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– Ya… -dijo Mordred mientras su mano volvía a asir la espada.

Evan miró a su alrededor.

– Nos prometisteis una… recompensa -recordó.

– Y la tendrás -contestó Mordred-. Puedo garantizarte que va a ajustarse al valor de tus informaciones.

– ¿Señor? -preguntó Evan sin comprender.

Mordred suspiró.

– Tendrás tu pieza de oro -dijo resignado-. ¡Habla!

En la cara de Evan apareció una sonrisa ancha, casi triunfante

– Sé dónde están Uther y los suyos.

– Qué suerte para ti -dijo Mordred irónico-. ¿Y tendrás la amabilidad de hacernos partícipes de tu sabiduría?

– ¿Una pieza de oro? -se cercioró Evan-. ¿Para mí solo?

Mordred comenzó a sacar la espada de su vaina y, luego, la dejó caer con un sonido metálico.

– Digamos que, en cualquier caso, te prometo una pieza de metal -respondió, e incluso Evan comprendió por fin el sentido literal de sus palabras, porque se puso lívido de golpe.

– En… en El jabalí negro -dijo deprisa-. Van a hacer un alto allí hacia el mediodía.

– ¿El jabalí negro?

– Una posada a dos horas de camino -contestó Evan-. Con vuestros briosos caballos, mucho menos -respiró más tranquilo-. ¿Me vais a dar la pieza de oro?

Mordred apartó la mano de la espada y fue una gran suerte, mucho más de lo que se imaginaba Evan.

– En cuanto haya comprobado que dices la verdad -dijo.

– Pero… -protestó el chico.

– ¿Acaso desconfías de mi palabra? -preguntó Mordred con frialdad.

– Por… por supuesto que no, señor -tartamudeó Evan-. Es sólo que… que los demás confían en mí y…

– Recibiréis lo que os merecéis -le interrumpió Mordred-. Sí realmente encuentro a Uther en El jabalí negro y puedo hablar con él, regresaremos a Camelot como muy tarde mañana y obtendréis vuestra recompensa.

Evan meditó un momento la propuesta, pero pareció comprender que era mejor no irritar más a Mordred.

– Entonces… mejor me marcho ya -balbució.

– Hazlo -respondió Mordred-. Y ni una palabra de nuestro encuentro. Quiero sorprender a Uther.

– Claro -dijo Evan nervioso-. Y… y muchas gracias de nuevo, señor -el muchacho llevó al burro hacia el estrecho camino con el fin de montarse y partir.

La sombría mirada de Mordred lo siguió hasta que ya estuvo bastante lejos. Después el caballero dijo lentamente:

– Heldaar, encárgate de que no hable. Tiene una lengua muy ligera.

Uno de los tres guerreros pictos subió a su montura y se marchó por el mismo camino por el que habían llegado, y Mordred se dirigió al moreno con el que había dialogado al principio:

– Me resulta difícil de creer que Uther nos lo ponga tan fácil.

– No sabe que estamos aquí -consideró el picto.

– Lo sabe -afirmó Mordred torvo-. Estás cometiendo la misma falta que en el pasado llevó a tu pueblo a ser prácticamente aniquilado, amigo mío. Menosprecias a tus enemigos. Yo no lo hago. Conozco a Uther desde hace muchos años. Se ha vuelto viejo, un lobo al que se le están cayendo los dientes. Pero sigue siendo un lobo.

El picto apretó los labios desdeñoso.

– Nada más que un perro grande.

«Otro que tampoco vivirá mucho», pensó Dulac. El joven no podría aguantar mucho más en aquel lugar. No sentía ninguna parte de su cuerpo más abajo del ombligo, a excepción de los pinchazos de su rodilla derecha; pero el dolor de la espalda y de los hombros era insoportable. Así que, pese a todo, si hacía un solo movimiento -y el consiguiente ruido- el picto le sobreviviría seguro.

– Pongámonos en camino -dijo Mordred, como si no hubiera escuchado la respuesta del picto-. El chico ha hablado de dos horas. Seguramente necesitaremos sólo una, pero no queda mucho más para el mediodía.

Sus dos acompañantes montaron a caballo, y también Mordred se aproximó a su montura y alargó la mano hacia las riendas, pero se paró antes de asirlas y volvió la cabeza ¡justo en la dirección de Dulac!

– Hay alguien allí -murmuró. En lugar de subirse a la silla, se volvió de nuevo y se acercó despacio a la orilla.

Por un segundo Dulac fue presa del pánico y, contra sus propias convicciones, se agarró como un clavo ardiendo a la esperanza de que Mordred se pararía o tomaría otra dirección. Pero él no hizo ni lo uno ni lo otro. No se paró y siguió andando hacia el escondite de Dulac como si conociera su presencia.

Por la cabeza del joven pasaron mil pensamientos enfrentados. Aunque hubiera tenido la fuerza suficiente para huir -sus piernas estaban tan insensibles como si fueran de piedra -, era ya demasiado tarde. Mordred estaba sólo a dos pasos de distancia. Sólo le quedaba una posibilidad. El guerrero levantó los brazos, para apartar los tupidos juncos, y en el mismo momento en que penetró en el agua, Dulac se dejó caer hacia un lado.

