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– ¿A qué esperas? -conminó Arturo al chico-. ¡Ayúdale!

Evan se apresuró a obedecer como si Arturo le hubiera golpeado y fue corriendo a donde estaba Dulac. Sus ojos brillaban de odio.

Aunando fuerzas, empujaron el robusto sillón hasta la mesa y lo colocaron a la izquierda del rey. A la izquierda. Dulac tenía una idea muy precisa de quién iba a sentarse en aquel lugar, pero ¿por qué a la izquierda? El sitio de honor al lado del rey era el de la derecha.

Sin embargo, ese sitio se quedó vacío. Mientras ambos jóvenes terminaban de colocar el sillón, los caballeros seguían entrando en la sala -todos los caballeros, como observó Dulac con algo de estupor- y se sentaron en las sillas, pero la de la derecha de Arturo permaneció libre.

El sitio de Lancelot.

Dulac fue dolorosamente consciente de que el sitio que Arturo reservaba para un invitado que no iba a llegar, era el suyo. Ya no existía el caballero Lancelot. El mismo lo había matado cuando hundió la armadura plateada en el mismo lugar del lago en donde la había encontrado. Arturo había tomado la decisión de dejar ese sitio libre, el sitio de un muerto, que todos respetaban y que él había dispuesto para la cena, aunque todos sabían que nunca más iba a regresar.

Una vez que todos los caballeros tomaron su lugar, Ginebra entró la última en la estancia.

Su mirada era más de lo que Dulac podía soportar. Llevaba un vestido azul oscuro, con brocado dorado, cerrado hasta el cuello, y se había recogido el pelo hacia atrás con una cinta dorada. Estaba más hermosa que nunca.

Sus ojos atravesaron a Dulac como una flecha candente. Lo miró tímidamente, pero su mirada le hizo mucho daño.

Ginebra fue con pasos acompasados hacia su silla y se sentó con calma. Era una reina de los pies a la cabeza. Y evitaba sus miradas. No por casualidad, sino muy conscientemente. Dulac se dobló de dolor.

Arturo dirigió a Ginebra una sonrisa corta pero muy cálida, luego miró a la puerta, dio unas palmadas y Dulac… se quedó helado. El mundo se le vino abajo.

Ginebra no era la última invitada.

Instantes después de que Arturo diera unas palmadas, llegó un nuevo comensal.

Mordred.

Algo dentro de Dulac se negaba a creer lo que veía. Mordred, ataviado con una armadura negra, guarnecida con pinchos metálicos, y una capa rojo púrpura, que se parecía mucho a la de Arturo, penetró en la sala. Su rostro parecía una máscara de piedra, pero en su mirada había algo que…

Dulac no lograba contener la emoción. Su mano derecha se movió hasta el lugar donde habría estado la espada si todavía fuera el Caballero de Plata. Pero allí no había ninguna espada.

No era Lancelot. Sólo, Dulac, el mozo de cocina. Su mano -lenta y temblorosa, como si tuviera que luchar contra una resistencia invisible- se retiró de su cintura. Y de las cerca de sesenta personas que había en la sala, únicamente Mordred notó ese movimiento y sus ojos brillaron triunfantes. Sé quién eres, dijo esa mirada. Crees que podrías detenerme, pero no puedes hacerlo. Nadie puede. Yo venceré. Ya casi he vencido. ¡Ningún poder del mundo será capaz de detenerme!

Tal vez, ningún poder de este mundo, respondió la mirada de Dulac y Mordred leyó esa respuesta con absoluta nitidez en sus ojos, de igual modo que Dulac había captado su mensaje.

– Sir Mordred -Arturo hizo amago de incorporarse en su silla y se sentó de nuevo. Por su parte, Ginebra movió levemente la cabeza; un gesto que, en su parquedad, estaba casi en la frontera de convertirse en una ofensa.- Sir Mordred -repitió Arturo-, Camelot se siente honrado de vuestra visita.

El Caballero Negro asintió; también ese movimiento, en su parquedad, fue casi una ofensa. Dulac no habría podido decir quién de los dos fijó la vista durante más tiempo en el otro.

– Tras todo lo ocurrido, rey Arturo -dijo Mordred con sequedad-, debo agradeceros vuestra invitación, que supone un honor para mí.

