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Barbara sorteó las deyecciones más recientes y se acercó a la escalerilla. Vio que, pese a estar sujeta por su parte superior a un poste vertical, la intención no era que estuviera fija. Había sido diseñada para moverla alrededor del palomar, concediendo así a quien recogiera los huevos fácil acceso a todas las cajas que flanqueaban la circunferencia del edificio, desde una altura de sesenta centímetros hasta el borde del tejado, que se encontraba a unos tres metros del suelo.

Barbara descubrió que la escalerilla todavía se movía, pese a su edad y estado. Cuando la empujó, crujió, osciló y empezó a moverse alrededor de las paredes del palomar. El poste, sujeto a un primitivo engranaje de rueda dentada situado en la cupulina, daba vueltas y así hacía girar la escalerilla.

Barbara paseó la vista entre la escalerilla y el poste. Después, entre el poste y las cajas donde anidaban las aves. Donde faltaban algunas, que se habían caído sin que nadie las sustituyera, vio las paredes de ladrillo sin terminar. Eran de aspecto tosco, y a la escasa luz, en los lugares libres de deyecciones, parecían más rojizas que cuando el sol caía sobre ellas en el exterior. Un rojo muy peculiar. Casi como si no fueran ladrillos. Casi como si…

Lo recordó de repente. «Ladrillos -pensó-. Ladrillos y un poste.» Oyó en su mente la grabación de la voz de Charlotte, que Lynley le había puesto por teléfono. «Hay ladrillos y un poste de mayo», había dicho la niña.

Barbara sintió que se le erizaba el vello de la nuca cuando desvió la vista desde los ladrillos al poste que se erguía en el centro del palomar. «Mierda -pensó-. Es aquí.» Hizo ademán de dirigirse hacia la puerta, y entonces se dio cuenta de que los gansos habían enmudecido por completo. Aguzó el oído. Nada, ni un graznido complacido. No era posible que siguieran comiendo las patatas, se dijo, porque no había tantas.

Lo cual sugería que alguien les había dado más comida, después de que Barbara hubiera entrado en el palomar. Esto, a su vez, sugería que ya no estaba sola en la granja. Lo que, a su vez, sugería que si no estaba sola y la otra persona procuraba guardar tanto sigilo como ella, era muy probable que en ese momento esa persona estuviera acercándose al palomar. Con una horca preparada, quizá, o con un cuchillo de carnicero, los ojos un poco desorbitados, Anthony Perkins dispuesto a trocear a Janet Leigh.

Sólo que Janet Leigh había estado en una ducha, no en un palomar, y convencida de que ningún peligro la amenazaba, mientras Barbara sabía muy bien que no era así.

«Menuda mierda -pensó Barbara-. Cálmate, ¿quieres? ¿Quieres hacer el jodido favor de calmarte?»

Necesitaba que un equipo de la policía científica examinara aquel palomar en busca de cualquier cosa que probara la presencia de Charlotte. La grasa de eje, un cabello, una fibra de sus ropas, sus huellas dactilares, una gota de sangre del corte que se había hecho en la rodilla. Era absolutamente necesario, y para conseguirlo haría falta mucha sutileza, tanto con el sargento Stanley, que no iba a recibir sus directrices con la alegría de los conversos recientes, como con la señora de Alistair Harvie, que descolgaría el teléfono, llamaría a su marido y le pondría sobre aviso.

Primero se encargaría de Stanley. Era absurdo acosar a la señora Harvie y ponerla nerviosa antes de que fuera necesario.

Una vez fuera, descubrió que el silencio de los gansos se debía a la posición del coche. Lo había aparcado de tal manera que el sol reflejado en sus aletas oxidadas había creado un charco de calor en el suelo, y las aves lo aprovechaban para tomar el sol muy contentas.

Barbara caminó de puntillas hacia el Mini, mientras sus ojos iban de las aves al establo, del establo a los campos que había detrás, de los campos a la casa. No se veía ni un alma. Una vaca mugió en la distancia y un avión surcó el cielo, pero nada más se movía.

Entró en el coche evitando hacer ruido.