La frialdad del agua le dejó sin respiración. Sus pulmones estaban a punto de explotar y sus dedos intentaron agarrarse de pura desesperación al lodo resbaladizo. Un momento más y tendría que salir; entonces Mordred lo mataría. Pero por lo menos así podría respirar. De pronto, sus dedos palparon algo duro y muy grande. Con el entendimiento casi perdido a causa de la falta del aire y del miedo, Dulac arrancó su hallazgo del barro y tuvo todavía energías suficientes no sólo para reconocer que se trataba de un viejo casco herrumbroso sino también para preguntarse cómo había ido a parar al fondo del lago aquella pieza de armadura.

Sin saber por qué, levantó el casco con la mano derecha, se lo puso en la cabeza y… pudo respirar.

La sensación de coger aire de nuevo fue en un primer momento tan reparadora que ni siquiera se preocupó por saber de dónde le llegaba el oxígeno salvador, simplemente inspiraba y espiraba, una y otra vez, como si fuera lo único fundamental en su vida.

Únicamente cuando hubo pasado ya un minuto, se atrevió a abrir los ojos y escudriñar a través de la fina abertura del yelmo.

Las botas de Mordred chapoteaban apenas a un palmo de él, pero el caballero se había dado la vuelta y miraba en la otra dirección. Tal vez aún podría salir de ésta.

Por enésima vez, Dulac volvió a preguntarse cómo demonios estaba vivo todavía. ¡Se encontraba a dos palmos por debajo del nivel del agua! En el casco tenía que haberse formado una burbuja de aire cuando se hundió.

Mordred se movió. Sus pies seguían agitando el lodo marrón de la ribera, de tal modo que Dulac no podía ver nada, pero sentía que Mordred seguía alejándose. Por muy increíble que pareciera, no lo había descubierto.

¿Cuánto duraría el aire depositado en el yelmo? No mucho más. Notaba ya un gusto extraño, en unos momentos se habría consumido.

Dulac contó hasta veinte, después aspiró con fuerza, se quitó el casco y se enderezó con infinita precaución.

– … Me habré equivocado -oyó la voz de Mordred algo apagada a causa del agua que todavía tenía en los oídos, pero sí notó que venía de la izquierda, allí donde los juncos eran más espesos-. No hay nadie.

– Entonces salid del agua y vayámonos. No queda mucho hasta el mediodía.

Dulac apartó con cuidado las cañas. Mordred estaba sólo a una docena de pasos, pero salió de allí con rapidez, sin vacilar, llegó hasta su caballo y se montó. Sus dos acompañantes querían partir sin más dilación, pero él se dio la vuelta de nuevo y paseó la vista sobre el lago. Sus ojos entornados mostraban desconfianza.

– Habría jurado… -murmuró. Luego movió la cabeza como si se hubiera hecho una pregunta con el pensamiento y la respuesta le resultara completamente absurda.

– ¿Qué es lo que habrías jurado?

No fue Dulac el único que se atemorizó al oír aquella voz que provenía de la nada. También Mordred mostró visos de asustarse y se volvió con tanta celeridad en la silla que su caballo resopló enojado e intentó arrancar a galopar.

Una figura salió del bosque. En el primer momento, Dulac no pudo verla con precisión, a pesar de que se encontraba a plena luz del sol. Había algo singular en ella.

No. Esa no era la palabra adecuada. Inquietante. Mucho mejor. Pudo reconocer que se trataba de una mujer, pero eso era todo. Era como si hubiera traído consigo una parte de la oscuridad que reinaba en el interior del bosque, y Dulac experimentó un escalofrío gélido que se le metía hasta los huesos, mucho mayor que el que le había provocado el agua.

La mujer dio un paso más y de la sombra surgió una figura, que tenía materia y rostro. Un rostro muy hermoso, tuvo que confesar Dulac, aunque algo tenebroso e inquietante pareciera acechar bajo sus proporcionadas facciones. Estaba seguro de no haber visto jamás la cara de aquella belleza morena, pero algo en ella le resultaba increíblemente familiar.

– Mor… -comenzó Mordred, pero un gesto airado de la joven dama le impidió seguir.

– ¿Qué hacéis aquí? -reprendió ella a los hombres-: Ya hace tiempo que deberíais estar en la posada. ¿No teníais una cita?

– Perdonad, señora -dijo inmediatamente uno de los pictos-. Hemos… -se calló cuando la mujer del pelo negro se volvió y clavó en él una mirada que habría transformado en hielo una tea encendida. El hombre bajó la cabeza y ordenó recular a su caballo.

– ¿Entonces?

– Ya… estamos en camino -dijo Mordred despacio-. Perdona.

– ¡Daos prisa! -ordenó la dama-. ¡De hablar ya habrá tiempo después!

Mordred asintió y, sin más palabras, aflojó las riendas de su caballo y salió galopando. Sus acompañantes también se dieron prisa en ponerse en marcha. Y los tres jinetes desaparecieron por el mismo recodo por el que habían llegado unos minutos antes.

Dulac se quedó agachado en el agua con el corazón latiéndole a toda velocidad. Esperaba que también la inquietante desconocida se marcharía de allí. Pero ella no se movió. Permaneció parada durante interminables segundos, mirando en la dirección en que Mordred y los suyos habían partido. Luego, se volvió muy despacio y sus ojos otearon el lago.

El corazón de Dulac saltó en su pecho. Por un momento estuvo convencido de que ahora sí que había sido descubierto, pues los negros ojos de la desconocida miraban con tanta exactitud en su dirección que ya no podía tratarse de una simple casualidad. Y, de pronto, sus facciones adoptaron una expresión singular. Algo que podía ser una sonrisa, pero también lo contrario, y que estaba destinado claramente hacia él.