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Quise cerciorarme de que habían reunido todos los cabos en cubierta. La única manera de averiguarlo era tanteando con el pie. Al avanzar prudentemente, tropecé con alguien, en quien reconocí de inmediato a Ransome. Aún tenía una solidez física, que se me reveló al contacto. Estaba apoyado en el cabrestante de popa, y permaneció silencioso. Fue como una revelación. Era él aquella silueta caída y jadeante que había distinguido antes mientras dirigía la maniobra.

– ¡Pero ha ayudado usted a ceñir la vela mayor! -exclamé en voz baja. -Sí, capitán -respondió con tranquilidad.

– ¡Pero Ransome! ¿En qué estaba usted pensando? No debe hacer esas cosas.

Después de una pausa, asintió.

– En efecto, supongo que no debería.

– Después de una nueva pausa, agregó rápidamente, con su jadear revelador-: Ahora me siento perfectamente.

Yo no oía ni veía a nadie más que a él; pero, cuando alcé la voz, tristes murmullos se levantaron para contestarme desde popa, y me pareció como si unas sombras oscilasen de un lado a otro. Ordené soltar todas las drizas y tenerlas a punto para la maniobra.

– Yo me ocuparé de ello, capitán -propuso Ransome con su dulce voz habitual, voz que consolaba a la vez que despertaba la compasión.

Aquel hombre habría debido hallarse en su lecho, descansando, y mi verdadero deber debería haber sido enviarlo a él. Pero tal vez no me hubiese obedecido. Como no tenía la firmeza de ánimo necesaria para obligarlo, me contenté con decirle: -Muy bien, Ransome, pero no se agite demasiado.

Al volver a popa, me encontré con Gambril. Bajo la luz, su rostro, surcado de sombras, tenía un aspecto siniestro, al fin reducido al silencio. Le pregunté cómo se sentía, esperando apenas una respuesta, de modo que su relativa locuacidad me sorprendió:

– Estos ataques de fiebre me dejan hecho una piltrafa, capitán -me dijo, sin dejar esa expresión de indiferencia general hacia todo lo que no fuera su trabajo que debe tener siempre un timonel-. Y antes de que haya podido recuperar mis fuerzas, llega otro acceso, que me aniquila de nuevo.

Suspiró. En su acento no había la menor queja, pero sólo las palabras bastaban ya para hacerme sentir un remordimiento horrible. Por un momento, quedé mudo. Al fin, cuando se disipó esa horrible sensación, le pregunté:

– ¿Se siente usted con fuerzas para mantener el timón si el navío empieza a ir para atrás? Pero hay que tener cuidado de que no ocurra alguna avería en el timón. Ya, sin eso, es bastante difícil la situación.

Con tono que denotaba cansancio, me respondió que aún le quedaban bastantes fuerzas para agarrarse a la rueda. Podía asegurarme que el gobernalle no se le escaparía de las manos. Eso era cuanto tenía que decir.

En ese momento apareció Ransome a mi lado, surgiendo súbitamente de las tinieblas a la luz, con su rostro serio y su voz amable.

Me aseguró que, al menos a juzgar por el tacto, todos los cabos se hallaban sobre cubierta, listos para ser largados. Reinaba tal oscuridad que no se veía a dos pasos de distancia. Frenchy se había colocado a proa y aseguraba sentirse un tanto remozado.

Al decir esas palabras, una débil sonrisa alteró por un instante el puro y firme dibujo de los labios de Ransome. Con sus claros ojos grises, siempre graves, y su reposado temperamento, Ransome era realmente un hombre inestimable, con un alma tan firme como los músculos de su cuerpo.

Era el único hombre a bordo -exceptuándome a mí; pero yo necesitaba conservar la libertad de mis movimientos- con cuyo vigor físico se podía contar. Por un instante, me pregunté si no haría bien confiándole el timón, pero el terrible conocimiento del enemigo que llevaba en su cuerpo me hizo vacilar. Mi ignorancia de toda fisiología me hacía pensar que podría morirse súbitamente de emoción, en un momento crítico.

Mientras esa horrible aprensión refrenaba las palabras que ya tenía en la punta de la lengua, Ransome retrocedió dos pasos y desapareció de mi vista.

