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– ¿Ya se han marchado? -se asombró Dulac.

– Ya puedes olvidarlos -dijo Tander con un punto de sarcasmo-. Y te aseguro que vas a trabajar cada minuto que malgastaste con Uther y esa muchacha.

– ¿Se han ido? -volvió a la carga Dulac-. ¿Sin más? Quiero decir… ¿no han… dicho… nada?

– ¿Qué se te ocurre que tenían que haber dicho? ¿Que Uther te hubiera adoptado o que te hubiera incluido en su testamento? -resopló-. Siempre he tenido claro que eras un soñador. Pero te voy a quitar los pájaros de la cabeza. Vete fuera y trae leña del cobertizo y luego…

– Tengo que regresar al castillo -le interrumpió Dulac-. Arturo me ha ordenado buscar a Dagda.

– Entonces, esta tarde harás lo que no has hecho esta mañana -dijo Tander-. No te preocupes, ya diré que te guarden el trabajo.

Dulac no escuchó más, estaba demasiado decepcionado. Naturalmente, no se había hecho ilusiones de que entre Ginebra y él pudiera nacer algo más que una simple amistad, una amistad más fuerte por parte de él, porque seguramente la joven reina lo olvidaría en pocos días. Pero, a pesar de ello, había esperado verla por lo menos otra vez, para poder despedirse.

– ¿Cuándo… cuándo se han marchado? -preguntó a trompicones.

– Ya hace un rato largo -contestó Tander. Sus ojos brillaron maliciosos-. Y por mí no hace falta que vuelvan nunca más. ¡Vaya con la nobleza! Viven bien a costa de nosotros, pero no les importa lo más mínimo cómo nos va.

Dulac se fue. Cuando Tander empezaba con las recriminaciones, sus palabras no parecían tener fin y la mayor parte de las veces acababa volcando la rabia sobre él. Además, Uther y Ginebra todavía no andarían muy lejos. Sólo había dos vías que llevaban a Camelot y más allá. Por una había regresado él, así que Uther y los suyos tenían que haberse marchado por la otra. Y con toda la comitiva, y sus equipajes, no podrían darse mucha prisa. Dulac tenía una oportunidad de alcanzarlos. Abandonó la posada dirigiéndose hacia el oeste e hizo algo en verdad inaudito: sin saber muy bien por qué, en vez de regresar al castillo, como le había asegurado a Tander, adoptó un paso ligero y se dispuso a alcanzar al rey Uther y a Ginebra.

Al oeste de Camelot, más o menos a medio día de camino, se extendía un terreno de suaves colinas cubiertas por la hierba y salpicado de vez en cuando por diminutos bosques, en algunos casos de gran espesor. Por allí vivían muy pocas personas. Camelot era la ciudad más grande a lo ancho y a lo largo y la siguiente localidad que podía denominarse así estaba a un día a caballo. En todo caso, en el camino hasta allí había fincas y posadas, en donde Uther y su séquito podrían reponerse del viaje, así que Dulac no dudaba en tener la oportunidad de alcanzarlos tarde o temprano. Se había propuesto no caminar más allá del mediodía para estar de nuevo en la ciudad, como muy tarde, a la caída del sol. Una vocecilla le martilleaba obstinadamente la cabeza con la pregunta constante de qué hacía allí… Era de locos perder un día entero de camino sólo para ver a Ginebra otra vez y despedirse de ella. Sin embargo, Dulac se negaba a escucharla.

De todos modos, las cosas tenían que suceder de otra manera.

Dulac llevaba una hora de marcha más o menos. El camino bordeaba la orilla de un lago pantanoso y era muy estrecho en aquel lugar. A la derecha se erigía un espeso bosque, invadido todavía por la escarcha de la noche pasada, y justo enfrente de él, el sendero hacía un pronunciado recodo, que seguramente le salvó la vida. Iba con la cabeza gacha porque el sol todavía estaba muy bajo y su luz le cegaba los ojos, pero también porque esperaba descubrir algún rastro en la tierra blanda.

No vio nada, pero de pronto oyó voces y el trote ligero de unos caballos, y algo… le avisó.

Dulac se quedó quieto. Su corazón comenzó a latir con estrépito. Desconocía el motivo de aquella sensación, pero sintió que allí delante le acechaba un peligro.

El joven escrutó a su alrededor. Su primer pensamiento fue ocultarse bajo los arbustos, pero los zarzales eran tan espesos que parecía imposible abrirse camino entre ellos; desde luego, no sin dejar huellas. Así que su vista se dirigió al otro lado, al agua. El lago no era demasiado grande, pero en la orilla crecían juncos casi tan altos como un hombre, podría esconderse allí… Rápido, pero con mucho cuidado, para que los juncos no crujieran, se metió en el agua y se acuclilló bajo las cañas de la ribera.

Justo a tiempo. Dos, luego tres y, por fin, cuatro jinetes torcieron por el camino. Negras sombras contra la deslumbrante luz del sol, que a Dulac en su agitación le parecieron demonios de carne y hueso, directamente salidos del infierno. Si hubiera esperado un latido más, se habrían precipitado literalmente sobre él.

El primer jinete dejó trotar a su caballo unos pasos más, luego se paró e inclinó la cabeza para escuchar mejor. También los otros hombres sujetaron sus monturas y el que iba a su derecha preguntó:

– ¿Qué te ocurre?

– Nada -respondió el desconocido con un tono que indicaba justo lo contrario-. Me ha parecido oír algo, pero me habré equivocado.

Dulac se hundió más en el agua, hasta que sus rodillas rozaron el fondo resbaladizo del lago. Estaba seguro de que no podrían verlo detrás de los juncos… pero si él había sentido la proximidad de los caballeros, ¿por qué no iba a suceder lo mismo con ellos?

