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Luxford le devolvió la identificación. Lynley la guardó en el bolsillo. Nkata se había acercado a la pared contigua a la mesa. En ella colgaban primeras planas enmarcadas. Lynley leyó los titulares: una trataba sobre un diputado tory con cuatro amantes, la segunda especulaba sobre la vida amorosa de la princesa de Gales, la tercera se refería a las estrellas televisivas de una serie ambientada en la posguerra, orientada hacia la familia, que habían sido descubiertos en un ménage á trois. Lectura sana como acompañamiento del desayuno con cereales igualmente sanos, pensó Lynley.

– ¿A qué viene esta cháchara, inspector? -pregunto Luxford-. Ya ve que estoy ocupado. ¿Podernos ir al grano?

– El grano es Charlotte Bowen.

Luxford paseó la vista entre Lynley y Nkata. No era idiota, no les iba a proporcionar la menor información hasta averiguar lo que sabían.

– Sabemos que usted es el padre de la niña -dijo Lynley-. La señora Bowen lo confirmó anoche.

– ¿Cómo está? -Luxford cogió uno de los gráficos, pero no lo miró, sino que miró a Lynley-. Le he telefoneado. No devuelve mis llamadas. No he hablado con ella desde el domingo por la noche.

– Supongo que está tratando de superar el golpe -comentó Lynley-. No creía que las cosas fueran a terminar así.

– Tengo escrita la historia -explicó Luxford-. La hubiera publicado si ella me hubiera dado la autorización.

– Sin duda -dijo Lynley.

Luxford le miró con cautela al captar la sequedad de su tono.

– ¿Para qué han venido?

– Para hablar de Baverstock.

– ¿Baverstock? ¿Qué demonios…?

Luxford miró a Nkata, como esperando que el agente contestara. Éste se limitó a acercar una silla y sentarse. Introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una libreta y un lápiz. Se preparó para anotar las palabras de Luxford.

– Usted entró en el Colegio Masculino Baverstock a los once años -dijo Lynley-. Estuvo en él hasta los diecisiete. Interno.

– ¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso con Charlotte? Ha dicho que ha venido para hablar de Charlotte.

– Durante esos años perteneció a un grupo llamado los Exploradores de Beaker, una sociedad arqueológica de aficionados. ¿Es eso cierto?

– Me gustaba excavar en la tierra. Muchos chicos lo hacen. No veo qué importancia tiene eso para su investigación.

– Esta sociedad, los Exploradores de Beaker, trabajó a fondo. Estudió túmulos, terraplenes, círculos de piedras y cosas por el estilo. Se familiarizó con la configuración del terreno, ¿verdad?

– ¿Y qué? No entiendo adónde quiere ir a parar.

– Usted fue presidente de la sociedad durante sus dos últimos años en Baverstock, ¿no es así?

– También fui director del Bavernian Biannual y el Orarle. Para completar su imagen de mis días escolares, inspector, he de decir que fracasé en todos mis intentos de ser un buen jugador de críquet. ¿Le parece que me he dejado algo?

– Sólo un detalle. El emplazamiento del colegio.

Luxford frunció el ceño con perplejidad.

– Wiltshire -dijo Lynley-. El colegio Baverstock está en Wiltshire, señor Luxford.

– Hay muchas cosas en Wliltshire, y la mayoría son más interesantes que las de Baverstock.

– No lo dudo, pero no cuentan con la ventaja de Baverstock, ¿verdad?

– ¿Qué ventaja?

– La de estar a menos de diez kilómetros del lugar donde fue encontrado el cadáver de Charlotte Bowen.

Luxford dejó poco a poco sobre la mesa el gráfico que sostenía. Recibió la revelación de Lynley en absoluto silencio. Fuera del edificio, once pisos más abajo, una ambulancia puso en marcha la sirena para abrirse paso entre el tráfico.

– Una curiosa coincidencia, ¿no cree? -preguntó Lynley. -Así es, y usted lo sabe, inspector.

– Me resisto a creerlo.

