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Si iba a hablar con Leo de algo, pensó Luxford, no sería de ardillas. La curiosidad por los animales era típica de los niños, gracias a Dios.

Fiona continuó. Luxford se dio cuenta de que hablaba con cautela, lo cual le inquietó de momento, hasta que comprendió a dónde quería llegar su mujer.

– Volvió a hablar de Bwerstock, querido. Parece que se resiste a ir. ¿No te has dado cuenta? Le he explicado que fue tu colegio, y que le gustará ser un ex baverniano como su padre. Dice que no, que la idea no le atrae, y que da igual, porque ni el abuelo ni tío Jack son ex bavernianos y no les ha ido nada mal en la vida.

– Ya hemos hablado de esto, Fiona.

– Pues claro, querido. Una y otra vez. Sólo quiero contarte lo que Leo dijo, para que estés preparado por la mañana. Ha dicho que lo hablaría contigo durante el desayuno, de hombre a hombre, siempre que estés levantado antes de que marche al colegio. Le dije que esta noche llegarías tarde. Escucha, querido. Es el ruiseñor. Qué encanto. ¿Has conseguido el artículo, por cierto?

Luxford casi se cayó del banco. Había hablado en voz muy baja. Estaba disfrutando la caricia de su pelo sobre la palma de su mano, tratando de identificar el perfume que llevaba, pensando en la última vez que habían hecho el amor al aire libre, y casi pasó por alto la delicada transición, aquel cambio de conversación tan femenino.

– No -dijo, y dijo la verdad, contento de poder hacerlo-. El chapero sigue escondido. Empezamos a imprimir sin él.

– Es una pena que hayas desperdiciado la noche por nada, supongo.

– Un tercio de mi trabajo consiste en esperar por nada. Otro tercio es decidir qué irá en lugar de nada en la primera plana de mañana. Rodney ha sugerido que dejemos descansar la historia. Tuvimos una discusión al respecto esta tarde.

– Te ha telefoneado esta noche. Tal vez era por eso. Le dije que aún estabas en la oficina. Te telefoneó allí, pero no pudo localizarte. Tu línea privada no contestaba. Fue a eso de las ocho y media. Supuse que habías salido a comer algo.

– Pues así fue. ¿A las ocho v media?

– Eso dijo.

– Creo que fui a comer un bocadillo más o menos a esa hora.

Luxford se removió en el banco. Se sentía pegajoso e incómodo. Nunca había mentido a su mujer, aparte de aquella lejana mentira sobre el insoportable aburrimiento del fatídico congreso tory en Blackpool. Y por entonces Fiona no era su mujer, ¿verdad? Suspiró y sacó un guijarro de debajo de su cuerpo. Utilizó el pulgar para arrojarlo al estanque. Vio que la superficie del agua se agitaba cuando el pez se precipitó hacia el punto con la esperanza de capturar un gusano.

– Deberíamos marcharnos de vacaciones -dijo-. Al sur de Francia. Alquilar un coche y recorrer Provenza. Alquilar una casa durante un mes. ¿Qué te parece? ¿Este verano?

Fiona rió quedamente. Luxford sintió su mano fría en la nuca. Los dedos se hundieron en su cabello.

¿Cuándo te has ausentado un mes del periódico? Te morirías de aburrimiento al cabo de una semana, por no hablar de los tormentos que te causaría pensar en Rodney Aronson lamiendo los zapatos a todo el mundo, desde el presidente a las mujeres de la limpieza. Quiere conseguir tu puesto, ya sabes.

«Sí pensó Luxford, ésa es la intención de Rodney Aronson.» Controlaba cada movimiento y decisión de Luxford desde que había llegado al Source, a la espera del error que podría comunicar al presidente para asegurar su futuro. Si la existencia de Charlotte Bowen podía considerarse ese único error… Pero no había ninguna posibilidad de que Rodney supiera lo de Charlotte. Absolutamente ninguna.

– Estás muy callado observó Fiona.

– ¿Te sientes cansado?

– Sólo pensaba.

– ¿En qué?

– En la última vez que hicimos el amor en el jardín. No me acuerdo cuándo fue. Sólo recuerdo que llovía.

– En septiembre pasado.

Luxford la miró.

– ¿Te acuerdas?

Allí, junto a los abedules, donde la hierba está más crecida. Tomamos vino y queso. Pusimos música dentro de casa. Sacamos aquella manta vieja del maletero de tu coche.

– ¿De veras?

– Sí.

