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– Sí -repuse-. Me parece que usted y yo todavía somos los únicos que servimos para algo en el barco.

– Frenchy pretende estar todavía lleno de ánimo. No sé, pero lo dudo -prosiguió Ransome, con su sonrisa pensativa-. Es un excelente muchacho. Pero suponga usted, capitán, que este viento empieza a soplar en redondo cuando estemos cerca de tierra, ¿qué haríamos entonces?

– Si la brisa cambiase bruscamente al hallarnos cerca de tierra, o encallaremos o seremos desarbolados, o ambas cosas a la vez. No habría modo de evitarlo. Actualmente, el barco es el que nos lleva a nosotros, no nosotros a él, y todo lo que podemos hacer es mantener derecho el timón. Es un barco sin tripulación.

– Sí, todos han caído -convino Ransome tranquilamente-. De vez en cuando voy a proa a echarles un vistazo, pero nada más puedo hacer por ellos.

– Yo, el barco y todos los que van a bordo le debemos mucho a usted, Ransome -le dije calurosamente.

Hizo como si no hubiese oído nada y continuó gobernando en silencio hasta que estuve en situación de reemplazarlo. Me cedió el timón, recogió la bandeja y, como última noticia, me informó de que Mr. Burns había despertado y parecía querer subir a cubierta.

– No sé cómo impedírselo, capitán. En realidad, no puedo permanecer abajo todo el tiempo. Eso era realmente imposible, pero, justamente en aquel momento apareció Mr. Burns sobre cubierta, arrastrándose con pena hacia la popa, envuelto siempre en su enorme abrigo. No pude verlo sin sentir un terror muy comprensible. Oírle divagar sobre las astucias de un muerto cuando me era preciso llevar el timón de un barco arrastrado por un furioso impulso y tripulado por unos cuantos hombres agonizantes, era una perspectiva terrorífica.

Pero las primeras observaciones que hizo eran, tanto por su tono como por su contenido, perfectamente razonables. En apariencia, no conservaba el menor recuerdo de la escena de la noche anterior; y, si lo tenía, no dejó traslucir nada. Ni siquiera habló demasiado. Se sentó sobre la lumbrera, con aspecto de sentirse muy deprimido, pero aquella fuerte brisa que había abatido los últimos restos de mi tripulación, parecía insuflar en su cuerpo un vigor nuevo con cada soplo. Casi se podía seguir la mejoría con la mi rada. Para probar su estado, hice intencionadamente una alusión al difunto capitán, y me sorprendió comprobar que Mr. Burns no manifestaba mayor interés al respecto. Brevemente, con cierta verbosidad vindicativa, habló de las iniquidades de aquel viejo bandido, concluyendo, de modo inesperado:

– Me parece, capitán, que un año antes de su muerte había empezado ya a perder la cabeza. ¡Maravillosa curación! Difícilmente pude concederle toda la admiración que merecía, pues me era preciso gobernar, sin distraer mi atención ni por un instante. Comparada con la lentitud desesperante de los días precedentes, nuestra marcha era vertiginosa. Dos surcos de espuma brotaban bajo nuestra roda; el viento cantaba con un acento vibrante que en otras circunstancias habría sido para mí la expresión de toda la alegría de vivir. Cada vez que la vela mayor crujía como si fuese a desgarrarse sobre las jarcias, Mr. Burns me dirigía una mirada aprensiva. -¿Qué quiere usted que haga, Mr. Burns? No se puede arriarla. Casi deseo que el viento se la lleve. El horrible estruendo que hace me exaspera.

Mr. Burns se retorció las manos y gritó con brusquedad:

– ¿Y cómo hará usted, capitán, para entrar en el puerto sin tripulación para la maniobra?

Me era imposible decírselo.

Pues bien, cuarenta horas después, poco más o menos, entramos, sin embargo, en el puerto. La virtud exorcizadora de la insensata risa de Mr. Burns había vencido al maléfico espectro, roto el diabólico hechizo y apartado la maldición. Por lo pronto, ya nos encontrábamos entre las manos de una providencia benévola y enérgica que nos impulsaba hacia delante…

Nunca olvidaré la última noche, oscura, ventosa y estrellada. Yo llevaba el timón. Mr. Burns, después de haberme hecho prometer que lo despertaría si sucedía algo, se había dormido rápidamente sobre cubierta, cerca de la bitácora. Los convalecientes necesitan el sueño. Ransome, apoyado contra el mástil de mesana, con una manta sobre las piernas, permanecía inmóvil, pero creo que no cerró los ojos ni por un instante. Frenchy, aquella encarnación de la jovialidad, dominado todavía por la ilusión de sentirse remozado, había insistido en acompañarnos, pero, respetuoso de la disciplina, se había tendido al extremo de la toldilla, lo más lejos posible, junto al armero para los baldes.

