– Alex, ¿por qué me miras? -había preguntado Eve.
– ¿Lo hacía? Lo siento. Sólo estaba pensando.
– ¿En qué?
– En teñirme el pelo.
Vio el fugaz movimiento de sus párpados. A su manera competente, estaba efectuando un veloz análisis de la dirección en que cualquier respuesta encaminaría la conversación. Se lo había visto hacer en incontables ocasiones, cuando hablaba con electores, periodistas o adversarios.
Eve dejó el frasco, el cepillo y el peine sobre la cisterna. Se volvió hacia él.
– Alex. -Su rostro era sereno, su voz suave-. Sabes tan bien como yo que debemos encontrar una forma de seguir adelante.
– ¿Por eso lo de anoche?
– Lamento que no pudieras dormir. Yo sólo lo conseguí porque tomé un sedante. Tendrías que haberlo hecho. Te dije que tomaras uno. Me parece injusto que por no haber podido dormir y yo sí decidas…
– No estoy hablando de que pudieras dormir, Eve.
– Entonces, ¿de qué estás hablando?
– De lo que pasó antes. En el dormitorio de Charlotte. Eve dio la impresión de que retrocedía ante aquellas palabras.
– Hicimos el amor en la habitación de Charlotte -se limitó a decir.
– En su cama. Sí. ¿Era para seguir adelante con nuestras vidas, o para otra cosa?
– ¿Adónde quieres llegar, Alex?
– Me estaba preguntando por qué quisiste que te follara anoche.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, mientras la boca de ella formaba la palabra «follara», como un eco. Un músculo se agitó debajo de su ojo derecho.
– No quería que me follaras -musitó-. Quería que me hicieras el amor. Me pareció…
Le dio la espalda. Cogió el peine y el frasco de tinte, pero no se los llevó a la cabeza. De hecho, no levantó la cabeza, de manera que Alex sólo podía ver el reflejo en el espejo de las mechas de cabello teñidas.
– Te necesitaba. Era una manera de olvidar, aunque sólo fuera por treinta minutos. No pensé que estábamos en la habitación de Charlotte. Tú estabas allí, y me abrazabas. Era lo único que importaba en aquel momento. Había eludido a la prensa, me había entrevistado con la policía, había intentado (Dios, cómo lo había intentado) olvidar el aspecto de Charlotte cuando identificamos su cadáver. Cuanto te tendiste a mi lado y me rodeaste con los brazos y dijiste que era bueno haber evitado… sentir, Alex, pensé… -Levantó la cabeza y él vio que sus labios temblaban-. Lamento si cometí un error al desear hacer el amor en su habitación, pero te necesitaba.
Se miraron en el espejo. Alex ansiaba creer que le estaba diciendo la verdad.
– ¿Para qué? -preguntó.
– Para ayudarme a olvidar por un momento. Es lo que estoy haciendo ahora, con esto. -Indicó el tinte, el peine, el cepillo-. Porque es la única manera… -Tragó saliva y su voz se quebró-. Alex, parece que es la única forma de soportar…
– Oh, Jesús, Eve. -La volvió hacia él y la apretó contra sí, indiferente al tinte de su cabello, que le manchaba las manos y la ropa-. Lo siento. Estoy agotado y no pensaba… No puedo evitarlo. Adondequiera que miro, la veo.
– Necesitas descansar -dijo Eve contra su pecho-. Prométeme que esta noche tomarás las pastillas. No puedes fallarme. Necesito que seas fuerte, porque no sé cuánto más aguantaré. Promételo. Dime que te tomarás esas pastillas.
Era una promesa muy fácil de hacer. Y necesitaba dormir. Accedió y fue a la habitación de Charlie, pero sus manos estaban manchadas de tinte, y al verlas supo que había pocas posibilidades de que un sedante o cinco le ayudaran a resolver los recelos que atormentaban su conciencia y le impedían dormir.
La señora Maguire le estaba hablando desde las ventanas de la habitación de Charlie. Discernió las últimas palabras.
– … como una mula en lo tocante a su ropa, ¿verdad?
Alex volvió a la realidad y parpadeó para dominar el dolor agazapado tras sus ojos.
– Estaba pensando. Lo siento.
– Su mente está tan dolorida como su corazón, señor Alex -murmuró el ama de llaves-. No tiene por qué disculparse conmigo. Sólo estaba hablando por hablar. Que Dios me perdone, pero la verdad es que a veces sienta mejor hablar con un ser humano que con Nuestro Señor.
