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La brisa había cesado tan repentinamente que las velas húmedas, a causa de la misma velocidad del barco, fueron a golpear pesadamente el mástil. De nuevo éramos víctimas de los maleficios de aquella inmovilidad mortal. Parecía como si no pudiera haber salvación posible.

– ¿Qué? -exclamó Mr. Burns, con tono de alarma-. ¿Calma otra vez?

Me dirigí a él como si estuviese en plena posesión de su juicio.

– Ésta es la clase de tiempo que hemos tenido constantemente desde hace diecisiete días, Mr. Burns -le dije, con profunda amargura-. Un soplo insignificante de brisa, y enseguida una calma chicha; dentro de un momento verá usted girar el barco sobre su quilla y poner la proa hacia el diablo sabe dónde.

Al vuelo cogió Mr. Burns la palabra.

– ¡Ese maldito viejo del diablo! -exclamó con voz aguda, y se echó a reír, con la risa más estruendosa que me fuera dado oír nunca. Era una risa provocativa, burlona, con una nota aguda de reto; una risa que ponía los pelos de punta. Al oírla, retrocedí estupefacto.

De inmediato oí murmullos de espanto en la cubierta, a popa.

Encima de nosotros, desde las tinieblas, una voz alarmada gritó:

– ¿Quién se ha vuelto loco ahora?

¡Tal vez pensaban que era su capitán! Decir que se precipitaron no es lo más indicado para expresar el máximo apresuramiento de que eran capaces aquellos pobres diablos; pero, en un lapso de tiempo sorprendentemente corto, todos los de la tripulación que podían tenerse en pie se encontraron reunidos a popa.

– Es el segundo… -les grité-. Que dos de vosotros lo sujeten…

Yo esperaba que aquello terminaría con un simulacro de lucha, pero la risa burlona de

Mr. Burns cesó bruscamente. Volviéndose hacia ellos furioso, les gritó:

– ¡Ah, sois vosotros, perros! Habéis encontrado vuestras lenguas, ¿eh? Yo creía que os habíais vuelto mudos. Pues bien, reíd, en ese caso, reíd, os digo. Vamos, todos juntos, a la vez… ¡Una, dos, tres: a reír!

Se hizo el silencio, un silencio tan profundo que se habría oído el ruido de un alfiler al caer sobre cubierta.

Luego, la voz imperturbable de Ransome murmuró con tono amable estas palabras: -Me parece, capitán, que ha perdido el conocimiento.

El grupo inmóvil que formaban los hombres se dispersó, con un sordo murmullo de alivio. -Yo lo he cogido por los brazos; que lo coja alguien por los pies.

Sí, era un alivio. Ya no se lo oiría más por un tiempo -por algún tiempo-. Realmente, no habría podido soportar un nuevo estallido de risa insensata. Sin embargo, ése fue el momento que escogió Gambril, el austero Gambril, para obsequiarnos con otra ejecución vocal. De pronto, comenzó a pedir ayuda. Se lo oía gemir lastimeramente en la oscuridad.

– ¡Que venga alguien a popa! No tengo fuerzas. Va a echar a andar y no puedo…

Me precipité hacia él, azotado en el camino por una ráfaga de brisa, que el oído de Gambril había oído acercarse de lejos y que vino a hinchar las grandes velas con una sucesión de ruidos apagados, a los que se mezclaba la sorda quejumbre de las perchas. Llegué en el momento preciso para agarrar el timón, mientras Frenchy, que me había seguido, recibía en sus brazos a Gambril, desplomado. Arrastrándolo a un lado, fuera del paso, le aconsejó que permaneciese allí un buen rato, tranquilamente tendido; luego, adelantándose para sustituirme en el timón, me preguntó con calma:

– ¿Qué ruta, capitán?

– Por ahora, derecho y viento en popa. Dentro de un instante le traeré una luz.

Pero, cuando me dirigía hacia proa, me encontré con Ransome, que traía la lámpara de recambio de la bitácora. Este hombre lo observaba todo, lo vigilaba todo y cada uno de sus movimientos llevaba un remedio en torno a él. Al pasar cerca de mí, observó, con tono consolador, que las estrellas reaparecían. Era verdad. La brisa barría aquel cielo color de hollín y rompía el silencio indolente del mar.

