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Debo confesar que me detuve antes de entrar. En mi carácter acababa de operarse una revolución. El administrador esperaba, boquiabierto, conteniendo la respiración, mientras yo lo miraba fijamente durante medio minuto. -¿Conque se figuraba usted que me lo iba a birlar sin más ni más? -le pregunté, al fin, con tono sardónico.

– Usted había dicho que regresaba a Europa-dijo, con un chillido lastimero-. Usted lo dijo. ¡Usted lo dijo…!

– Veremos lo que dirá el capitán Ellis de semejante excusa-repuse lentamente, con aire siniestro.

Su mandíbula inferior no había dejado de temblar y su voz se asemejaba al balido de una cabra enferma.

– ¿Me ha denunciado usted…? ¡Usted me ha perdido!…

Ni su angustia ni el absurdo aspecto que presentaba lograron desarmarme. Era aquélla la primera vez que trataban de perjudicarme voluntariamente o, al menos, la primera que me daba cuenta de ello. Y todavía era yo muy joven, todavía me hallaba de este lado de la línea de sombra para no sorprenderme e indignarme.

Lo miré con expresión inflexible. Era preciso dejar a aquel bribón temblando de miedo. Se golpeó la frente, mientras yo entraba en el edificio, perseguido hasta el comedor por sus lamentaciones:

– Bien decía yo que usted sería la causa de mi muerte…

No solamente me alcanzaron esos lamentos, sino que resonaron hasta en la galería, haciendo salir de ella al capitán Giles.

Le vi ante mí, sobre el umbral de la puerta, en toda la vulgar solidez de su cordura. La cadena de oro brillaba sobre su pecho. Su mano blandía la pipa encendida.

Le tendí la mano calurosamente, y, no sin cierta sorpresa, terminó por contestar a mi gesto con bastante cordialidad, y con la leve sonrisa de una sapiencia superior, que, como un cuchillo, cortó mis demostraciones de gratitud. Creo que ya no logré articular una palabra más. Además, a juzgar por el calor de mi rostro, me había ruborizado como si acabara de cometer una mala acción. Adoptando un aire de indiferencia, le pregunté entonces cómo demonios había hecho para descubrir el pequeño complot que tan secretamente se había tramado.

Con tono de complacencia murmuró que apenas sucedía nada en la ciudad de cuyas interioridades no estuviese él enterado. Y en cuanto

al Hogar, desde hacía diez años se alojaba en él de vez en cuando. Nada de lo que pasaba en él podía escapara su gran experiencia. Aquello no le había costado ningún trabajo. Absolutamente ninguno.

Luego, con su gruesa y plácida voz, expresó su deseo de saber si me había quejado oficialmente de la actitud del administrador.

Le contesté que no, a pesar de que no me había faltado ocasión para hacerlo, ya que el capitán Ellis había comenzado por echarme una reprimenda de la manera más ridícula por no haberme encontrado en el Hogar cuando tenía necesidad de mí.

– Es un viejo divertido -me interrumpió el capitán Giles-. ¿Y qué le respondió usted?

– Le dije, sencillamente, que en cuanto me enteré de su mensaje me había presentado en la Oficina. Nada más. No tenía intención de perjudicar al administrador. No vale la pena hacer daño a un individuo semejante. No, no me quejé, pero creo que él está persuadido de lo contrario. Dejémosle que lo crea. Saldrá ganando un susto, que no olvidará tan pronto, pues de un puntapié el capitán Ellis sería capaz de enviarlo al centro de Asia…

– Espéreme un momento -dijo el capitán Giles, alejándose bruscamente.

Tomé asiento. Me sentía extenuado, con la cabeza pesada. Apenas había tenido tiempo para reunir mis ideas, cuando ya regresaba el capitán Giles, excusándose por la ausencia y murmurando que había querido ir a tranquilizar a aquel individuo.

Le miré, sorprendido. Aunque, en el fondo, aquello me daba igual.-Me explicó que había encontrado al administrador tendido boca abajo sobre el canapé. Ahora, ya estaba tranquilo.

– No se hubiera muerto de miedo -dije con desprecio.

– No, pero habría podido tomarse una dosis demasiado alta de uno de esos frasquitos que guarda en su habitación -respondió el capitán gravemente-. Ya una vez, hace dos años, ese imbécil trató de envenenarse.