Parecía esperar unas determinadas palabras del rey; como éstas no llegaron, se dirigió a la única silla libre que quedaba (con excepción de la que se encontraba a la derecha de Arturo). Su vista recorrió la estancia y evaluó los rostros de los caballeros, se quedó un momento sobre la de Arturo, algo más sobre la de Ginebra, y un rato largo sobre la de Dulac.

– Ese chico. Quiero que se vaya.

Arturo se giró con cierta dificultad en su silla, frunció el ceño y sacudió los hombros, desconcertado.

– Es una petición… insólita, Sir Mordred -dijo alargando las palabras-. Pero si insistís… Dulac.

Dulac dio un paso y Mordred negó con la cabeza.

– Ese, no. El otro.

Sorprendido, Dulac se quedó quieto y miró hacia la izquierda. La mano de Mordred no le había señalado a él, sino a Evan, que estaba justo su lado. Ahora se dio cuenta de que Evan no sólo miraba a Mordred asombrado, sino absolutamente horrorizado.

En realidad, sólo por un momento. Después, asintió deprisa y salió tan rápido como pudo.

– ¿Podríais aclararnos el motivo de vuestro deseo, Sir Mordred? -preguntó el caballero Braiden con brusquedad.

– Lo que tenemos que hablar no puede escucharlo cualquiera -respondió Mordred y señaló a Dulac-. Ese chico ya estaba presente en nuestra última conversación. Deduzco, por tanto, que es de vuestra confianza. Pero con un par de oídos curiosos, basta y sobra.

– Tenéis buena memoria -la mirada de Arturo se posó brevemente en Dulac. Su significado se le escapó, pero no tenía por qué ser agradable.

– ¿Y qué es lo que tenemos que conversar, que no puede saberlo nadie fuera de este salón? -prosiguió Braiden.

En vez de contestar, Mordred apoyó sus manos, una al lado de la otra, sobre la superficie de la mesa y observó interesado las puntas de sus dedos. Una sonrisa fina jugueteaba en la comisura de sus labios, pero también podía ser una mueca de desprecio. En cualquier caso, su argumentación no era real. Había echado a Evan porque ambos se conocían y no quería correr el riesgo de que alguien descubriera el miedo en la cara del chico y, a partir de ahí, tirara de la madeja.

– Sir Mordred ha aceptado mi invitación -dijo Arturo, al ver que él no respondía-. He sido yo quien le ha pedido que viniera.

Por un momento, un murmullo de excitación recorrió la estancia. Algunos caballeros se volvieron desconcertados hacia Arturo y no todos parecían de acuerdo con su decisión. El rey pidió silencio con un gesto autoritario.

– Le he pedido que viniera -repitió con un tono ligeramente más alto- porque ya se ha vertido demasiada sangre y porque tengo que comunicaros a todos, y sobre todo a vos, estimado Mordred, algo importante. Muy importante. Y que va a cambiar muchas cosas.

– ¿Y qué puede ser? -fue Sir Mandrake, y no Mordred, el que hizo esa pregunta.

– Calma -respondió Arturo-. Comamos primero. Se habla mejor con el estómago lleno.

Mandrake apretó los labios, pero no se opuso, y esta vez la sonrisa de Mordred se mostró claramente presuntuosa. Ni siquiera levantó la mirada, siguió observando las puntas de sus dedos. Arturo dio palmas, y Dulac se sobresaltó y rápidamente se puso a la ardua labor de servir completamente solo la cena de casi sesenta comensales.

Trató de reunir todas las fuerzas de las que era capaz, pero ya flaqueó en el intento de servir las copas de los caballeros. Ninguno de ellos se quejó, pero un rato después, uno se levantó y se acercó para echarle una mano.

– Por favor, Sir -comenzó Dulac-, no…

Se paró asustado cuando se dio cuenta de quién tenía delante. El caballero era bastante mayor que Arturo. Su cabello comenzaba a blanquear en las sienes y su rostro estaba surcado desde años atrás por profundas cicatrices, que habían grabado la visión de muchas batallas y la sangre derramada de demasiados enemigos. Pero ahora había algo más. La expresión de sus ojos se había transformado. Le faltaba algo. Dulac no podía decir el qué, pero era algo importante, cuya desaparición había convertido a Sir Braiden en alguien distinto. Su brazo derecho terminaba en un muñón, sobre el que se había colocado un puño de plata.