– No creerá que tengo algo que ver con lo sucedido a Charlotte, ¿verdad? Es una idea demencial.

– ¿Cuál de las dos posibilidades? ¿Que esté implicado en el secuestro de Charlotte, o que esté implicado en su muerte?

– Las dos. ¿Qué se cree que soy?

– Un hombre preocupado por el tiraje de su periódico. Por lo tanto, un hombre en busca del mejor reportaje.

Pese a sus protestas y a lo que hubiera intentado ocultar a Lynley, la atención de Luxford se desvió un instante hacia los gráficos y esquemas desperdigados sobre la mesa, la sangre de su periódico y su trabajo. Aquella única mirada era más significativa que todo cuanto había dicho.

– En algún momento -continuó Lynley- tuvieron que sacar a Charlotte de Londres en un vehículo.

– No tuve nada que ver con eso.

– No obstante, me gustaría echar un vistazo a su coche. ¿Está aparcado cerca?

– Quiero un abogado.

– Por supuesto.

Luxford cruzó la habitación hacia su escritorio. Rebuscó entre unos papeles y cogió un listín telefónico encuadernado en piel, que abrió con una mano mientras asía el auricular con la otra, y empezaba a marcar un número.

– El agente Nkata y yo tendremos que esperarle, por supuesto -dijo Lynley-. Lo cual puede llevar cierto tiempo. Por lo tanto, si está preocupado por la interpretación que pueda dar la sala de redacción a nuestra visita, quizá deba pensar en qué deducirán cuando nos vean paseando ante su despacho mientras esperamos la llegada de su abogado.

El director siguió pulsando dígitos. Su mano se inmovilizó sobre el teléfono antes de llegar al séptimo. Lynley esperó a que tomara la decisión. Vio que una vena latía en la sien del otro hombre.

Luxford colgó el auricular con violencia.

– De acuerdo -dijo-. Les conduciré hasta el coche.

Era un Porsche. Estaba en el aparcamiento subterráneo, que olía a orín y gasolina, a menos de cinco minutos del edificio del Source. Entraron en silencio, precedidos por Luxford. Sólo se había parado a ponerse la chaqueta y decir a la señorita Wallace que estaría fuera un cuarto de hora. No había mirado a derecha ni izquierda cuando les condujo hasta el ascensor, y cuando un hombre barbudo vestido con una sahariana le había dicho «Den ¿podemos hablar un momento, por favor?» desde la puerta de un despacho situado al final de la sala de redacción Luxford no le había hecho caso. No había hecho caso a nadie.

El coche estaba en el quinto nivel del garaje, embutido entre un sucio Range Rover y una furgoneta blanca con la inscripción.

AL SERVICIO DEL GOURMET

Cuando se acercaron, Luxford sacó del bolsillo un diminuto mando a distancia y desactivó la alarma del Porsche. El pitido despertó ecos en el edificio de cemento, como un pájaro que hipara.

El agente Nkata no esperó la invitación. Se puso un par de guantes, abrió la puerta del pasajero y se deslizó en el interior. Examinó el contenido de la guantera y de la consola situada entre ambos asientos. Levantó las alfombrillas de los dos lados. Introdujo las manos en los compartimientos de las puertas. Salió del coche y movió los asientos hacia adelante para acceder al espacio de atrás.

Luxford lo contempló sin decir palabra. Pasos vivaces sonaron cerca, pero no se volvió para ver si alguien observaba el registro de Nkata. Tenía la cara impasible. Era imposible saber lo que ocurriría bajo aquella superficie estólida.

Los pies de Nkata arañaron el cemento cuando introdujo más su cuerpo larguirucho dentro del coche. Emitió un gruñido, al que Luxford respondió.

– Pierda la esperanza de encontrar algo remotamente relacionado con su investigación en mi coche. Si quisiera transportar a una niña de diez años fuera de la ciudad, no utilizaría mi propio vehículo. No soy idiota. Además, la idea de trasladar en secreto a Charlotte en un Porsche es absurda. Un Porsche, por el amor de Dios. Ni siquiera tiene espacio para…