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Visita.

Y eso también era extraño. Muy a menudo llegaban viajeros a Camelot, pero raramente lo hacían sin anunciarse. Y nunca si se trataba de caballeros o nobles. Dada la riqueza de sus jaeces, el caballo no podía pertenecer más que a un rey. Dagda estaría babeando de ira.

Dulac atravesó el umbral con dos rápidas zancadas y bajó como un rayo por las escaleras que desembocaban en la cocina y dependencias afines. Allí todavía estaba más oscuro. La noche había dejado un rastro de frescor y, como siempre que bajaba a aquel lugar, un escalofrío recorrió su cuerpo. Oficialmente las distintas habitaciones del oscuro sótano estaban destinadas a la fresquera, la despensa, la cocina y el dormitorio de Dagda, pero a veces Dulac sentía algo más en ellas; algo muy antiguo que vivía en las sombras y en la piedra de los muros.

El chico recorrió algo encogido el pasillo de techo bajo, entró en la cocina y confirmó sus peores sospechas. Sobre el fuego hervía una sopa en un enorme caldero. Concentrada bajo el techo había una espesa humareda que provocaba la tos; y, junto a la olla, el propio Dagda sujetando el cazo con su mano izquierda, removía el líquido una y otra vez. Con la otra mano iba añadiendo ingredientes al caldo hirviente. Era un hombre viejo y muy delgado, cuya espalda se había ido encorvando debido al peso de los años. El cabello blanco le caía por los hombros, pero era tan fino ya, que la piel se vislumbraba por debajo de su cabeza. Su rostro parecía formado sólo por arrugas y pliegues, y su cuello era tan escuálido que Dulac a veces se preguntaba por qué extraño motivo no llegaba a quebrarse. El chico nunca se había atrevido a preguntarle por su edad, pero sospechaba que por lo menos tenía que ser centenario, si no más. Todo en él denotaba vejez y, en ocasiones, sus movimientos eran incluso temblorosos. Únicamente sus ojos no concordaban con aquella impresión, porque, a pesar de que estaban enterrados en una red de numerosas arrugas diminutas, relucían tan claros y despiertos como los de un hombre joven.

Por lo menos, en otras ocasiones.

Aquel día sus ojos estaban empañados y Dagda se veía mucho más viejo que de costumbre. La tez de su cara había adquirido un tono gris y su nerviosa manera de moverse confería un aspecto quebradizo a su persona. Cuando Dulac entró en el cuarto, apenas le echó una mirada huidiza, luego inclinó la cabeza de nuevo sobre el caldero de sopa.

– Perdóname, Dagda -dijo Dulac casi sin aliento-. Sé que he venido tarde, pero…

– Ahórrate tus disculpas y más vale que me ayudes -le cortó Dagda-. Rápido, ponte tus mejores ropas y sirve un buen vino al rey y a su visitante.

El muchacho se quedó un momento sin saber qué hacer. Llevaba sus mejores ropas… que, por otro lado, eran las únicas que tenía. Hasta hacía dos años aquel tosco atuendo había pertenecido al hijo mayor de Tander, pero cuando se le quedó pequeño, el posadero había regalado los harapos, tan generoso como de costumbre, a su pupilo Dulac.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Dagda-. ¿Te has dormido? Coge el vino, rápido. Arturo no anda de muy buen humor. Creo que su visitante no le ha traído buenas noticias.

Dulac hizo lo que se le decía y se guardó muy mucho de protestar. Aquellas palabras sonaban a fuerte reprimenda dado el habitual buen carácter de Dagda. Había algo que no funcionaba. Dagda era una de las pocas personas de Camelot que se llevaba bien con él; tal vez incluso el único amigo verdadero que tenía. Pero también de aquello tendría que preocuparse después. Ahora era preciso correr al salón del trono. Dagda tenía razón: Arturo no estaba de buen humor cuando le despertaban tan temprano.

Lobo quiso seguirlo, pero Dulac se lo impidió con una orden tajante. A Arturo no le gustaban los animales, y menos los perros. Vacilando bajo el peso de una bandeja repleta de viandas, abandonó la cocina y se puso en camino hacia el salón del trono.

