Azucena estaba a punto de volverse loca. ¡Ella que necesitaba tanto silencio para organizar sus pensamientos! ¡Y el ruidero que reinaba en la nave que no le ayudaba para nada! Niños corriendo por todos lados, los mariachis ensayando Amorato corazón con un cantante que era la reencarnación de Pedro Infante, los esposos sustitutos ensayando su numerito con las vedettes, la abuelita de Cuquita ensayando a tientas una puntada de gancho, el borracho esposo de Cuquita ensayando sus vomitadas, los gallos ensayando su kikiriquí, y el «coyote» cuerpovejero -que le había vendido su nuevo cuerpo- ensayando sin buenos resultados un intercambio de almas entre una vedette y un gallo.
Ante esa situación, Azucena no tenía más que dos opciones: volverse loca de desesperación al no poder obtener la calma que necesitaba, o ponerse a ensayar algo como todos los demás. Decidió ponerse a practicar el beso que le iba a dar a Rodrigo en cuanto lo viera. Y con gran entusiasmo experimentó y experimentó cuáles serían los mejores efectos de un buen beso chupeteador poniendo el dedo índice entre sus labios. Dejó de hacerlo cuando uno de los esposos sustitutos se ofreció a practicar con ella. Azucena se apenó de que la hubieran descubierto, y entonces decidió mejor aislarse de ese mundo de locos. Como todos los amantes de todos los tiempos quería estar sola para poder pensar en Rodrigo con más serenidad. La presencia de los otros le estorbaba, la distraía, la molestaba. Como no era posible hacer desaparecer a todos los de la nave, cerró los ojos para recluirse en sus recuerdos. Necesitaba reconstruir nuevamente a Rodrigo, darle forma, recordar el encanto que tenía estar unida al alma gemela, revivir esa sensación de autosuficiencia, de plenitud, de inmensidad. Sólo la presencia de Rodrigo podía dar sustancia a la realidad, sólo la luz que iluminaba su sonrisa podía liberar la tristeza que apretaba el alma de Azucena. La idea de que pronto lo vería hacía que todo cobrara nuevamente sentido.
Se puso los audífonos y empezó a escuchar su compact disc. Lo único que quería era internarse en un mundo diferente del que se encontraba. Ya había perdido la esperanza de que la música le provocara una regresión a la vida pasada en la que había vivido al lado de Rodrigo. La noche anterior había escuchado por completo su compact disc con la ilusión de encontrar en él la música que le habían puesto cuando presentó su examen de admisión en CUVA, pero nunca la encontró. Así que, como de antemano sabía que la música contenida en ese compact disc no era la que buscaba, se relajó y se perdió en la melodía. Curiosamente, al quitarse de encima la obsesión de hacer una regresión, dejó que la música entrara libremente a su subconsciente y la llevara de una manera natural a la vida anterior que tanto le interesaba.
PRESENTACIÓN 2:
O mio babbino caro (Aria de Lauretta)
Gianni Schicchi – Puccini
TERCERA PARTE
Uno
Las sacudidas que Cuquita le dio interrumpieron bruscamente las visiones de Azucena. Su corazón latía aceleradamente y su respiración era agitada. Cuquita, al verle la cara, se apenó mucho de haberla despertado. Nunca quiso ser inoportuna. Lo hizo porque creyó que era su obligación informarle que estaban a punto de aterrizar en Korma. ¡Qué pena sentía! Azucena tenía la cara roja y sudaba a mares. Cuquita pensó que de seguro era porque estaba teniendo un sueño de tipo pasional y cachondo con Rodrigo cuando ella había llegado a despertarla. Inmediatamente pidió una disculpa, pero Azucena ni la veía ni la escuchaba. Estaba completamente ensimismada. ¡Isabel y ella se habían conocido en esa vida pasada! ¿Cómo era posible? Habían transcurrido tantos años e Isabel seguía conservando su aspecto físico actual. Cada día la cosa se complicaba más. ¿No que Isabel en esa vida había sido la Madre Teresa? ¿Cómo era posible que esa «santa» hubiera sido capaz de matarla a ella siendo una bebé? Pues porque no era una santa. Era una hija de la chingada, que había engañado a todo el mundo haciendo creer que había sido la Madre Teresa cuando lo cierto era que la Isabel del 2200 era la misma que la de 1985. Azucena hizo cuentas rápidamente. Si esa mujer era la misma que ella había visto durante el terremoto en el que habían muerto sus padres en la ciudad de México el año 1985, ¡en lugar de ciento cincuenta años tenía doscientos cincuenta años! ¿Quién le había fabricado la vida de Madre Teresa? ¡De seguro el doctor Diez! Lo más probable era que le hubiera creado una vida falsa y se la hubiera puesto dentro de una microcomputadora igual a la que le había instalado a ella. ¡Las cosas empezaban a cuadrar! Seguramente en cuanto el doctor hubo terminado su trabajo, Isabel lo había eliminado para que no la denunciara. Tal vez por eso mismo también la había mandado matar a ella. Aparte de ser la coartada de Rodrigo, era testigo de que Isabel había vivido en 1985. ¡Un momento! No sólo eso. Azucena era testigo también del crimen que Isabel había cometido contra su persona, y un candidato a la Presidencia del Planeta de ninguna manera puede tener en su pasado un crimen. Al menos en sus diez últimas vidas anteriores a la candidatura. Isabel quedaría automáticamente fuera de la silla presidencial si alguien se enteraba que en 1985 había cometido im asesinato. Pero algo no encajaba; si Isabel la había matado siendo ella una bebé, obviamente Isabel también conocía a Rodrigo, pues Rodrigo había sido padre de Azucena en esa vida. Si Isabel conocía a Rodrigo, ¿por qué no lo había mandado eliminar? Tal vez porque cuando Isabel cometió el asesinato Rodrigo ya estaba muerto y no la vio. Quién sabe. Y también quién sabe que tanto peligrara la vida de Rodrigo ahora que Isabel se encontraba en Korma. Lo único seguro era que Isabel era extremadamente peligrosa y tenía que mantenerse alejada de ella.
