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– Gawain y Perceval son jóvenes locos, con la sangre caliente, y no saben lo que realmente significa la palabra «guerra» -dijo-. No te preocupes. Hablaré con Arturo. No habrá guerra.

– Eso espero -respondió Dulac y saltó con las rodillas dobladas sobre el alféizar de la única ventana que había en la cocina. Estaba justo debajo del techo. Como la cocina se encontraba en el sótano del castillo, lo único que podía ver desde allí era el tosco empedrado del patio y algún zapato que iba y venía de vez en cuando. Era su asiento preferido cuando Dagda cocinaba. La sopa hervía en el caldero sobre el fuego y toda la cocina se había llenado de vapor. El poyete de la ventana era el único lugar en el que se podía respirar sin problemas. Y desde el que se tenía una panorámica, no sólo del sótano, sino también de las escaleras, de tal modo que Dulac descubría a quien entraba mucho antes que el propio Dagda. Y también con tiempo suficiente para saltar de nuevo al suelo y disimular que estaba ocupado si aparecía algún visitante sin anunciarse. Si había algo que Arturo odiaba todavía más que levantarse temprano, era la holgazanería de la servidumbre.

De momento no había peligro. Arturo iba poco por allí y aquel día seguro que no aparecería; seguiría rompiéndose la cabeza con sus caballeros tratando de imaginar qué les depararía el futuro. Y, mientras, el vino correría por la mesa…

Con esos pensamientos la mirada de Dulac -no por primera vez- se quedó prendida del anaquel que Dagda había colgado en la pared junto a la puerta. Contenía una gran cantidad de recipientes, que iban desde sencillos vasos de estaño hasta una lujosa copa de oro puro, decorada con abundantes piedras preciosas. Dagda le había explicado en una ocasión que Arturo había traído cada uno de aquellos vasos de sus distintos viajes y, por tanto, todos tenían su propia historia. Unas las conocía Dulac, otras no; unas eran emocionantes, otras menos, y la mayoría seguramente inventadas.

Por encima de todas, a Dulac le interesaba la historia de una discreta copa negra. No era muy grande y estaba bastante deteriorada, pues tenía diversas mellas en el borde, como si alguien la hubiera utilizado como martillo… ¿o como arma?

Algo especial tenía que haber ocurrido con aquel recipiente si Arturo lo había traído y Dagda lo había colocado en el anaquel con el resto… Pero hasta entonces Dagda siempre se había negado a contar su historia.

Arrinconó aquel pensamiento. En realidad, en aquel momento no era importante. Y preguntó de nuevo:

– ¿Guerra?

– No tengas miedo -insistió Dagda mientras tiraba algo bastante grande en el caldero-. ¡Guerra! ¡Vaya tontería!

Lobo gimoteó. Estaba sentado bajo Dulac, junto a la pared. Con las dos patas delanteras en el hocico, miraba con envidia el vapor que era incapaz de atrapar.

– Eso espero -dijo Dulac-. Ese Mordred parecía hablar muy en serio.

Dagda dejó de remover la sopa.

– ¿Qué es lo que has dicho? -jadeó.

– No creo que fuera una mera amenaza -insistió Dulac, pero Dagda lo interrumpió con un movimiento de cabeza, dejó el cazo en el caldero y se aproximó hacia el chico con pasos rápidos

– ¡Su nombre! ¿Cómo le has llamado?

– Mordred -respondió Dulac.

– ¡Mordred! -el rostro de Dagda perdió cualquier rastro de color-. ¿Estás seguro?

– Claro que estoy seguro -contestó Dulac en tono contenido-. Ése era el nombre que le daban. ¿Por qué?

– ¿Qué aspecto tenía? -quiso saber Dagda, sin responder a su pregunta. Meneó la mano indignado-. Déjate de tonterías y baja de una vez. Respóndeme: ¿qué aspecto tenía?

