– ¿La estás defendiendo? -repuso Stanley-. ¿Por qué, Howard?
– ¡Sólo intento ayudarles! -exclamó Short.
– Apuesto a que sí. Y también apuesto a que cogiste el uniforme de la niña y lo metiste en la bolsa de los trapos nada más comprarla en la feria.
– ¡No!
– Y también apuesto a que la raptaste, drogaste y ahogaste.
– ¡No!
– Y también…
Barbara se levantó y apoyó la mano en el hombro de Short.
– Gracias por su ayuda -dijo-. Comprobaremos todo cuanto nos ha dicho, señor Short. ¿Sargento Stanley?
Señaló la puerta con la cabeza y salió de la sala.
Stanley la siguió al pasillo.
– Tonterías -le oyó decir-. Si ese cabronazo se cree… Barbara giró en redondo y le plantó cara.
– Ese cabronazo nada. Empieza a pensar. Si chuleas a un testigo como ése acabaremos todos jodidos, y has estado a punto de conseguirlo.
– ¿Te has creído esa basura acerca de puestos de té y rubias? -resopló Stanley-. Está tan pringado como aceite de motor usado.
– Si está pringado, nos lo follaremos, pero lo haremos legalmente. ¿Comprendido? -No aguardó respuesta-. Envía el uniforme escolar al forense, Reg. Que analice hasta el último milímetro. Quiero cabellos, piel, sangre, polvo, grasa, semen. Quiero mierda de perro, de vaca, de pájaro, de caballo y todo lo que haya. ¿De acuerdo?
El labio superior del sargento se curvó en una mueca de desdén.
– No malgastes mi potencial humano, Scotland Yard. Sabemos que es el uniforme de la niña. Si es necesario verificarlo, se lo enseñaremos a la madre.
Barbara se plantó a diez centímetros de su cara.
– De acuerdo. Es cierto, sabemos que era de la niña. Pero aún no sabemos quién la asesinó, ¿verdad, Reg? Por lo tanto, vamos a coger ese uniforme y lo vamos a examinar con lupa, fibra óptica y láser, y haremos todo lo posible por extraerle algo que nos conduzca hasta el asesino, tanto si es Howard Short como el príncipe de Gales. ¿Me he expresado con claridad, o necesitas que te lo deletree tu comisionado?
Stanley ahuecó una mejilla.
– De acuerdo -dijo-. Que te follen, jefa -añadió por lo bajo.
– No tendrás esa suerte -replicó Barbara.
Dio media vuelta y volvió a la sala de incidencias. «¿Dónde coño está Stanton St. Bernard?», se preguntó.
21
Pese a que un hombre de mantenimiento estaba colgando las fotografías del subcomisionado sir David Hillier, éste no había querido aplazar su entrevista diaria. Tampoco había querido trasladarla a un lugar desde el que no pudiera supervisar la colocación adecuada de su historial gráfico. En consecuencia, Lynley se vio obligado a emitir su informe en voz baja cerca de la ventana, sometido a constantes interrupciones de Hillier. Las interrupciones no iban dirigidas a él sino al hombre de mantenimiento, que intentaba colgar las fotografías de tal manera que los cristales no reflejaran el sol de la tarde. La luz del sol no sólo desteñía las fotos, sino que también oscurecía su tema e impedía que fuera admirado por todos los que entraran en su despacho. Lo cual era inaceptable.
Lynley concluyó su informe y esperó el comentario del sub-comisionado. Hillier admiró su vista mundana de Battersen Power Station y se acarició la barbilla, mientras pensaba en lo que acababa de oír. Cuando habló por fin, sus labios apenas se movieron, una deferencia a la necesidad de confidencialidad.
– ¿Qué hay de ese mecánico que Havers tiene en Wiltshire? ¿Cómo se llama?
– La sargento Havers cree que no está implicado. Están analizando el uniforme escolar de la niña, lo cual podría proporcionarnos algo, pero no ha insinuado en ningún momento que el uniforme vaya a demostrar la relación entre Charlotte Bowen y el mecánico.
– De todos modos… Siempre va bien decir que alguien está ayudando a la policía en sus investigaciones. ¿Havers está investigando sus antecedentes?
– Estamos investigando los antecedentes de todo el mundo.
– ¿Y?