Le dio un sorbo al atole caliente que Cuquita le estaba ofreciendo y se sintió muy reconfortada. Azucena era una niña huérfana que nunca había tenido quien la consintiera. Era la primera vez que alguien le preparaba algo con el único propósito de hacerla sentir mejor. Le conmovió mucho que Cuquita se hubiera tomado tal molestia, y desde ese momento empezó a quererla.
Igualito al tronido que hace una jarra de cristal caliente al recibir un líquido helado, sonó el corazón de Azucena cuando vio a Rodrigo. Su alma no estaba templada para recibir una mirada tan fría. Los puñales de hielo que la observaron como a una extraña le congelaron la ilusión del encuentro.
No había sido fácil dar con la cueva en donde él se encontraba, porque Rodrigo procuraba mantenerse alejado de la tribu. Su constante necesidad de poner cosas en orden lo hacía esperar a que los primitivos hicieran sus cochineros y se fueran a cazar para entrar él en acción. En ese momento estaba recogiendo todos los papeles donde venían envueltas las tortas de tamal y los estaba doblando cuidadosamente uno sobre otro. La cueva, a partir de que él había llegado, tenía un aspecto muy diferente. Ya no había cacas por todos lados ni restos de comida por los rincones y la leña para el fuego estaba perfectamente ordenada. Al ver a Azucena suspendió su labor. Le llamó mucho la atención esa mujer rubia que estaba parada frente a él con los brazos abiertos y una gran sonrisa. No sabía quién era ni de dónde había salido. Pero, por supuesto, no de una cueva de Korma. Era obvio que ella, al igual que él, no pertenecía a ese lugar.
La pasividad de Rodrigo desconcertó a Azucena. Lo único a lo que podía atribuirla era a que, con su nuevo cuerpo, él no la hubiera reconocido. Azucena se tranquilizó y procedió a explicarle rápidamente que ella era Azucena. Rodrigo la miró con extrañeza y repitió: «¿Azucena?» Ahí sí que Azucena ya no supo qué pasaba. Ella había soñado con un encuentro de película donde Rodrigo la descubriera a lontananza y corriera a su lado en cámara lenta. Ella vistiendo un vestido de gasa blanca que se ondeaba al viento. El, vestido como galán del siglo XX, con pantalones amplios de lino y una camisa de seda abierta, que mostrara su ancho y musculoso tórax. El fondo musical no podía ser otro que el de Lo que el viento se llevó. Al llegar uno junto al otro se darían un abrazo como el de Romeo y Julieta, como el de Tristán e Isolda, como el de Paolo y Francesca. Y entonces, la música de sus cuerpos se integraría a la de las Esferas haciendo de su encuentro un momento inolvidable que pasaría a formar parte de la historia de los amantes famosos. Y en lugar de eso, estaba parada frente a un hombre que no daba el menor signo de vida, que no tenía la menor intención de tocarla, que no se animaba a pronunciar una palabra, que no le permitía la entrada al fondo de sus ojos, que la estaba matando con su indiferencia, que la hacía sentir un anacronismo viviente. Se sentía más ridicula que las lentejuelas de la falda de china poblana con la que se había tenido que disfrazar para viajar en la nave del Palenque, más forzada que consigna de acarreada, más fuera de lugar que una cucaracha en un pastel de bodas. ¿Qué era lo que estaba pasando? ¿Para este encuentro tan pinche se había quedado tantas noches sin dormir? Ahora ¿cómo controlaba los besos que se querían escapar por la boca? ¿A quién le daba el abrazo tan esperado? ¿Qué hacía con los susurros que se le anudaban en la garganta? Azucena dio media vuelta y salió corriendo. En la entrada de la cueva se topó con Cuquita, el marido de Cuquita y el «coyote» cuerpovejero. Les dio un empellón y se echó a correr. Cuquita dejó a los hombres en la cueva y salió en busca de Azucena. La encontró llorando junto al tronco de un árbol calcinado.