El timbre de su voz hizo que Dulac obedeciera. No era raro que en los últimos tiempos Dagda tuviera un comportamiento triste y malhumorado, pero no recordaba haberlo visto nunca tan asustado. Sacó rápidamente las piernas del alféizar y saltó al suelo. Lobo gimió atemorizado y desapareció como un rayo.

– ¡Habla! -le exigió Dagda.

– Muy alto -respondió Dulac-. Ancho de hombros. Creo que es muy fuerte.

– Su cara -le interrumpió Dagda-. ¿Cómo era su cara? ¡Sus ojos!

– ¿Sus ojos? -Dulac no acabó de comprender a qué se refería Dagda.

– ¿Cómo eran sus ojos? -Dagda casi gritó-. ¡Piénsalo bien! ¿Tenía los ojos de Arturo? ¡Di!

¿Los ojos de Arturo? En un primer momento Dulac sólo pensó en responder soltando una carcajada. ¿Cómo iba a tener alguien los ojos de Arturo? Pero después intentó concentrarse para imaginar el rostro de Mordred, y cuanto más lo pensaba… Sí, sin duda…, en ellos… había algo. No su aspecto. Pero había algo en la mirada de Mordred. Algo que le recordaba efectivamente al rey Arturo, aunque antes no se hubiera percatado. No respondió, pero su silencio dio la razón a Dagda.

– Así que era él -murmuró el anciano. Sonó… conmovido-. Que Dios nos proteja. Ha regresado.

– ¿Quién ha regresado? -preguntó Dulac perplejo-. ¿Mordred? ¿Lo conoces?

– ¿Conocerle? -Dagda rió con amargura-. Claro, por supuesto que lo conozco. Y Arturo también lo conoce, aunque todavía no lo sepa. Sabía que un día vendría… pero, ¿por qué precisamente ahora?

Sacudió la cabeza y se dio la vuelta para volver al caldero. De pronto parecía muy cansado.

– Lo… conoces -dijo Dulac titubeante-. ¿Sabías que vendría?

– Sí -murmuró Dagda.

– ¿Quien es ese hombre? -preguntó Dulac. Su corazón latía con fuerza-. ¿Por qué te atemoriza tanto?

– Porque supone un gran peligro -respondió Dagda, sin girarse hacia él-. Traerá la desgracia sobre Camelot. Y a Arturo puede que, incluso, la muerte.

– ¿La muerte? -Dulac se asustó de verdad-. No… ¡no lo dices en serio!

– No he dicho nunca nada más en serio -respondió Dagda-. Está escrito que será así y de ninguna otra manera -miró a Dulac, lleno de tristeza y dolor-. De la mano de Mordred el rey Arturo encontrará la muerte -movió la cabeza con expresión cansada-. Y yo no estaré allí para socorrerle.

– ¿Por qué?

– Porque voy a morir, bobo -contestó Dagda.

– ¿Vas a morir? -Dulac abrió los ojos desconcertado, pero Dagda hizo un gesto apaciguador con su mano derecha. Con la otra agarró el cazo y comenzó a remover la sopa de nuevo.

– No ahora -dijo-. No esta semana y tal vez ni siquiera este año. Pero, ¡mírame! Soy un hombre viejo. Mis fuerzas se apagan. Estoy enfermo y débil. Cada vez olvido más cosas, a veces hasta me cuesta recordar la receta de mi sopa ¡y eso que llevo veinte años cocinándola todos los días! Pronto no podré acompañar a Arturo en su batalla. Precisamente ahora que me necesita más que nunca.

– Entonces tienes que advertirle -dijo Dulac sintiendo una especie de liberación. Las palabras de Dagda le habían asustado infinitamente, pero en realidad no le había dicho nada nuevo. Dagda era viejo, muy viejo. Era la persona más vieja con la que se había topado, y en algún momento iba a morir, por supuesto. Nadie vivía eternamente.