– ¿De veras? -pregunté con frialdad-. En todo caso, su existencia no creo que sea muy preciosa.

– Lo mismo podría decirse de muchas otras.

– ¡No exagere! -protesté, riendo con nerviosismo-. Pero ahora me pregunto sinceramente qué sería de esta parte del mundo, capitán Giles, si usted le retirase su protección. En sólo una tarde me ha procurado usted un mando y ha salvado la vida del administrador. Lo que no acabo de comprender es que haya podido usted manifestar tanto interés por uno y otro al mismo tiempo.

El capitán Giles permaneció un momento silencioso. Luego, repuso gravemente:

– En el fondo, no es un mal administrador. En todo caso, sabe encontrar un buen cocinero. Y, lo que vale más, es capaz de conservarlo. Recuerdo los cocineros que teníamos aquí antes de su llegada…

Debí de hacer un movimiento de impaciencia, pues Giles se detuvo, excusándose de entretenerme con su charla cuando lo más probable era que careciese de tiempo suficiente para hacer mis preparativos.

Lo que en realidad necesitaba yo era estar a solas un momento. Así pues, me apresuré a aprovechar la ocasión. Mi alcoba, situada en un ala aparentemente inhabitada de la casa, era un refugio tranquilo. No teniendo nada que hacer, ya que no había desembalado mis cosas al llegar, me senté sobre el lecho y me abandoné a las influencias del momento. A las influencias inesperadas…

Ante todo, me sorprendió mi estado de ánimo ¿Por qué no estaba más sorprendido? ¿Por qué? En un abrir y cerrar de ojos me veía investido de un mando, y no de acuerdo con el curso habitual de las cosas, sino como por arte de magia. Realmente, debería estar mudo de asombro. Pues no. Me asemejaba a esos personajes de los cuentos de hadas, a los que nada sorprende nunca. Cuando de una calabaza brota una carroza de gala perfectamente equipada para conducirla al baile, Cenicienta no se maravilla, sino que sube muy tranquila a la carroza y parte hacia su magnífico destino.

El capitán Ellis -especie de hada feroz- había sacado del cajón de su escritorio un nombramiento de capitán casi tan milagrosamente como en un cuento de hadas. Pero un mando es una idea abstracta, y sólo me pareció una maravilla de segundo orden, hasta que hube entrevisto como en un relámpago que implicaba la existencia concreta de un barco.

¡Un barco! ¡Mi barco! Aquel barco era mío; la posesión y custodia de él me pertenecía más absolutamente que ninguna otra cosa en el mundo; él iba a ser el objeto de mi responsabilidad y devoción; me esperaba allá lejos, encadenado por un sortilegio, incapaz de moverse, de vivir, de recorrer el mundo hasta que yo no hubiese llegado -semejante a una princesa encantada-. Su llamamiento me había venido del cielo, en cierto modo. Yo jamás había sospechado su existencia; ignoraba su aspecto; apenas había oído su nombre y, sin embargo, he aquí que estábamos ya indisolublemente unidos para una cierta porción de nuestro futuro, destinados a hundirnos o a navegar juntos.

Una pasión súbita, hecha de ávida impaciencia, corrió de repente por mis venas y despertó en mí una sensación de vida intensa que hasta entonces había ignorado y que no he vuelto a experimentar después.

Entonces descubrí hasta qué punto era yo marino de corazón, de pensamiento y, por así decirlo, físicamente; un hombre que sólo se interesaba por el mar y los barcos: el mar, el único mundo que contaba, y los barcos, piedra de toque de la virilidad, del temperamento, del valor y la fidelidad… y del amor.

Fue un momento delicioso; un momento único. Me puse de pie en un salto y durante un largo rato caminé arriba y abajo por la habitación. No obstante, cuando pasé al comedor, ya había recobrado el dominio de mí mismo. Una 'completa inapetencia era la única huella que quedaba de mi agitación.

Tras declarar mi intención de trasladarme a pie al muelle, en vez de hacerlo en coche, el desgraciado administrador -preciso es reconocerlo- dio pruebas de gran actividad, buscando a los culis que debían transportar mi equipaje. Partieron al fin, llevando todo lo que me pertenecía -a excepción de un poco de dinero que llevaba en el bolsillo- colgado de una larga pértiga. El capitán Giles se ofreció a acompañarme.