La barrera de horrible inmovilidad que venía aprisionándonos desde hacía tantos días, estaba rota al fin. Comprendiéndolo así, me dejé caer

sobre el borde de la lumbrera. Una delgada y blanca línea de espuma, tenue, muy tenue, se quebró a lo largo de la borda. La primera desde hacía una eternidad, ¡una eternidad!, y de no haber sido por mi sentimiento de culpa, que se mezclaba secretamente a todos mis pensamientos, habría gritado de alegría.

Vi a Ransome de pie ante mí.

– ¿Cómo va el segundo? -le pregunté con tono de ansiedad-. ¿Continúa sin sentido?

– Realmente, capitán, es curioso lo que le pasa-me dijo Ransome, que evidentemente estaba desconcertado-. No ha abierto la boca y tiene los ojos cerrados. Pero a mí me hace el efecto de un sueño profundo, y nada más. Acepté esta manera de ver como la menos mala o, en todo caso, la menos molesta. Desvanecimiento profundo o profundo sueño, por el momento era preciso dejar a Mr. Burns abandonado a sí mismo. Ransome declaró de pronto: -Me parece que necesita usted un abrigo, capitán.

– Creo lo mismo -convine con un suspiro. Pero no me moví. Realmente, lo que necesitaba eran miembros nuevos. Mis brazos y mis piernas me parecían completamente inútiles, completamente inutilizables. Ya no me hacían daño. Me levanté, no obstante, para cubrirme con el abrigo que me trajo Ransome. Y cuando me propuso llevar a Gambril a proa, contesté: -Bien. Voy a ayudarle a bajarlo al puente.

Me di cuenta de que estaba en perfecto estado de hacerlo. Entre ambos, levantamos a Gambril, que trató de comportarse valientemente, pero no por ello dejó de suplicarnos, una y "otra vez, con tono lastimero:

– ¡No me dejéis caer al llegar a la escala! ¡No me dejéis caer al llegar a la escala!

La brisa -una verdadera brisa-, esta vez continuó soplando. Al levantarse el sol, logramos por medio de una cuidadosa maniobra del timón, y aprovechando el mar tranquilo, que las vergas de trinquete se escuadreasen por sí mismas; y ya sólo tuvimos que tirar de los cabos. De los cuatro hombres que había tenido conmigo durante la noche, sólo vi a dos. Al preguntar por los otros, me enteré de que habían cedido a la enfermedad. Aunque sólo pasajeramente, me atreví a esperar.

Los diversos trabajos que debíamos efectuar a proa nos ocuparon durante varias horas; los hombres que me quedaban sólo podían moverse lentamente, deteniéndose con frecuencia para tomar aliento. Uno de ellos observó:

– Todo parece pesar a bordo cien veces más de su peso.

Ésa fue la única queja que oí. No sé lo que hubiéramos hecho sin Ransome. Compartió nuestro trabajo, silencioso también, con una sonrisa glacial en los labios.

De vez en cuando, le murmuraba yo: «Poco a poco, Ransome, no se apresure», y por toda respuesta me lanzaba una mirada rápida.

Cuando se hubo hecho cuanto se podía hacer para la seguridad del barco, desapareció en su cocina. Algún tiempo después, yendo a echar una mirada a proa y estando abierta la puerta de la cocina, lo vi sentado sobre el cofre, ante la hornilla, con la cabeza echada hacia atrás y apoyada contra el tabique. Tenía los ojos cerrados; sus manos -tan hábiles y solícitas- mantenían abierta su delgada camisa de algodón, dejando patéticamente al desnudo su robusto torso, agitado por un jadear doloroso y difícil. No me oyó. Me retiré en silencio y regresé a la toldilla para relevar a Frenchy, que en aquel momento comenzaba a tener bastante mal aspecto. Me dio la ruta con mucha exactitud y se esforzó por alejarse con paso ligero, pero, antes de que desapareciera de mi vista, lo vi tambalearse por dos veces.

Me quedé, pues, solo en la popa, sosteniendo el timón de mi barco, que huía bajo el viento, cabeceando de vez en cuando con violencia, y hasta dando algún que otro bandazo. Casi de inmediato reapareció Ransome ante mí, trayendo una bandeja en la mano. La sola vista del alimento

despertó mi voracidad. Ransome se hizo cargo del timón, mientras yo me sentaba sobre el cuartel de la escotilla para tomar mi desayuno.

– Esta brisa parece haber cambiado a nuestros hombres -dijo Ransome-. Los ha abatido a todos.