Fiona tenía un aspecto maravilloso a la luz de la luna. Parecía la obra de arte que era. Sus labios gruesos eran sugerentes, su garganta un arco que suplicaba sus besos, su cuerpo escultural una tentación sin palabras.

– Esa manta sigue en el maletero dijo Luxford.

Los labios gruesos se curvaron.

– Pues ve a buscarla- dijo Fiona.

3

Eve Bowen, subsecretaria de Estado para el Ministerio del Interior y parlamentaria por Marylebone desde hacía seis años, vivía en Devonshire Place Mews, una calle londinense adoquinada en forma de gancho, flanqueada por antiguos establos y garajes reconvertidos en viviendas desde hacía mucho tiempo. Su casa se alzaba en el extremo noreste de la calle, un impresionante edificio de doble extensión que los demás, que consistía en tres plantas de pizarra, madera blanca y ladrillo, con una terraza en el tejado de la que colgaban festones de hiedra.

St. James había hablado con la diputada antes de abandonar Chelsea. Luxford había hecho una llamada.

He encontrado a alguien, Evelyn se limitó a decir. Has de hablar con él.

Tendió el teléfono a St. James sin esperar respuesta. La conversación de St. James con la parlamentaria había sido breve. Iría a verla de inmediato. Le acompañaría un ayudante. ¿Deseaba la subsecretaria informarle de algo antes de su llegada?

La respuesta de la mujer había sido una brusca pregunta,

– ¿De qué conoce a Luxford?

– A través de mi hermano.

– ¿Quién es?

– Un hombre de negocios que ha venido a la ciudad para asistir a una conferencia. Desde Southampton.

– ¿Tiene alguna cuenta pendiente?

– ¿Con el gobierno? ¿Con el Ministerio del Interior?

– Lo dudo.

– De acuerdo. -Recitó su dirección y concluyó con unas frases crípticas-. Mantenga a Luxford alejado de esto. Si cuando llegue le parece que alguien está vigilando la casa, pase de largo y ya nos encontraremos en otro momento. ¿Está claro?

Lo estaba. Un cuarto de hora después de que Dennis Luxford se hubiera marchado, St. James y Helen Clyde iniciaron su viaje en dirección a Marylebone. Pasaban unos minutos de las once cuando salieron de la calle mayor y entraron en Devonshire Place Mews, y después de recorrer toda la longitud de la calle para comprobar que nadie acechaba en la vecindad, St. James detuvo su viejo MG delante de la casa de Eve Bowen.

La luz del porche estaba encendida sobre la puerta. Dentro, otra luz dibujaba franjas irregulares sobre las coloridas cortinas de las ventanas delanteras de la planta baja. Cuando llamaron al timbre, sonaron de inmediato veloces pasos sobre una entrada de mármol o losas. Un pestillo fue retirado y la puerta se abrió.

– ¿Señor St. James? -preguntó Eve Bowen.

Se alejó de la luz en cuanto cayó sobre ella, y cuando St. James y Helen estuvieron dentro de la casa, cerró la puerta con llave y pestillo.

– Por aquí -dijo, y les condujo hacia la derecha, sobre baldosas de terracota, hasta una sala de estar donde un maletín estaba abierto sobre una mesilla auxiliar, al lado de una butaca, y revelaba carpetas de papel manita, páginas mecanografiadas, recortes de periódicos, mensajes telefónicos, documentos v folletos. Eve Bowen lo cerró sin molestarse en guardar su contenido. Cogió una botella de vino, la vació y se sirvió más vino blanco de una botella que descansaba en un cubo sobre el suelo-. Me interesa saber cuánto dinero le paga por esta pantomima.

St. James se quedó estupefacto.

– ¿Perdón?

– Luxford está detrás de todo esto, por supuesto, pero veo por su expresión que aún no le ha comunicado el hecho. Muy listo. La mujer tomó asiento en la butaca donde, al parecer, estaba sentada antes de su llegada e indicó que se acomodaran en un sofá y unas butacas que semejaban enormes almohadones de color ocre cosidos entre sí. Apoyó la copa sobre su regazo y utilizó ambas manos para sujetarla contra la falda de su traje negro a rayas. Al verlo, St. James recordó haber leído una entrevista con la diputada, poco después de haber sido nombrada por el gobierno subsecretaria de Estado para el Ministerio del Interior. Había afirmado que jamás llamaría la atención sobre sí misma de la forma que lo hacían sus colegas femeninas de la Cámara de los Comunes. No veía la necesidad de emperifollarse de escarlata para distinguirse de los hombres. Para ello ya tenía su cerebro.