Выбрать главу

– Espera, Reg -dijo con brusquedad a Stanley, y cuando el sargento se volvió con deliberada lentitud en su dirección, continuó-: Frank, has dicho que encontrasteis los efectos en poder de ese tipo… ¿cómo se llama, por cierto?

– Short. Howard Short.

– Bien. ¿Qué efectos tenía en su poder?

Frank miró al sargento, a la espera de sus órdenes. Stanley alzó apenas la barbilla a modo de respuesta. El hecho de que Frank necesitara el permiso de Stanley enfureció a Barbara, pero prefirió hacer caso omiso y esperó su respuesta.

– El uniforme escolar -dijo el agente-. Short lo tenía en su garaje. Dijo que lo iba a utilizar como trapos, pero lleva una etiqueta con el nombre de la hija de Bowen, bien visible.

El sargento Stanley envió al equipo de la policía científica al garaje de Howard Short, en las afueras de Coate. Luego se dirigió hacia la sala de interrogatorios, seguido de Barbara, que le dio alcance por fin.

– Quiero que se envíe otro equipo a Ford -dijo-. Hay un palomar con un…

– ¿Un palomar? -Stanley se detuvo en seco-. ¿Has dicho un jodido palomar?

– Tenemos una cinta con la voz de la chica grabada -explicó Barbara-hecha uno o dos días antes de su muerte. Habla del sitio donde la tenían secuestrada. El palomar encaja con su descripción. Quiero que un equipo vaya allí. Ahora.

Stanley se inclinó hacia ella y Barbara pudo comprobar que era un hombre muy poco atractivo. Gracias a la proximidad vio marcas de viruela alrededor de la boca.

– Díselo a nuestro jefe -replicó el sargento-. No estoy dispuesto a distribuir agentes por toda la campiña cada vez que tengas un pálpito.

– Haz lo que te digo. De lo contrario…

– ¿Qué? ¿Vomitarás en mis zapatos?

Barbara le agarró por la corbata.

– A tus zapatos no les pasará nada -dijo-, pero no te puedo prometer lo mismo sobre el estado de tus cojones. Bien, ¿tienes claro lo que hay que hacer?

El hombre le echó el aliento, que olía a tabaco rancio, en la cara.

– Tranquilízate -dijo con suavidad.

– Que te den por el culo y lo disfrutes -replicó Barbara y le dio un empujón en el pecho-. Haz caso de este consejo, Reg. No puedes ganar esta batalla. Ten un poco de sentido común antes de que te encuentres fuera del caso.

Stanley encendió un cigarrillo con su peculiar encendedor.

– He de proceder a un interrogatorio. -Hablaba con la seguridad del que lleva mucho tiempo en el cuerpo-. ¿Quieres estar presente? -Siguió pasillo adelante-. Tráenos un poco de café -dijo a un funcionario que corría con una tablilla en la mano.

Barbara procuró contenerse. Tenía ganas de saltar sobre la cara picada de Stanley, pero era inútil entablar un cuerpo a cuerpo con él. Tendría que utilizar otros medios para neutralizar a aquel pequeño bastardo.

Le siguió por el pasillo y torció a la derecha, en dirección a la sala de interrogatorios. Howard Short estaba sentado en el borde de una silla de plástico. Era un veinteañero con ojos de rana. Llevaba el mono manchado de grasa y una gorra de béisbol con la palabra Braves estampada. Se sujetaba el estómago.

Habló antes de que Barbara o Stanley tuvieran oportunidad de hacer el menor comentario.

– Es por lo de la niña, ¿verdad? -dijo-. Lo sé. Lo supe en cuanto ese tío metió la mano en mi bolsa de trapos y lo encontró.

– ¿Qué? -preguntó Stanley. Acercó una silla y ofreció el paquete de cigarrillos a Short.

Howard negó con la cabeza y se sujetó el estómago con más fuerza.

– Ulcera.

– ¿Qué?

– Mi estómago,

– Ya. ¿Qué encontraron en la bolsa de trapos, Howard?

El muchacho miró a Barbara como si buscara la seguridad de que había alguien de su parte.

– ¿Qué había en la bolsa, señor Short? -preguntó Barbara.

– Eso. Lo que encontraron. El uniforme. -Se meció en la silla y gimió-. No sé nada de esa niña. Sólo compré…

– ¿Por qué la secuestraste? -preguntó Stanley.