Lynley se resistía a revelar lo que sabía. Hillier era propenso a irse de la lengua con la prensa, todo en nombre del buen nombre del Yard, pero los periódicos ya sabían demasiado y su principal interés no era el cumplimiento de la justicia, sino conseguir un buen reportaje con más rapidez que sus competidores.
– Estamos buscando un eslabón. Blackpool-Bowen-Luxford-Wiltshire.
– Buscar eslabones no nos ganará el aprecio de la prensa y el público.
– El SO4 está trabajando con las huellas encontradas en Marylebone y tenemos un boceto del posible sospechoso. Dígales que estamos analizando pruebas. Después, enséñeles el boceto. Se quedarán satisfechos.
Hillier le examinó con aire especulativo.
– Pero tiene algo más, ¿verdad?
– Nada firme -replicó Lynley.
– Pensé que lo había dejado claro cuando le pasé este caso. No quiero que oculte información.
– Es absurdo complicar más las cosas con conjeturas. Señor -añadió, para verter aceite donde las aguas no estaban tan turbias como agitadas.
– Hummm.
Hiller sabía que ser llamado «señor» no equivalía a ser tuteado por Lynley. Dio la impresión de que iba a replicar con una directriz que les enfrentaría de nuevo, pero una llamada a la puerta de su despacho anunció la intrusión de su secretaria personal.
– ¿Sir David? -dijo desde detrás de la puerta-. Quería que le avisara treinta minutos antes de la conferencia de prensa. El maquillador está preparado.
Lynley impidió que su boca se curvara en una mueca burlona al pensar en Hillier maquillado ante las cámaras de los reporteros.
– No le molesto más -dijo, y aprovechó la oportunidad para escapar.
Encontró a Nkata sentado ante el escritorio de su despacho, hablando por teléfono.
– A Winston Nkata -estaba diciendo-. Nkata, mujer… Nkata. N-k-a-t-a. Dígale que debemos hablar. ¿Entendido?
Colgó. Vio a Lynley en la puerta y empezó a levantarse.
Lynley le indicó que se sentara y ocupó otra silla, la que solía usar Havers.
– ¿Y bien? -dijo.
– Algunas conexiones Bowen-Blackpool -contestó Nkata-. El presidente del distrito electoral de Bowen estuvo en el congreso tory. Un tal coronel Julian Woodward. ¿Le conoce? Sostuvimos una agradable charla en Marylebone, justo después de que nos separáramos en los edificios abandonados.
El coronel Woodward, contó Nkata a Lynley, era un oficial retirado de unos setenta años de edad. Ex profesor de historia militar, se había jubilado a los sesenta y cinco y trasladado a Londres, para estar más cerca de su hijo.
– La niña de sus ojos, el tal Joel -dijo Nkata, en referencia al hijo del coronel-. Me dio la impresión de que el coronel haría cualquier cosa por él. Le consiguió el trabajo con Eve Bowen, y le llevó a Blackpool con motivo de aquel congreso tory.
– ¿Joel Woodward estuvo allí? ¿Qué edad tenía?
– Diecinueve recién cumplidos. En aquella época se había matriculado en la Universidad de Londres para estudiar ciencias políticas. Aún sigue. Trabaja a ratos perdidos en el doctorado desde que tenía veintidós. Según la oficina de Bowen, aún está en ello. Era el siguiente de mi lista, pero no pude localizarle. Lo he estado intentado desde mediodía.
– ¿Alguna relación con Wiltshire? ¿Algún motivo para que alguno de los Woodward quiera derribar a la Bowen?
– Sigo trabajando en Wiltshire, pero debo decir que el coronel tiene planes para Joel. Planes políticos, y le da igual quién lo sepa.
– ¿El Parlamento?
– Exacto. Tampoco es admirador de la señora Bowen.
El coronel Woodward, continuó Nkata, era un firme creyente en que el lugar apropiado de una mujer no era la política. El coronel se había casado y enviudado tres veces, y ninguna de sus esposas había experimentado la necesidad de demostrar sus capacidades en otro campo que no fuera el hogar. Si bien reconocía que Eve Bowen tenía «más huevos que nuestro estimado primer ministro», también confesaba que no le gustaba demasiado. Sin embargo, era lo bastante cínico para saber que, con el fin de que el Partido Conservador retuviera el poder, el distrito electoral necesitaba el mejor candidato posible para ganar el escaño, y el mejor candidato posible no siempre era alguien afín a sus ideas.