– Lo siento, chicos -dijo a los gansos, y encendió el motor.

Las aves volvieron a la vida. Graznaron, sisearon y aletearon como ante una aparición de las Furias. Persiguieron el coche de Barbara hasta la carretera. Barbara pisó el acelerador, atravesó el caserío de Ford y se dirigió hacia Amesford y el sargento Stanley.

El sargento estaba entronizado en la sala de incidencias. Recibía homenajes en forma de informes de dos equipos de agentes que se habían dedicado a investigar en la campiña durante las últimas treinta y dos horas en sus respectivas secciones. Los hombres de la sección 13, la zona comprendida entre Devizes y Melksham, no tenían nada que informar, salvo un tropiezo inesperado con el propietario de una caravana que, al parecer, dirigía un floreciente negocio que abarcaba desde marihuana a drogas de diseño.

– Dirigía las operaciones desde el aparcamiento de Melksham -dijo con incredulidad uno de los agentes-. Justo detrás de la calle mayor, aunque parezca increíble. Ahora está en el calabozo.

El equipo de la sección 5, que abarcaba la zona comprendida entre Chippenham y Galilea tenía poco más, pero aun así estaban dando una explicación pormenorizada de todos sus movimientos al sargento Stanley. Barbara estaba a punto de pedir a gritos el envío de un equipo de la policía científica a la granja de Harvie, cuando un agente de la sección 14 entró como una exhalación por las puertas batientes de la sala de incidencias.

– Lo tenemos -anunció.

Su declaración movilizó a todo el mundo, incluida Barbara. Había estado practicando la virtud de la paciencia mediante el intento de devolver una llamada telefónica de Robin Payne (que al parecer había llamado desde la cabina de un salón de té de Marlborough, a juzgar por lo que Barbara pudo sonsacar a la camarera subnormal que respondió a su llamada al vigésimoquinto timbrazo) e indicar a una joven agente que investigara el período de escolar de Alistair Harvie en Winchester. Pero ahora daba la impresión de que el trabajo del sargento Stanley iba a dar sus frutos.

Stanley pidió silencio con un ademán. Estaba sentado a una mesa redonda, jugueteando con unos mondadientes de madera mientras escuchaba los informes, pero se puso en pie.

– Habla, Frank -dijo.

– De acuerdo -dijo Frank, y no se fue por las ramas-. Le cogimos, sargento. Está en la sala de interrogatorios.

Barbara tuvo la horrible visión de Alistair Harvie cubierto de grilletes, sin haber podido siquiera llamar a su abogado.

– ¿A quién tienen? -preguntó.

– Al cabrón que secuestró a la niña -replicó Frank con una mirada desdeñosa en su dirección-. Es un mecánico de Coate, arregla tractores en un garaje cercano a Spaniel's Bridge. A un kilómetro v medio del canal.

La sala estalló. Barbara se encontraba entre los que se precipitaron hacia el plano militar de la zona. Frank señaló el lugar con un índice cuya uña tenía un arco de mostaza debajo.

– Justo aquí.

El agente indicó una curva en la senda que salía del norte de Coate en dirección al pueblo de Bishop's Canning. Siguiendo el canal, había cinco kilómetros desde Spaniel's Bridge hasta el punto donde habían abandonado el cuerpo de Charlotte, y tres kilómetros si se utilizaban sendas, pistas y caminos peatonales en lugar de la sinuosa autovía.

– El muy mamón afirma que no sabe nada, pero encontramos en su poder los efectos y está listo para su pasado por la piedra.

– Bien. -El sargento Stanley se frotó las manos, como dispuesto a hacer los honores-. ¿Cuántos le están interrogando?

– Tres -contestó con semblante hosco Frank-. El muy mamón está temblando como una hoja, sargento. Si le da un buen meneo se derrumbará.

El sargento Stanley cuadró los hombros, preparado para emprender la tarea.

– ¿Qué efectos? -preguntó Barbara.

Nadie hizo caso de su pregunta. Stanley se encaminó a la puerta. Barbara sintió que la rabia le hervía. No iban a salirse con la suya.