– Yo no lo hice.

– ¿Dónde la retuviste? ¿En el garaje?

– Yo no retuve a nadie… a ninguna niña… Lo vi en la tele, como todo el mundo, nada más.

– Pero te gustó desnudarla, ¿Tuviste una buena erección cuando la viste desnuda?

– ¡Yo no lo hice!

– ¿Eres virgen, Howard? ¿O eres maricón? ¿Qué? ¿No te gustan las niñas?

– Me gustan mucho las chicas. Sólo digo…

– ¿Pequeñitas? ¿También te gustan pequeñas?

– Yo no secuestré a esa niña.

– Pero sabes que la secuestraron. ¿Cómo es eso?

– Las noticias. Los periódicos. Todo el mundo lo sabe, pero yo no tuve nada que ver con ello. Sólo compré su uniforme…

– Luego sabías que era el de ella -interrumpió Stanley-. Desde el primer momento. ¿No es verdad?

– ¡No!

– Suéltalo ya. Todo será más fácil si dices la verdad.

– Le estoy diciendo que el trapo…

– Te refieres al uniforme. Un uniforme de colegiala. El uniforme de una niña muerta, Howard. Estás a un kilómetro del canal, ¿verdad?

– Yo no lo hice -insistió Howard. Se inclinó hacia adelante y aumentó la presión sobre su estómago-. Me duele mucho -gimió,

– No juegues con nosotros -advirtió Stanley.

– Por favor, ¿puede darme un poco de agua para tomar mis píldoras?

Howard introdujo la mano en el mono y sacó un bote de plástico en forma de llave de tuercas.

– Primero habla; las pastillas vendrán después -dijo Stanley. Barbara abrió la puerta de la sala de interrogatorios para pedir agua. El funcionario al que Stanley había pedido café apareció con dos vasos de plástico. Barbara sonrió.

– Gracias -dijo.

Ofreció un vaso al mecánico.

– Tenga -dijo-. Tómese sus píldoras.

Apartó una silla de la mesa y la colocó junto al joven.

– ¿Puede decirnos dónde consiguió el uniforme? -preguntó. Howard se llevó dos pastillas a la boca y las tragó. La posición de la silla de Barbara obligó al muchacho a girar la suya, de modo que ofreció su perfil a Stanley. Barbara se felicitó mentalmente por su hábil dominio de la situación.

– En el puesto de artículos donados.

– Qué puesto de artículos donados?

– En la feria de la iglesia. Cada primavera hay una feria parroquial, y este año cayó en domingo. Acompañé a mi abuela, porque tenía que trabajar en el puesto de té durante una hora. No valía la pena acompañarla a la feria, volver a casa y pasar a recogerla de nuevo, así que me quedé. Fue cuando compré los trapos. Los vendían en el puesto de artículos donados. Bolsas de plástico o trapos. Una libra cincuenta cada uno. Compré tres porque los utilizo en mi trabajo. Era por una buena causa. Están recogiendo dinero para restaurar un vitral del presbiterio -añadió.

– ¿Dónde? -preguntó Barbara-. ¿Qué iglesia, señor Short?

– La de Stanton St. Bernard. Es el pueblo donde vive mi abuela. -Paseó la vista entre Barbara y el sargento Stanley-. Les he dicho la verdad. No sabía nada sobre ese uniforme. Ni siquiera sabía que estaba en la bolsa hasta que los policías vaciaron el contenido en el suelo. Ni siquiera había abierto la bolsa. Lo juro.

– ¿Quién atendía el puesto? -preguntó Stanley.

Howard se humedeció los labios, miró a Stanley, y después a Barbara.

– Una chica rubia.

– ¿Amiga tuya?

– No la conocía.

– ¿Hablaste con ella? ¿Te dijo su nombre?

– Sólo le compré los trapos.

– ¿Intentaste ligar? ¿Te intrigaba saber cómo sería echarle un polvo?

– No.

– ¿Por qué? ¿Demasiado mayor para ti? ¿Las prefieres jovencitas?

– No la conocía, joder. Sólo compré esos trapos, como ya le he dicho, en el puesto de artículos donados. No sé cómo llegaron allí. No sé el nombre de la chica que me los vendió. Aunque lo supiera, ella tampoco debe de saber cómo llegaron allí. Sólo estaba atendiendo el puesto, cobraba y entregaba las bolsas. Si quiere saber algo más, debería preguntar…