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Cabalgaban tan deprisa que las doncellas tenían serios problemas para no caerse. Sin embargo, tardaron más de una hora en avistar Camelot. Y cuando ocurrió, la visión le produjo a Dulac tal horror que tiró de las riendas de su caballo y lo clavó en el suelo.

La silueta de la ciudad se había transformado. Era como si, en el castillo, le hubieran dado un mordisco a la torre del homenaje; había menguado más de un tercio. En cuanto a la muralla exterior, parecía que un gigante la hubiera golpeado con un martillo. Y también varias casas estaban deterioradas, algunas casi destruidas.

Como detuvo el caballo tan de improviso, Ginebra siguió cabalgando un rato más antes de darse cuenta de que él ya no montaba junto a ella. La dama dio la vuelta y se alineó al lado de Dulac.

– ¿Qué te ocurre? -le preguntó.

Dulac levantó el brazo y señaló con la mano temblorosa la ciudad. Le costaba trabajo incluso hablar.

– ¿Qué… qué es lo que ha sucedido… aquí? -logró articular por fin.

– El terremoto -entre las cejas de Ginebra se formó una profunda arruga.

– ¿Terremoto? ¿Pero… qué… qué terremoto? -preguntó Dulac con desaliento.

– El gran terremoto de hace cuatro semanas -dijo Ginebra.

¿Hacía cuatro semanas? Dulac la miró con desconcierto, callado.

– ¿No sabías nada? -Ginebra parecía sensiblemente consternada-. Tienes que haber estado muy lejos si no has oído hablar de él.

«¿Muy lejos?», pensó Dulac. Sí, realmente había estado muy lejos. Más lejos todavía de lo que ella se podía imaginar.

Ginebra hizo un movimiento de cabeza.

– Sigamos. Pero no te asustes, porque la ciudad no tiene buen aspecto.

Y no había exagerado nada, más bien se quedó corta. Cuanto más se acercaban a Camelot, más rastros de destrucción descubría. La muralla no había desaparecido por completo en ninguna zona, pero en varias partes se había quedado a la mitad de su altura. No quedaba ninguna sección completa de los túneles de defensa, y la puerta por la que entraron colgaba torcida de los goznes. Ni una sola casa intacta. Muchísimos tejados se habían hundido o venido abajo del todo. Enormes grietas se abrían en las paredes de los edificios y, en algunos casos, habían tenido que poner vigas para apuntalarlos. También pasaron por delante de casas, que ya eran únicamente montones de escombros y piedras de la altura de un hombre. Tras el asalto del ejército picto, Camelot había sido de nuevo arrasada y con mucha más saña.

La angustia de Dulac crecía a medida que se aproximaban al castillo, porque allí los destrozos eran todavía mayores. Una parte del muro se había caído y docenas de artesanos bajaban y subían por los andamios, iban y venían como hormigas entre las ruinas, para intentar arreglar los desperfectos, aunque era evidente que no podrían reparar todos los daños. El techo del castillo se había desplomado y lo habían sustituido por un armazón de troncos recién cortados, y el último tercio de la torre había desaparecido por completo. Dulac intentaba representar en su cerebro el momento en que la torre se había venido abajo, pero su fantasía capitulaba ante aquella tarea. Debían de haber llovido piedras, literalmente.

– ¿Cuántas…? -murmuró, tragó con dificultad el nudo que tenía en su garganta y comenzó de nuevo-: ¿Cuántas personas murieron?

Ginebra sacudió los hombros.

– Ninguna.

– ¿Ninguna? -se aseguró Dulac con incredulidad.

– Fue un milagro, lo sé -respondió Ginebra-. Cuando sucedió, imaginé que todos íbamos a morir. Hubo muchos heridos, pero ni un solo muerto en el castillo, y tampoco en la ciudad.

– ¿Estabais aquí? -preguntó Dulac asustado, y enseguida se dio cuenta de lo tonta que había sido la pregunta.

– Fue horroroso -en la voz de Ginebra había un dejo que le hizo comprender el miedo que le producía la sola mención de la tragedia-. La tierra tembló como… como un animal a punto de morir. Tres veces.

Dulac detuvo su caballo con un tirón de las riendas y la miró con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Tres… veces? -se asombró.

Ginebra asintió.

– La primera sacudida no fue muy fuerte -explicó-. Lo suficiente para mover unos cuantos muebles y despertarnos a todos.

– ¿Despertaos? -el corazón de Dulac comenzó a latir más deprisa-. ¿Fue poco antes de la salida del sol?

Ginebra frunció la frente.

– Al principio del amanecer -afirmó-. ¿Cómo lo sabes?

– Has dicho que os había despertado -contestó Dulac con reserva mientras empezaba a temblar. No podía ser cierto. ¡No aquello! Si había un Dios, ¡no podía haber sucedido así!-. ¿Y fueron… tres sacudidas? ¿Precisamente tres?

– La tercera fue la peor -dijo Ginebra-. Pensé que ya había pasado todo, pero… -el recuerdo ensombreció su mirada-. La torre del homenaje… ¡estalló! Los trozos salieron volando hasta la muralla exterior. ¡Fue como si un gigante la hubiera golpeado con un martillo invisible!

«¿O un estúpido con una espada?», pensó Dulac. Se sentía aturdido. Un horror frío y profundo se había apoderado de él.

Poco a poco soltó la mano derecha de las riendas y la levantó ante sus ojos. Cada vez temblaba más. No podía reprimirlo. La sensación de frío se acrecentó. Esa había sido la mano que había empuñado la espada. ¡El, sólo él, era el responsable de aquella devastación! Y si Morgana no se lo hubiera impedido…

No, no se sintió con fuerzas de concluir aquel pensamiento.