Gracias a Dios el castillo de Camelot no era demasiado grande. Muchos de los viajeros que acudían por primera vez se extrañaban, e incluso se decepcionaban, cuando veían el legendario castillo del rey Arturo y de sus caballeros, porque Camelot constaba de no mucho más que las habitaciones privadas del rey y de su séquito, una colindante torre vigía de treinta metros de altura y una muralla de gruesos muros que rodeaba el retinto. Sus paredes tampoco habían sido construidas con oro, como decía la leyenda, sino con basta piedra arenisca, que más bien tenía el color del estiércol de gallina… por lo menos si se hacía caso de las palabras de Dagda.

Pero era un castillo, y aunque sus habitantes a menudo fueran sin afeitar, olieran casi siempre mal y acostumbraran a beber más de la cuenta, seguían siendo caballeros; y el mayor deseo de Dulac era convertirse un día en uno de ellos y ganarse un puesto en la Tabla de Arturo. Algún día, lo sabía, llevaría él también una armadura y recorrería el mundo para luchar contra paganos y demonios, y asegurar la paz en su tierra.

Respirando entrecortadamente, llegó al primer piso, en donde se encontraba el salón del trono. Sus pasos se hicieron más pausados a medida que se acercaba a la sala. Las voces excitadas de Arturo, Gawain y otros caballeros de la Tabla alcanzaron su oído, pero también la de un forastero, que hablaba en un dialecto difícil de entender y con un tono nada amistoso. Dulac caminó más despacio todavía y con los dedos de la mano izquierda se compuso el cabello antes de penetrar en la sala.

En aquel momento había muy pocos caballeros en el recinto. Aparte de Arturo y Gawain, cuyas voces ya había oído desde el pasillo, sólo estaban sentados tres hombres más en la gigantesca mesa, que, sin embargo, podía llegar a tener capacidad para sesenta comensales. Se trataba de dos caballeros de la Tabla y un extranjero alto, de cabello oscuro, ataviado con una lujosa armadura y una capa granate. Tenía la cara ancha, la barba dura; y unos ojos fríos que se posaron brevemente en Dulac cuando éste entró en la sala. Luego se giró hacia Arturo de nuevo.

– Como os estaba diciendo, amigo mío -dijo Arturo mientras hacía una señal a Dulac con gesto autoritario-, resulta absolutamente imposible. La ley me lo prohibe.

El rostro del hombre se ensombreció todavía más.

– ¿La ley?

– La ley de la Tabla, querido Mordred -dijo Gawain en lugar de Arturo-. Por lo que parece, vos no habéis oído hablar de ella, pero está en vigor en todo nuestro territorio.

Mordred iba a rebatirle, pero Dulac ya se había aproximado a la mesa y Arturo se le adelantó:

– Bebed un sorbo de vino -dijo-. La fama del vino de Camelot es grande y con su aroma en la garganta se conversa mucho mejor.

La expresión de Mordred se endureció un poco más y Dulac bajó rápidamente la vista y comenzó a escanciar el vino. Arturo tomó la primera copa, sus manos temblaban levemente. La noche anterior Dulac le había estado sirviendo vino a él y a otros caballeros hasta más allá de medianoche, cuando Dagda lo mandó por fin a su casa. Los ojos de Arturo estaban subrayados por unas oscuras ojeras y su tez mostraba un tono ceniciento. Tampoco Gawain y los otros tenían mejor aspecto.

– ¡La ley! ¡Permitidme que me ría! -se acaloró Mordred mientras hacía un gesto de rechazo a Dulac cuando éste iba a servir su copa-. ¡Una ley que vos mismo habéis promulgado!

– Y por eso tiene validez también para mí -le aclaró Arturo y bebió un trago-. Lo siento mucho, noble Mordred, pero ni vos ni vuestros acompañantes podréis traspasar las fronteras de Camelot.

– Oh, claro, claro que podremos, rey Arturo -respondió Mordred adoptando un tono ofensivo al llegar a la palabra «rey».

– Pero yo no puedo permitirlo -dijo Arturo con tranquilidad.

Dulac no estuvo muy seguro de si había ignorado el tono peyorativo de Mordred, o si, sencillamente, todavía no estaba lo suficientemente despierto para tomarlo en cuenta. Con excepción de Mordred había ya servido todas las copas y, por tanto, no le quedaba más que hacer allí. Pero no abandono la sala, sino que se retiró unos cuantos pasos y permaneció con la mirada baja y los oídos atentos.