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El empleado a quien nos dirigimos hizo una amable mueca, que conservó hasta que, en respuesta a la maquinal pregunta: «¿Desembarca usted para reembarcar?», respondió mi capitán: «No; desembarca definitivamente.» Su mueca se trocó entonces, bruscamente, en expresión solemne. No levantó los ojos hacia mí hasta el momento en que me tendió mis papeles, con una expresión de tristeza, como si aquello fuese mi pasaporte para los infiernos.

Mientras me guardaba los papeles en el bolsillo, murmuró no sé qué pregunta al capitán, y oí que este último respondía alegremente:

– No. Nos deja para regresar a su casa.

– ¡Ah! -exclamó el otro, meneando melancólicamente la cabeza ante la idea de mi triste destino.

A pesar de que nunca le había visto fuera de aquel edificio oficial, se inclinó por encima de su escritorio para estrecharme compasivamente la mano, como se la estrecharía a un pobre diablo que se hallase a punto de ser ahorcado. En cuanto a mí, temo haber hecho mi papel sin la menor gracia, con el aire empedernido de un criminal impenitente.

No había ningún barco que partiese para Europa antes de cuatro o cinco días. Siendo ya, desde aquel instante, un hombre sin barco, habiendo roto momentáneamente mis lazos con el mar, siendo, en suma, sólo un pasajero eventual, tal vez hubiese sido más conveniente por mi parte alojarme en un hotel. Precisamente allí cerca, a dos pasos de la Oficina del Puerto, se encontraba uno: un edificio bajo, que, con sus blancos pabellones y columnatas, en medio de sus céspedes bien cuidados, tenía todo el aire de un palacio. Allí habría tenido, realmente, la impresión de ser un pasajero; pero, lanzándole una mirada hostil, me encaminé hacia el Hogar del Marino.

Caminaba tan pronto al sol como a la sombra de los grandes árboles de la explanada, sin darme cuenta del uno ni gozar de la otra. El calor de aquel Oriente tropical penetraba a través de la fronda, envolvía mi cuerpo, ligeramente vestido, se abrazaba a mi rebelde descontento como para privarlo de su libertad.

El Hogar de los Oficiales era un gran bungaló, con una amplia galería exterior y un jardincito, separado de la calle por unos cuantos árboles y extrañamente parecido a un jardín de arrabal. Esta institución tenía más bien carácter de club, pero con un no sé qué de oficial que le daba el hecho de estar administrada por la Oficina del Puerto. Su gerente ostentaba oficialmente el título de primer administrador. Era un desventurado hombrecillo, todo arrugado, que, vestido con una casaca de yóquey, habría desempeñado su papel a la perfección. Evidentemente, en algún momento de su vida, había tenido algo que ver con el mar; aunque es muy posible que la relación no pasara de una malhadada tentativa.

Yo habría creído que sus funciones eran de las más fáciles, si él no hubiese tenido la costumbre de afirmar a cada instante que aquel empleo

no tardaría en ser causa de su muerte. Afirmación un tanto misteriosa. Tal vez fuese que todo le costaba demasiado trabajo. En cualquier caso, parecía molestarle en extremo el que hubiese alguien alojado en la casa.

Al penetrar en ella, no pude por menos de pensar que el administrador debía de alegrarse de mi ingreso. El edificio estaba más silencioso que una tumba. No vi a nadie en el salón ni en la galería, aparte de un hombre en el extremo opuesto, adormecido sobre una chaise longue. Al ruido de mis pasos, entreabrió un ojo, que recordaba abominablemente el. ojo de un pescado. No conocía a aquel hombre. Volví sobre mis pasos y, cruzando el comedor -una habitación desnuda, con un punkah inmóvil suspendido encima de la mesa del centro-, fui a llamar a la puerta en que se leían estas palabras, escritas en letras negras: «Primer administrador.»

No habiendo oído en respuesta más que una doliente queja: «¡Dios mío, Dios mío, qué se les ocurrirá ahora!», me colé sin más.