– Tal vez sería mejor esperar aquí -propuso el otro jinete-. El bosque nos protege. No quiero echar a perder la sorpresa que le tenemos preparada al rey.

Se rió con rudeza, desmontó y se echó hacia atrás la capucha de su capa negra. El corazón de Dulac empezó a latir con tanta fuerza que por un momento creyó que el sonido iba a llegar a oídos de los cuatro.

Era Mordred.

A pesar de que Dulac sólo lo había visto en una ocasión y ahora iba vestido de otra manera, lo reconoció enseguida. De pronto, se sentía muy feliz de haber seguido su instinto. También Mordred sólo lo había visto una vez a él, pero seguramente no se habría molestado en fijarse en la cara de un mozo de cocina. Pero, después de todo lo que había averiguado sobre Mordred, sabía que no iba a dudar en cortarle el cuello sólo por precaución.

– Espero que ese maldito aparezca -gruñó el caballero que había hablado el primero. Desmontó del caballo, al igual que los otros dos, y se quitó la capa. Su cara ancha, angulosa, era la de un extranjero de facciones agradables; tenía el pelo negro y unos ojos azules muy claros. Su manera de hablar denotaba un suave acento que Dulac no supo reconocer.

– Vendrá -aseguró Mordred y se rió ligeramente-. No en vano le he prometido una moneda de oro; por ella vendería a su madre.

– En el caso de que la tenga -respondió su acompañante-. Estos bastardos ingleses son todos unos hijos de perra.

Sus dos compañeros se rieron a carcajadas, pero el rostro de Mordred configuró una mueca que podría tomarse por una sonrisa, pero también por todo lo contrario.

– Por si lo has olvidado, mi querido amigo -dijo en un tono muy amable-, mi madre era una reina inglesa.

– Y vuestro padre, un rey inglés, lo sé -respondió el otro impasible-. Y a pesar de eso, vos estáis a nuestro servicio y os dejáis pagar por luchar contra los britanos.

La mano de Mordred se posó en la empuñadura de la espada.

– En ocasiones también lucho sin que me paguen -dijo.

El del cabello negro sacudió la cabeza.

– No voy a pelear con vos -dijo. Un instante después y, en voz más baja, añadió para sí-: Todavía no.

Mordred fijó sus ojos en él durante un rato, luego menguó la tensión de su rostro y su mano se separó de la espada.

– Tienes razón -dijo-. Nuestras espadas ya van a verter mucha sangre en los próximos días. Que no sea la nuestra.

Pictos. Dulac recordó su conversación con Dagda y estuvo seguro de que aquellos tres hombres eran pictos. Tanto Dagda como Uther habían asegurado que se trataba de un pueblo de bárbaros, pero para los ojos de Dulac aquellos tres hombres no se diferenciaban en nada de muchos de los nobles que acudían de visita a Camelot. Lo que tal vez quería decir que también ellos…

Dulac equilibró un poco el peso de su cuerpo para lograr una posición algo más cómoda. No sirvió de mucho. El agua estaba tan helada, que casi no sentía las piernas y el frío se iba metiendo lento pero sin tregua en su cuerpo. Además, el lodo sobre el que se encontraba arrodillado no era tan blando como debería. Algo duro se escondía debajo. Tendría que cambiar de sitio porque no quería arriesgarse a hacer ruido con aquello y que le descubrieran.

Tal vez lo había hecho ya, porque súbitamente Mordred levantó la cabeza y miró justo en su dirección; no podía ser casualidad. Sus ojos se entrecerraron. Por espacio de unos segundos parecieron taladrarle, después comenzó a aproximarse a la orilla.

A Dulac le asaltó el pánico. Estaba convencido de que Mordred le había descubierto o que lo iba a hacer en los próximos minutos.

– Ahí está -dijo el picto.

Mordred cambió de dirección y observó hacia el lugar que le indicaba el hombre, y Dulac lanzó un suspiro de alivio porque con toda seguridad el caballero habría acabado descubriéndole.

La expresión de su rostro se agravó cuando vio la persona que llegaba por el camino, montada sobre un burro. No era otro que Evan.

– Ya era hora -dijo Mordred mientras iba al encuentro del muchacho-. Tendrías que haber llegado ya hace rato. ¿Qué te ha demorado?

– No he podido llegar antes, señor -se apresuró Evan a contestar. Su voz tenía un dejo de miedo, y también de obstinación, aunque dominó el miedo. Y si Dulac no hubiera estado profundamente encolerizado y atemorizado al mismo tiempo, se habría percatado de la ridícula figura que ofrecía Evan a lomos de su burro. El animal no era muy grande, de tal modo que las piernas enjutas del muchacho casi rozaban el suelo, y por mucho que él intentara dárselas de sereno e, incluso, de desafiante, el aspecto que mostraba era justamente el contrario.

– ¿Y por qué no, si puedo preguntarte? -interrogó Mordred en un tono pretendidamente amistoso, que provocó un escalofrío en la espalda de Dulac.

– Ahora mismo no es tan fácil, señor, abandonar Camelot -respondió Evan-. Por lo menos, sin que lo sepan Arturo y sus caballeros. Reina mucha agitación, señor. Creo que por vuestra causa.

Los ojos de Mordred relampaguearon. Por espacio de un segundo no logró conservar la fachada de amabilidad e indulgencia de antes. La cabeza de Evan peligraba, pero él no parecía notarlo.

– ¿Y? -preguntó Mordred.

– He tenido que dar un gran rodeo para pasar inadvertido por la ciudad -aseguró Evan-. Y tampoco ha sido sencillo sacarle la verdad a ese estúpido posadero. Primero no quería hablar, pero al fin he podido averiguar lo que vos queríais.