes. Acercó una silla a la mesa y, una vez sentado, se desabrochó la chaqueta y tocó el nudo de la corbata con los dedos, que luego recorrieron el resto de la prenda.
– Tal vez pueda decirme a qué viene su interés en entrevistarme acerca de este asunto -dijo Harvie. En el centro de la mesa había un cuenco de frutos secos. Cogió cinco anacardos y los depositó en la palma de su mano-. Una vez sepa para qué ha venido, estaré más que dispuesto a contestar sus preguntas.
Harvie se llevó un anacardo a la boca. Agitó los otros en su mano.
«Responderás a mis preguntas tanto si te gusta como si no», pensó Lynley.
– Puede llamar a su abogado, si lo considera necesario -dijo.
– Eso me llevaría un poco de tiempo, y acaba de decir que no tiene mucho. No juguemos al gato y el ratón, inspector Lynley. Usted es un hombre ocupado, y yo también. De hecho tengo una reunión de comité dentro de veinticinco minutos. Le concedo diez. Sugiero que los administre con prudencia.
El camarero trajo la botella de Pellegrino y llenó un vaso. Harvie asintió con la cabeza en señal de agradecimiento, pasó un corte de lima por el borde del vaso y luego lo introdujo dentro del agua. Se llevó otro anacardo a la boca y lo masticó lentamente, mientras observaba a Lynley como si le animara a replicar.
Era absurdo enfrascarse en un duelo verbal, sobre todo en una situación en que su adversario llevaba ventaja por su vocación de ganar a toda costa.
– Usted se ha opuesto abiertamente a la construcción de una nueva cárcel en Wiltshire -dijo.
– En efecto. Puede que proporcione unos cuantos centenares de puestos de trabajo a mi distrito electoral, pero al coste de destruir cientos de hectáreas más de la llanura de Salisbury, dejando aparte el que algunos especímenes humanos de lo más indeseable invadan el condado. Mis electores se oponen con buenos motivos. Yo soy su voz.
– Tengo entendido que esto le pone en contra del Ministerio del Interior. Y de Eve Bowen en particular.
Harvie hizo rodar los restantes anacardos en su palma.
– No estará insinuando que planeé el secuestro de su hija por eso, ¿verdad? Sería una maniobra muy poco eficaz para trasladar el emplazamiento de la cárcel a otro sitio.
– Me interesa explorar toda su relación con la señora Bowen.
– No tengo la menor relación con ella.
– La conoció en Blackpool hace unos once años.
– ¿De veras?
Harvie pareció perplejo, aunque Lynley se encontraba más que dispuesto a considerar aquella perplejidad como una demostración de la habilidad de los políticos para el disimulo.
– Fue en un congreso tory. Ella trabajaba como corresponsal político del Telegraph. Le entrevistó.
– No me acuerdo. He concedido cientos de entrevistas en la última década. Es casi imposible que recuerde alguna con detalle.
– Tal vez el desenlace refresque su memoria. Intentó acostarse con ella.
– ¿De veras?
Harvie cogió el vaso y probó el agua. Parecía más intrigado que ofendido por la revelación de Lynley. Se inclinó hacia la mesa y rebuscó entre los frutos secos hasta encontrar más anacardos.
– No me sorprende -dijo-. No sería la primera reportera con la que habría querido acostarme después de la entrevista. ¿Lo hicimos, por cierto?
– Según la señora Bowen, no. Ella le rechazó.
– ¿De veras? No es mi tipo. Tal vez tenía más ganas de comprobar su reacción ante la idea de echar un polvo que de tirármela.
– ¿Y si hubiera accedido?
– Nunca he defendido el celibato, inspector.
Desvió la vista hacia el otro lado de la sala, en dirección a un alféizar que encuadraba un banco de terciopelo rojo raído situado bajo una ventana. Por las ventanas se veía un jardín en todo su esplendor, y las flores rojiazules de una glicina caían como uvas contra la ventana.