Dejó caer la mano y siguió cabalgando. Ginebra lo miró pensativa, pero no dijo nada, se limitó a continuar a su lado.

A pesar de la amargura del camino, había un rayo de esperanza. Muchas de las personas con las que se cruzaban se quedaban paradas e interrumpían sus labores para saludar a Ginebra o regalarle una sonrisa. Estaba claro que todos los habitantes de Camelot la querían mucho. Sería una reina amada por su pueblo. Igual que Arturo fue una vez un rey amado por su pueblo.

Por fin alcanzaron Camelot. El patio estaba tan atestado que se vieron obligados a desmontar y entrar a pie. Habían amontonado los cascotes a los lados, pero todo estaba lleno de piedras, vigas, tejas y otros materiales de construcción, y una brigada de artesanos se ocupaba de arreglar los desperfectos.

Dulac iba a dirigirse a Ginebra para hacerle una pregunta, pero no pudo ser, pues en ese momento se abrió la puerta y aparecieron Arturo, Galahad y Leodegranz. Braiden los siguió un poco después. Llevaba el brazo derecho en cabestrillo, lo que demostraba que, a pesar del mucho tiempo transcurrido, su herida todavía no estaba curada. Los otros tres caballeros tenían, sin embargo, muy buen aspecto.

Sobre todo, ver a Sir Leodegranz tan saludable provocó un gran alivio en Dulac. Había enterrado el pensamiento en lo más recóndito de su cerebro, pero todavía le aguijoneaba el temor de ser responsable de la muerte del caballero de la Tabla Redonda.

Cuando Arturo lo vio, se quedó parado y una expresión de sorpresa se dibujó en sus facciones. No precisamente, una expresión de alegría, como pudo constatar Dulac con cierta incomodidad. Tal vez las apreciaciones de Ginebra en relación con los sentimientos del rey habían sido demasiado optimistas. Pero ahora ya no podía echarse atrás, y menos cuando ella lo cogía del brazo y comenzaba ya a subir las escaleras.

– ¡Arturo, mira a quién me he encontrado! -dijo excitada.

El entrecejo de Arturo se hizo todavía más profundo mientras examinó a Dulac con una mirada que lo recorrió de la cabeza hasta los pies.

– Sí -dijo-. Recuerdo que se nos perdió alguien. Lo has encontrado, ¿dices? ¿Puedo preguntar dónde?

– En el lago -respondió Ginebra-. He salido a cabalgar, y al llegar allí, estaba en el agua.

– Y por lo que veo ha perdido la ropa. ¿Se la ha llevado la corriente?

Dulac iba a responder, pero Ginebra se le adelantó.

– Sus ropas estaban hechas jirones -dijo-. Cuatro semanas en el bosque no les han sentado muy bien. No quería presentarse ante ti cubierto de harapos.

La mirada de Arturo confirmó qué opinaba de aquella respuesta, pero se conformó con ella. Durante un momento más miró a Dulac de la misma manera no demasiado agradable, luego se giró e intercambió unas palabras con los caballeros, que Dulac no pudo comprender, porque éstos comenzaron a alejarse. Después se dirigió de nuevo al joven.

– Así que estás aquí de nuevo -empezó-. Lo creas o no, me alegro de verte otra vez, ileso además. Tenía verdadero miedo de que los pictos te hubieran matado o secuestrado.

– Casi lo hicieron -improvisó Dulac-. Yo… lo siento mucho, señor. Cuando los vi salir del bosque, me entró un ataque de pánico y salí corriendo. Uno de los bárbaros me persiguió. Pude quitármelo de encima, pero me perdí en el bosque. Yo… quería regresar para pelear con vosotros, pero cada vez me metía más profundamente…

Arturo esbozó una leve sonrisa.

– No te hagas reproches -dijo-. Tuvimos bastante ayuda. Si hubieras vuelto, quizá te habría costado la vida. Pero, ¿dónde has pasado todo este tiempo?

Dulac miró a su alrededor y al final optó por elegir la respuesta que imaginó esperaba Arturo.

– Yo… yo habría regresado, pero… no me atreví. Tenía miedo de que me castigarais por mi cobardía.

– ¿Cobardía? -Arturo subió la ceja izquierda-. No tiene por qué ser un signo de valentía combatir solo contra cien hombres armados. Más bien de estupidez. ¿Qué habrías hecho si Ginebra no te hubiera encontrado? ¿Pasar el resto de tus días como un ermitaño en el bosque? -se rió-. Pero bueno, ahora que ya estás aquí de nuevo, pensaremos qué hacer contigo.

– ¿Hacer? -Dulac miró incómodo en torno a sí.

– Tu antiguo puesto está ocupado -respondió Arturo-. Le he traspasado a Tander la responsabilidad de la cocina y de la despensa de Camelot.

– Ya… me lo ha contado Gin… -Dulac se corrigió rápidamente-: Lady Ginebra.

Su equivocación no pasó inadvertida al rey, pero no dijo nada.

– Vayamos abajo y veamos si encontramos una ocupación para ti. En todo caso, tu padrastro se alegrará de volver a verte.

Dulac tenía sus dudas. Si Tander había pensado alguna vez en él, seguro que habría sido para alegrarse de que estuviera lejos. Por supuesto, no lo dijo, sino que se volvió obedientemente cuando Arturo le indicó con un gesto que lo acompañara. Antes de marcharse, el monarca le dijo a Ginebra:

– Es bueno que lo hayas encontrado y traído hasta aquí. Pero… has vuelto a ir al lago. Te pido encarecidamente que no vuelvas a hacerlo. Fuera de las murallas de la ciudad no estás segura.