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Durante todo ese tiempo él barco había permanecido inmóvil como una roca. El ruido del agua que goteaba de las velas y el aparejo, y fluía sobre la toldilla, había cesado bruscamente. Los imbornales de la toldilla continuaron todavía por un momento su gotear, y luego un silencio absoluto, unido a una completa inmovilidad, nos anunció que todavía no habíamos triunfado sobre el maleficio, que todavía estábamos al borde de una catástrofe que nos acechaba en las tinieblas.

Sin poder contenerme, avancé con paso febril. No necesitaba ver para recorrer con una seguridad absoluta la toldilla de mi primer mando, de mi nefasto primer mando. Cada pulgada de sus cubiertas se había grabado indeleblemente en mi cerebro, con el veteado y los nudos de cada una de sus tablas. Y, sin embargo, de pronto tropecé violentamente con algo que me hizo caer de bruces.

Se trataba de algo grueso y vivo. No era un perro, no; más bien parecía un cordero; pero a bordo no había animales. ¿Cómo había podido un animal…? Aquello aumentó el horror sobrenatural hasta un punto que ya no podía resistir. Sentí que mis cabellos se erizaban sobre mi cabeza, mientras me ponía de pie, terriblemente espantado; no como puede estarlo un hombre cuando su juicio y su razón procuran resistir todavía, sino completa, absolutamente espantado; espantado de un modo inocente, por así decirlo; espantado como un niño.

¡Por fin, pude distinguir aquella cosa! Las tinieblas, que acababan de convertirse, en gran parte, en agua, habían menguado un tanto. ¡Allí estaba! Pero hasta el momento en que aquello hizo un esfuerzo para levantarse, no se me ocurrió que pudiera ser Mr. Burns saliendo, a gatas, de la toldilla, y aun entonces la primera imagen que se me ocurrió fue la de un oso.

Y como un oso gruñó cuando le eché los brazos en torno al cuerpo. Se había envuelto en un enorme abrigo de lana, cuyo peso abrumaba su debilidad. Apenas pude sentir a través de aquella gruesa tela su cuerpo increíblemente flaco, pero su gruñido tenía profundidad y sustancia.

«¡Maldito barco silencioso, con su tripulación de gallinas, que andan en puntillas! ¿Es que no podían pisar fuerte, como hacen los hombres? ¿No había entre todos un pícaro, uno solo, que fuese capaz de cantar durante la maniobra?»

– ¿A qué esconderse, capitán? -agregó luego, tomándola conmigo-. Es inútil pensar que nos vamos a librar de ese viejo bandido, y, en todo caso, no sería ése el modo de lograrlo. Hágale usted frente, como lo he hecho yo. Lo que se necesita es audacia;. demuéstrele usted que se burla de todas sus endemoniadas jugarretas. Atáquelo francamente.

– ¡Demonio, Mr. Burns! -exclamé, colérico-. ¿Por qué diablos ha salido usted de su litera? ¿Qué pretende usted subiendo a cubierta en ese estado?

– ¡No hay otro remedio! ¡Audacia! Es la única manera de atemorizar a ese viejo canalla. Lo empujé, sin que dejase de gruñir, contra el parapeto.

– ¡Agárrese ahí! -le grité con rudeza. Realmente, no sabía qué hacer. A toda prisa, me alejé de él, para correr hacia Gambril, que, con voz débil, me avisaba que creía sentir un poco de brisa. En efecto, percibí un débil crujir de tela mojada, muy por encima de mi cabeza, y el tintinear de una cadena suelta…

Eran unos ruidos extraños, alarmantes, turbadores, en el mortal silencio del aire que me rodeaba. Por mi espíritu pasaron todos los casos que había oído contar de palos mayores arrancados, cuando no soplaba ni el viento necesario para apagar una cerilla.

– No puedo ver las velas altas, capitán -declaró Gambril, estremeciéndose.

– Mantenga firme el timón, y todo irá bien -le dije, con tono de confianza.

El pobre diablo tenía los nervios agotados, y yo no me hallaba en mucho mejor estado. Fue un momento de tensión suprema, que se resolvió en la brusca sensación de que el barco avanzaba como por impulso propio bajo mis pies. Oí claramente el soplar del viento sobre mi cabeza y los sordos crujidos de la arboladura, mucho antes de sentir el menor soplo sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, ansioso y privado de toda vista, como los ojos de un ciego.