– ¿Advertirle? -preguntó Dagda despacio-. Pero, ¿de que?

– De Mordred -respondió Dulac sin comprender-. ¡De que le va a intentar matar!

– ¡De Mordred…! -Dagda sonrió con amargura-. ¿Cómo podría yo, mi joven amigo? Dime: ¿cómo puedo decirle a mi rey que su propio hijo ha venido para acabar con él?

Dagda le había dejado el resto del día libre, pero Dulac estaba tan abrumado por todo lo que había experimentado y, sobre todo, descubierto, que no pudo alegrarse por ello. Mientras regresaba a la posada a paso tranquilo, comprendió dolorosamente que apenas sabía nada de Camelot, del rey Arturo, de los caballeros de la Tabla Redonda, de la historia del castillo, de Dagda y… sí, incluso de sí mismo. No sabía siquiera qué edad tenía. No conocía de dónde provenía, quiénes eran sus verdaderos padres y tampoco cómo se llamaba realmente. Desde que tenía uso de razón vivía con Tander, el dueño de la única posada de Camelot.

Dagda le había contado que, hacía cosa de diez años, el propio rey Arturo y algunos de sus caballeros pasaron junto a un pequeño lago, en cuya orilla descansaron un rato para que los caballos bebieran. De pronto oyeron el llanto de un niño, y cuando comenzaron a buscar, encontraron una extraña barca muy deteriorada y, entre los restos, un chiquillo de tres o cuatro años, medio hambriento y parloteando en una lengua incomprensible. La búsqueda de los padres del niño resultó infructuosa, al igual que la de los otros ocupantes de la barca o la de algún rastro de su proveniencia, así que Arturo finalmente llevó el niño a Camelot. Dagda, que se ocupó del huérfano en los primeros momentos, le puso el nombre de Dulac, asegurando que tenía algo que ver con el lugar donde le habían encontrado, pero nunca se había molestado en aclarar esa afirmación, y fijó arbitrariamente su edad en cuatro años. Lo que tenía por resultado que, ahora, ante la consabida pregunta sobre su edad, Dulac respondiera que catorce años… pero que también podrían ser quince o, incluso, trece. ¿Qué más daba? También muchos de los caballeros de Arturo ignoraban su edad, y muy pocos eran capaces de escribir su nombre… Al contrario que Dulac, a quien Dagda le había enseñado a leer y escribir años antes.

Los primeros cuatro años Dulac vivió y trabajó con la familia de Tander, pues allí lo llevó Arturo. Tres de esos cuatro años supusieron una buena vida para Dulac. Como los demás miembros de aquella gran familia, tenía que arrimar el hombro y participar de acuerdo con su edad en las faenas propias de una posada. Pero la mujer de Tander murió y desde entonces el posadero se tornó gruñón y tacaño. Dulac tuvo que abandonar su pequeña habitación de la buhardilla y trasladarse al granero, en donde hacía frío en invierno y calor en verano, y el pequeño sueldo que Dagda le pagaba debía entregarlo enteramente. Si volvía del trabajo a casa y todavía había clientes en la taberna, se le exigía ayudar tras el mostrador e, incluso los domingos, cuando todos estaban en la iglesia, tenía que quedarse para limpiar la posada. A pesar de eso, Tander siempre le increpaba que se veía obligado a alimentarle y que haber acogido a aquel niño bajo su tejado iba a ser causa de su ruina. Dulac estaba convencido de que ya lo hubiera echado o vendido como un esclavo si no hubiera tenido que vérselas con la ira de Arturo.

Sin embargo, Dulac no quería quejarse. Era una vida dura, pero mejor que el destino de muchos otros que conocía, incluso en la ciudad, y, además, no iba a durar siempre. Un día -y algo le decía que ese día no estaba ya muy lejos- se quitaría esa vida de encima como si fuera un vestido viejo y se le revelaría su verdadero destino.