Mientras tanto, yo llevaba el timón, demasiado cansado para sentirme inquieto, demasiado cansado para ordenar mis ideas. Tenía momentos de huraña exaltación, y un momento después me desfallecía el corazón al pensar que el dormitorio de la tripulación, al otro extremo de aquella cubierta sumergida en la oscuridad, estaba lleno de hombres agarrotados por la fiebre, agonizantes algunos de ellos. ¡Por culpa mía! Pero ¿para qué pensar en ello? El remordimiento podía esperar. Por el momento tenía que llevar el timón.

En las primeras horas del día disminuyó la brisa, y poco más tarde cesó por completo. A eso de las cinco, sin embargo, volvió a levantarse, con la suficiente energía para poder entrar en rada. La aurora encontró a Mr. Burns sentado en el cuartel de la escotilla de popa, metido entre roscas de cabos y aferrando el timón con sus manos lívidas y descarnadas, que surgían de las profundidades de su abrigo. Entretanto, Ransome y yo corríamos a lo largo de la cubierta, largando al pasar todas las escotas y drizas. Al instante nos precipitamos hacia el castillo de proa. Nuestros esfuerzos y el enervamiento que sentíamos al esforzarnos para echar las anclas hacían que el sudor bañase nuestras frentes. Yo no me atrevía a mirar a Ransome mientras penábamos el uno junto al otro. Sólo cambiábamos palabras entrecortadas; oyéndolo jadear a mi lado, evitaba volver los ojos en su dirección, por temor a verlo caer y expirar en su supremo esfuerzo… ¿Por qué? Seguramente por un ideal consciente.

El consumado marino que había en él se había despertado. No necesitaba instrucciones; de sobra sabía lo que era preciso hacer. Cada uno de sus esfuerzos, cada uno de sus movimientos, era un acto de verdadero heroísmo. No era yo quien debía mirar a un hombre así inspirado. Al fin, cuando todo estuvo listo, le oí decirme:

– ¿No le parece que haría bien bajando ahora a abrir las candalizas, capitán?

– Perfectamente -dije. Y ni aun entonces miré en su dirección. Al cabo de un momento, subió su voz desde la cubierta.

– Cuando usted quiera, capitán; el cabrestante está listo.

Hice una señal a Mr. Burns de que inmovilizase el timón y dejé caer las dos anclas, una tras otra, dando al barco toda la cadena que se le antojó. Fue preciso soltar casi toda la cadena de ambas, mientras las velas desplegadas colgaban, súbitamente fláccidas, dejando de hacer aquel ruido que tanto me atormentara. Un silencio absoluto reinó en el barco, y mientras yo permanecía de pie a proa, ligeramente aturdido en medio de aquella súbita calma, llegaron a mis oídos una o dos débiles quejumbres y los murmullos incoherentes de los enfermos reunidos en el castillo de proa.

Como habíamos izado en el palo de mesana una bandera para indicar que necesitábamos asistencia sanitaria, antes de que el barco hubiese quedado completamente inmóvil fuimos abordados por tres chalupas de vapor, de los varios navíos de guerra surtas en la rada, y nada menos que cinco cirujanos de la marina subieron a bordo. Los vi formar un grupo y recorrer con la mirada la cubierta, absolutamente desierta, y luego mirar hacia lo alto, sin descubrir a ningún tripulante.

Solo, sin que nadie me acompañara, avancé hacia ellos, vestido con un pijama de rayas azules y grises, y cubierto con un salacote. Su contrariedad fue grande. Esperaban encontrar allí empleo para sus conocimientos quirúrgicos y todos habían traído su estuche de cirugía, pero no tardaron en dominar su ligera decepción. En menos de cinco minutos una de las canoas se dirigió a tierra para pedir una chalupa grande y enfermeros para el transporte de mi tripulación. Una gran pinaza de vapor los llevó de nuevo a bordo de su navío y regresó trayendo marinos ingleses para arriar mis velas.