De pronto, el sonido de una nota más fuerte llegó a nuestros oídos y las tinieblas se deshicieron en lluvia sobre nuestros cuerpos, helándonos. Gambril y yo empezamos a temblar violentamente bajo nuestros delgados vestidos de algodón, que se nos pegaban al cuerpo.

– Todo va bien ahora, Gambril -señalé-. Lo único que tiene usted que hacer es conservar el viento en popa. Seguramente podrá usted hacerlo. Un niño lograría gobernar el barco con un mar tan tranquilo.

El hombre murmuró: -Sí, un niño sano.

No pude por menos de avergonzarme de no haber padecido también la fiebre que había destrozado el vigor de todos, salvo el mío, sin duda

a fin de que mi remordimiento pudiera ser más amargo, más agudo el sentimiento de mi incapacidad y más pesada la responsabilidad que sobre mí gravitaba.

Sobre aquel mar tranquilo, el barco, casi inmediatamente, había adquirido buena marcha. Se lo sentía deslizarse, sin otro ruido que un misterioso rechinar a lo largo de la borda. Ninguna otra cosa -ni el más leve balanceo, ni el menor cabeceo-, revelaba el movimiento. Era una estabilidad desconsoladora que venía durando dieciocho días, pues ni un solo instante, durante aquel tiempo, tuvimos viento suficiente para ver ondular el mar. La brisa refrescó de repente, haciéndome pensar que ya era tiempo de hacer bajar a Mr. Burns, quien no podía servir de otra cosa que de estorbo. Sin contar que era lo bastante insensato para echar a andar de un lado a otro del barco, expuesto a romperse un miembro o a caer por la borda.

Me consoló el ver que había tenido la sensatez de permanecer en el lugar en que lo había dejado. Sin embargo, continuaba farfullando a solas, de forma poco tranquilizadora.

Era desconsolador. Con el tono más natural, hice esta observación:

– Desde que salimos de la rada no habíamos tenido una brisa como ésta.

– Y es un viento que muy bien puede durar -gruñó juicioso. Esta observación era la de un marino perfectamente sano de espíritu. Pero, inmediatamente, agregó-: Ya era tiempo de que subiese a cubierta. He tratado de recuperar mis fuerzas con este objeto…, sólo con este objeto, ¿sabe usted, capitán?

Respondí que sí y le sugerí que lo mejor que podía hacer ahora era bajar a descansar.

– ¿Bajar? Ciertamente que no, capitán -replicó, con aire indignado.

Aquel hombre me estorbaba horriblemente. Sin contar que enseguida comenzó a discutir. Yo sentía, en la oscuridad, su agitación insensata.

– Usted no sabe cómo arreglar este asunto, capitán. ¡Y cómo habría de saberlo! ¿A qué todo este hablar en voz baja y este andar de puntillas? No irá usted a creerse que se puede librar de una bestia tan solapada y astuta como era aquel bandido. Usted nunca lo oyó hablar. Había para ponerle a uno los pelos de punta. ¡No, no!, no estaba loco. No estaba más loco que yo. Era, francamente, malo; ésta es la verdad. Lo bastante perverso para atemorizar a casi todo el mundo. Le diré lo que era: en el fondo, era nada menos que un ladrón y un asesino. ¿Y cree usted que habrá cambiado ahora por estar muerto? ¡De ningún modo! Su cuerpo está ahora a cien brazas bajo el agua, pero él sigue siendo el mismo… A los 8° 20' de latitud norte.

Gruñó, con expresión de reto. Yo observaba con resignada laxitud que la brisa había disminuido ligeramente mientras él divagaba.

– Yo habría debido arrojar a aquel miserable por encima de la borda, como si fuese un perro -prosiguió Mr. Burns-. Solamente por consideración a los hombres… Cuando se piensa que fue preciso leer el oficio de difuntos para una bestia semejante… «Nuestro difunto hermano…» Movía a risa, y eso era, precisamente, lo que él no podía soportar. Creo que yo fui el único que nunca se atrevió a reírse de él en sus barbas. Cuando cayó enfermo, le entró un canguelo al tal… hermano… ¡Hermano! Tanto valdría llamar hermano a un tiburón.