Era aquélla una habitación muy singular para los trópicos. Se hallaba casi a oscuras y tenía ese olor propio de las habitaciones que permanecen largo tiempo cerradas. Aquel hombre había guarnecido de horribles cortinas de encaje, extraordinariamente amplias y polvorientas, sus ventanas, a la sazón herméticamente cerradas. En los rincones se apilaban cajas de cartón semejantes a las que emplean en Europa las costureras y modistas; y, no se sabe cómo, el primer administrador se había procurado un mobiliario que muy bien habría podido venir directamente de cualquier respetable salón del East End londinense: un sofá y sillones rellenos de crin. Alcancé a distinguir algunas sucísimas cubiertas de respaldo a punto de crochet, arrojadas sobre aquel horrible mobiliario, que inspiraba tanto más espanto cuanto más difícil era adivinar qué accidente misterioso, qué necesidad o qué fantasía lo había reunido allí. Su propietario se había despojado de la chaqueta y, en pantalón y chaleco de franela, asomaba tras de aquellos respaldos, acariciándose los codos puntiagudos.

Cuando supo que tenía la intención de alojarme allí, dejó escapar una exclamación de angustia, pero no pudo negar que la mayor parte de las habitaciones estaban libres.

– Muy bien. ¿Puede darme usted la habitación que ocupé la última vez?

Lanzó un débil gemido tras de la pila de cajas de cartón amontonadas sobre la mesa y que podían haber contenido guantes, pañuelos o corbatas. Todavía me pregunto qué guardaría en ellas aquel hombre. De su madriguera `se desprendía un olor de coral en putrefacción, de polvo oriental, de muestras zoológicas. Sólo conseguía ver la parte superior de su cabeza y sus ojos afligidos levantados hacia mí por encima de aquella barrera.

– No estaré más de dos o tres días -le dije, esperando reanimarlo.

– ¿Querrá usted pagar por anticipado? -sugirió de inmediato.

– Por supuesto que no -exclamé indignado apenas hubo pasado el primer momento de asombro-. ¡Jamás he oído cosa semejante! Se necesita cara dura…

El hombre, desesperado, se llevó las manos a la cabeza, y este gesto acabó con mi indignación.

– ¡Dios mío, Dios mío! No se ponga usted así. A todo el mundo le pregunto lo mismo. -Lo dudo -dije ásperamente.

– Pues bien, si no lo he hecho, voy a hacerlo, pues si ustedes, caballeros, consintieran en pagar por anticipado, yo podría hacer pagar igualmente a Hamilton. Siempre desembarca sin un céntimo, y aunque tenga dinero jamás quiere saldar su cuenta. No sé cómo arreglármelas con él. Siempre se pone a blasfemar, asegurando que en modo alguno puedo arrojar a la calle a un blanco. Si usted quisiera…

Yo estaba estupefacto. E incrédulo. Sospechaba una impertinencia gratuita de su parte. Con tono enfático declaré que preferiría verlos ahorcados a él y a Hamilton, y le rogué que me condujese a mi habitación sin más historias. Sacó entonces una llave de no sé dónde y salió de su escondrijo, lanzándome al pasar una mirada oblicua y solapada.

– ¿Hay aquí algún conocido mío? -le pregunté, antes de que se hubiese marchado de mi habitación.

Había recobrado ya su tono habitual, impaciente y llorón, y me contestó que allí estaba el capitán Giles, de regreso de un viaje al mar de Sulú, y otros dos huéspedes. Al cabo de un momento de silencio, agregó:

– Y, naturalmente, Hamilton…

– ¡Ah!, sí, Hamilton… -contesté.

Y el lamentable personaje se retiró con un gruñido postrero.

Aún me exasperaba su desvergüenza cuando entré en el comedor para almorzar. Ya se hallaba en su puesto vigilando a los criados chinos. El almuerzo estaba servido en un extremo de la larga mesa y el punkah, que se balanceaba perezosamente, sólo abanicaba un desierto de madera bruñida.

Éramos cuatro en torno del mantel. Uno de ellos, el desconocido durmiente de la galería. Tenía ahora los ojos medio abiertos, pero parecía no ver. El dignísimo personaje que se sentaba a su lado, un rostro adornado con cortas patillas y mentón cuidadosamente rasurado, era, naturalmente, Hamilton. Jamás he visto a nadie desempeñar con tanta dignidad el papel que la Providencia tuvo a bien asignarle en la vida. Me habían dicho que me consideraba como un simple aficionado. Al ruido que hice al apartar mi silla, levantó, no sólo los ojos, sino también las cejas.