Abandonó el cubo y los trapos y se acercó a él. Del ropero sacó una blusa blanca de Charlie. Era de manga larga y tenía pequeños botones blancos en la pechera. El collar redondo estaba deshilachado.
– Charlie odiaba estas blusas escolares -dijo la mujer-. Las buenas hermanas tienen buena intención, pero sabe Dios lo que se les mete en la cabeza en ocasiones. Dijeron a las niñas que debían llevar estas blusas abotonadas hasta arriba por razones de pureza. Si no, les ponían una cruz en el libro de conducta. Nuestra Charlie no quería cruces, pero no soportaba las blusas abotonadas hasta el cuello. ¿Ve lo suelto que está el botón de arriba, y los hilos que cuelgan? Lo hizo ella, metiendo los dedos entre la blusa y el cuello. Nuestra Charlie odiaba estas blusas como si las hubiera enviado el demonio.
Alex cogió la blusa. No supo si era producto de su imaginación agotada o si el aroma persistía en la tela, pero olía a Charlie. Parecía impregnada de sus olores a regaliz, gomas de borrar y maquinitas de sacar punta a los lápices.
– No eran de su medida -siguió la señora Maguire-. Muchos días, cuando volvía a casa, arrojaba el uniforme al suelo y la blusa encima. A veces los pateaba. Tampoco le gustaban aquellos zapatos, Dios la perdone.
– ¿Qué le gustaba?
Tendría que saberlo. Debía saberlo. Pero no se acordaba.
– ¿Para vestir? -preguntó la señora Maguire. Rebuscó con seguridad entre vestidos y faldas, chaquetas y jerséis-. Esto -dijo.
Alex contempló el mono descolorido. La señora Maguire siguió trasteando y sacó una camiseta a rayas.
– Y esto -añadió-. Charlie los llevaba juntos. Con las zapatillas de deporte. Adoraba esas zapatillas. Las llevaba sin cordones, con las lengüetas colgando fuera. Yo le decía que las damas no se vestían como bribonzuelos, pero ¿cuándo le importó a Charlie la forma en que vestían las damas?
– El mono -dijo Alex-. Por supuesto.
La había visto llevarlo en numerosas ocasiones. Cada vez que Charlie bajaba la escalera y se metía en el coche con el mono puesto, Eve decía: «No irás con nosotros vestida así, Charlotte Bowen.» «¡Sí iré!», graznaba Charlie. Pero Eve siempre se salía con la suya y el resultado era una Charlotte, quejosa e irritada, ataviada con un vestido de encaje perfecto para una foto (su vestido de Navidad, por Dios), y con zapatos negros de piel. «Esta tela me escuece», gemía Charlie, y tironeaba del cuello con gesto malhumorado, como debía haber tironeado de sus blusas blancas escolares, abotonadas hasta el cuello por razones de pureza y para no ser castigada con cruces en la libreta de conducta.
– Me los llevo.
Alex descolgó el mono de la percha y lo dobló junto con la camiseta. Vio las zapatillas sin cordones en un rincón del armario, y también las recogió. Por una vez, pensó, delante de Dios y de todo el mundo Charlie Bowen iría vestida como a ella le gustaba.
En Salisbury, Barbara Havers localizó la oficina de la asociación electoral del diputado Alistair Harvie sin excesivos problemas, pero cuando mostró su identificación y exigió información rutinaria sobre el diputado, tropezó con la obstinada presidenta de la asociación. La señora Agatha Howe exhibía un corte de pelo pasado de moda cincuenta años atrás y un vestido con hombreras que parecía salido de una película de Joan Crawford. En cuanto oyó las palabras «New Scotland Yard» combinadas con el nombre de su estimado parlamentario, sólo reveló el hecho de que el señor Harvie había estado en Salisbury desde el jueves por la noche hasta el domingo por la tarde, pero sus labios se cerraron con terquedad sobre la información adicional que Barbara buscaba. La mujer dejó bien claro que las amenazas sobre las consecuencias de no colaborar con la policía no abrirían aquellos labios, al menos hasta que la señora Howe «cambie unas palabras con nuestro señor Harvie». Era la clase de mujer que Barbara siempre deseaba aplastar con sus tacones, la clase de mujer convencida de que su refinada educación le concedía derecho de supremacía sobre el resto de la humanidad.