De inmediato, sentí cierta desazón, como si me hubiesen retirado un apoyo. Avancé y, saliendo del círculo de luz, entré en aquellas tinieblas que se erguían ante mí como un muro. Me bastó un paso para penetrar en ellas. Tales debieron de ser las tinieblas anteriores a la creación. Tras cerrarse tras de mí, me supe invisible para el timonel. Tampoco yo veía nada. Él estaba solo, yo también, cada uno solo en su puesto. Toda forma se había borrado: arboladura, velas, aparejo, batayola, todo se había desvanecido en la horrible densidad de aquella noche absoluta.

La luz de un relámpago habría sido un alivio físico. Lo habría llamado con todas mis fuerzas de no haber sido por la aprensión terrible del trueno. Era tan fuerte esta opresión del silencio, que se me antojaba que el primer trueno bastaría para reducirme a polvo.

Y el trueno era, probablemente, lo primero que llegaría. Entumecido de pies a cabeza, respirando apenas, esperaba con una inquietud horrible. No sucedía nada. Era para volverse loco. Pero un dolor sordo, que invadió la parte inferior de mi rostro, me hizo comprender que, sabe Dios desde hacía cuánto tiempo, estaban rechinando los dientes.

Es extraordinario que no hubiese oído el ruido, pero lo cierto es que los dientes me rechinaban. Haciendo un esfuerzo que absorbió todas mis facultades, logré inmovilizar la mandíbula. Aquello no exigía mayor atención, y mientras lo hacía me sorprendió un ruido extraño, unos golpes irregulares, que resonaban débilmente sobre el puente. Se- los oía tan pronto separadamente, como dobles, como en grupos. Mientras me asombraba de esa misteriosa diablura, algo cayó ligeramente bajo mi ojo izquierdo y sentí una gruesa lágrima rodar por mi mejilla. Gotas de lluvia. Enormes gotas de lluvia. Signos anunciadores de algo que se avecinaba. Tap, tap, tap…

Me volví hacia Gambril y le supliqué encarecidamente que se «agarrase al timón, pero la emoción me impedía casi hablar. El momento fatal había llegado. Contuve la respiración. El gotear había cesado tan repentinamente como empezara, renovando así la intolerable espera; era como una nueva vuelta de tornillo en el suplicio de la rueda. No creo que hubiera podido perder el dominio de mí mismo hasta gritar, pero recuerdo con toda claridad haber tenido la convicción de que, realmente, ya no me quedaba otro recurso.

De repente -¿cómo expresarlo?- sí, de repente, las tinieblas se transformaron en agua. Ésta es la única imagen adecuada. Una lluvia densa, un aguacero torrencial, comenzó a caer estrepitosamente. Se lo oía aproximarse caminando sobre el mar, sobre el aire mismo, me parecía. Sin el menor murmullo ni crujido preliminar, sin la menor salpicadura, sin siquiera la sombra de un contacto, me sentí instantáneamente calado hasta los huesos. Cierto que eso no era muy difícil, pues sólo llevaba un pijama. En un instante, el agua empapó mis cabellos, resbaló sobre mi piel, me llenó nariz, ojos y orejas. En menos de un segundo, tragué una buena cantidad.

En cuanto a Gambril, estaba casi sofocado. Tosía lamentablemente, con la tos quebrada de un enfermo, y sólo lo divisaba como se ve a un pez en un acuario, a la luz de una bombilla eléctrica: una silueta confusa y fosforescente. Con la diferencia de que Gambril no se movía. Pero aún pasó otra cosa: las dos lámparas de la bitácora se apagaron a la vez. Supongo que el agua lograría penetrar en el interior, aunque ello me parecía imposible, encajando como encajaban perfectamente en sus fanales.

El último rayo de luz del universo había desaparecido, seguido por una sorda exclamación de Gambril. A tientas me dirigí hacia él y lo cogí del brazo, un brazo espantosamente flaco.

– No se preocupe-le dije-. No necesita usted luz. Todo lo que se precisa es mantener el viento a popa cuando se levante. ¿Me comprende?

– Sí, sí, capitán… Pero preferiría tener alguna luz -agregó nerviosamente.