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– ¿Quiere sustituirla? -preguntó Lynley.

– Le encantaría sustituirla por su muchacho -confirmó Nkata-, pero eso no ocurrirá a menos que algo o alguien la desplace del poder.

Interesante, pensó Lynley. Confirmaba lo que la propia Eve Bowen le había dicho con palabras algo diferentes: en política, los enemigos más encarnizados se disfrazan de amigos.

– ¿Qué hay de Alistair Harvie? -preguntó Nkata.

– Una serpiente escurridiza.

– Es un político, tío.

– Parecía no saber nada sobre lo de Bowen y Luxford en Blackpool, afirmó ignorar que Bowen había estado en el congreso.

– ¿Usted le creyó?

– Pues sí, la verdad, pero entonces telefoneó Havers.

Lynley contó a Nkata lo que la sargento Havers le había comunicado.

– Consiguió averiguar ciertas cosas sobre los años que Harvie pasó en Winchester -concluyó-. En su currículum de actividades escolares consta todo lo que era de esperar, pero una actividad sobresalía por encima de las demás. Durante sus dos últimos años se dedicó a la ecología y las excursiones a campo traviesa. Y casi todas las excursiones tuvieron lugar en Wiltshire, en la llanura de Salisbury.

– Por lo tanto conoce el terreno.

Lynley extendió la mano hacia una serie de mensajes telefónicos apilados cerca del teléfono. Se puso las gafas y empezó a examinarlos.

– ¿Algo más sobre el vagabundo? -preguntó.

– Nada, pero aún es pronto. Todavía estamos localizando a todos los especiales de Wigmore Street, para que echen un vistazo al boceto. Ninguno de los tíos que han ido a investigar las pensiones de la vecindad ha presentado su informe.

Lynley dejó los mensajes sobre el escritorio, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– Da la impresión de que avanzamos a paso de tortuga.

– ¿Hillier? -preguntó con sagacidad Nkata.

– Lo de costumbre. Le gustaría tenerlo todo solucionado antes de veinticuatro horas, para mayor gloria del Yard, pero conoce las probabilidades, y no se atreverá a negar que nos enfrentamos a una desventaja tremenda.

Lynley pensó en los reporteros que había visto la noche anterior ante la casa de Eve Bowen, en los quioscos que había visto por la mañana, con «Policía prosigue la búsqueda» y «Parlamentaria dijo "Nada de policía"» escrito en los tablones que anunciaban la noticia bomba del día.

– Malditos -murmuró.

– ¿Quiénes? -preguntó Nkata.

– Bowen y Luxford. Mañana se cumplirá una semana del secuestro. Si nos hubieran informado una hora después de la desaparición, este lío ya estaría solucionado. Tal como están las cosas, hemos de intentar calentar una pista enfriada, interrogar a posibles testigos que no sienten el menor interés por el tema ni se juegan nada, por si recuerdan algo que hubieran visto, seis días después del suceso. Es una locura. Hemos de confiar en la suerte, y eso no me gusta mucho.

– Pero la suerte suele sonreír con frecuencia.

Nkata se reclinó en la silla de Lynley. Tenía todo el aspecto de alguien merecedor de aquel escritorio. Estiró los brazos y enlazó las manos en la nuca. Sonrió.

La sonrisa le delató.

– Tienes algo más -dijo Lynley.

– Sí. Oh, sí.

– ¿Y bien?

– Es Wiltshire.

– ¿Wiltshire relacionado con quién?

– Bien, eso es lo que realmente me intriga.

El tráfico les obligó a circular con lentitud tanto en Whitehall como en el Strand, pero entretanto Lynley tuvo la oportunidad de leer el artículo del dominical del Sunday Times que Nkata había desenterrado mientras exhumaba el pasado de los sospechosos. El artículo era de seis semanas antes. Titulado «Cómo transformar su periódico», su protagonista era Dennis Luxford.

– Siete páginas enteras -comentó Nkata mientras Lynley inspeccionaba los párrafos-. La familia feliz en casa, en el trabajo, en el ocio. Con los antecedentes de todos en blanco y negro. Encantador, ¿verdad?

– Esta podría ser la oportunidad que buscábamos -dijo Lynley. -Eso pensé -admitió Nkata.

La identificación de Lynley impresionó poco a la recepcionista del Source, que le miró como diciendo «He visto tíos como tú». Habló por teléfono.

– Polis -se limitó a decir en el micro en miniatura de sus auriculares-. Scotland Yard. Lo has entendido bien, cariño -añadió con una risotada. Escribió sus nombres en tarjetas de visitante y las introdujo en sus fundas de plástico-. Planta once -dijo-. Utilicen el ascensor. Y no metan las narices donde no les llaman.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron a la planta en cuestión, una mujer de pelo cano salió a su encuentro. Iba un poco encorvada, como debido a demasiados años de inclinarse sobre archivadores, máquinas de escribir y ordenadores, y se presentó como señorita Wallace, secretaria confidencial, personal y particular del director del Source, Dennis Luxford.

– ¿Me permiten que compruebe sus identificaciones? -preguntó, y sus mejillas apergaminadas se agitaron a causa de la osadía de la pregunta-. Ninguna precaución es poca en lo tocante a las visitas. Rivalidad periodística. Ya me entienden.

Lynley mostró su identificación de nuevo. Nkata le imitó. La señorita Wallace los examinó con diligencia.

– Muy bien -dijo, y les guió hacia el despacho del director.

Parecía evidente que airear en las calles los escándalos de la nación era una lucha a muerte. Los periódicos más sagaces depositaban su confianza en que todo el mundo era sospechoso en lo concerniente a la propiedad de un reportaje, aunque fuera gente que afirmara ser de la policía.

Luxford estaba sentado a una mesa de conferencias, con dos hombres que parecían el responsable de tiradas y el responsable de publicidad, a juzgar por los gráficos, esquemas, diagramas y portadas de prueba. La señorita Wallace abrió la puerta y les interrumpió.

– Perdone, señor Luxford -dijo.

Joder, señorita Wallace -fue la brusca contestación del director-, pensé que había dejado claro el tema de las interrupciones.

Su voz sonaba cansada. Lynley advirtió que su aspecto no era mucho mejor.

– Son de Scotland Yard, señor Luxford -dijo la señorita Wallace.

Publicidad y Tiraje intercambiaron una mirada y se convirtieron en la viva imagen del interés ante aquel giro de los acontecimientos.

– Seguiremos después -les dijo Luxford, y no se levantó de su sitio, presidiendo la mesa de conferencias, hasta que los dos hombres y la señorita Wallace salieron del despacho. Incluso cuando se puso en pie, no se movió de su sitio, rodeado de gráficos, esquemas, diagramas y pruebas de portada-. Dentro de cuarenta y cinco segundos se habrá enterado toda la sala de redacción -dijo con brusquedad-. ¿No habrían podido telefonear primero?

– ¿Una reunión de tiraje? -preguntó Lynley-. ¿Cómo van las cifras?

– Yo diría que no han venido a hablar de cifras.

– De todos modos, me interesa.

– ¿Por qué?

– El tiraje lo es todo para un periódico, ¿verdad?

– Supongo que ya lo sabe. Los ingresos por publicidad dependen del tiraje.

– Y el tiraje depende de la calidad de los reportajes, de su veracidad, su contenido, su profundidad, ¿no es cierto?

Lynley volvió a sacar su identificación, y mientras Luxford la examinaba se dedicó a estudiar a éste. El hombre iba vestido con elegancia, pero estaba un poco pálido. El blanco de sus ojos no tenía mejor aspecto que su piel.

– Supongo que una de las principales preocupaciones de cualquier director de periódico es el tiraje -siguió Lynley-. Ha dedicado todos sus esfuerzos a aumentar la suya, según leí en el dominical del Sunday Times. No me cabe duda de que le gustaría seguir aumentándola.