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– Tal vez no haya guerra -dijo Dulac, pero esas palabras no convencieron ni a sus propios oídos.

Wander no se tomó ni la molestia de contestarlas. Siguió sorbiendo la sopa y, por fin, empujó el plato medio vacío hacia atrás mientras decía:

– Sí, quizás.

¿Por qué Arturo no hacía nada? Dulac meditó sobre todo lo que acababa de oír, pero cada vez le veía menos sentido. El Arturo que él conocía no se habría limitado a cruzarse de brazos esperando que los pictos atacaran. Habría organizado un plan, algo. Y ese algo no se habría reducido a formar a unos cientos de hombres, que no tendrían la menor posibilidad en una guerra abierta.

– Se ha hecho tarde -dijo Wander de pronto, y se levantó-. Arregla la mesa y vete a dormir, para que mañana temprano puedas dedicarte a tus nuevas ocupaciones en Camelot. Puedes dormir en una de las habitaciones de arriba, están todas vacías.

Se marchó. Dulac hizo todo lo que le dijo, pero le costó aceptar su ofrecimiento y acostarse en una de las camas de arriba. Seguro que eran más cómodas y blandas que la paja sobre la que dormía habitualmente, pero el granero era ya como su casa. Y no podía ni imaginarse lo que diría Tander cuando regresara y lo encontrara durmiendo en una de las camas de los huéspedes.

Estaba cansado, pero evitó tomar todavía la decisión sobre dónde dormiría y optó por salir de la casa. Acababa de hacerse de noche, pero la ciudad de Camelot ya se había ido a dormir. Sólo el cielo sobre el castillo relucía rojo por el reflejo de las numerosas antorchas que iluminaban el patio y los distintos corredores. Había algo que no había cambiado: las luces del castillo permanecían mucho más tiempo encendidas que las de la ciudad; allí las noches eran mucho más cortas. Se preguntó si Arturo y sus caballeros estarían en aquel momento cenando alrededor de la Tabla Redonda.

Y si Ginebra estaría con ellos.

Dulac dio un respingo. Hasta aquel instante había logrado apartar de su cabeza los pensamientos sobre Ginebra, pero ahora que ya estaban allí fueron creciendo y desplazaron a todo lo demás. Veía la cara de la joven con tanta claridad como si estuviera realmente allí y su corazón se transformó en un témpano de hielo.

Había sido un error regresar. Creía que tendría una segunda oportunidad y encontraría de nuevo su hogar. Pero no era cierto. Su hogar -aquello de lo que formaba parte- ya no existía. ¿Y Ginebra?

El solo pensamiento taladró su corazón como si se tratara de la afilada hoja de un cuchillo. Ella había dicho que lo necesitaba, como un amigo, y él pensó que eso le bastaría; pero tampoco eso era cierto. Estar a su lado y verla de vez en cuando no era suficiente. No podría soportar el dolor durante mucho tiempo.

Detrás de él crujió algo. Dulac se dio la vuelta sobrecogido, vio una sombra que se abalanzaba sobre él y se protegió instintivamente la cara con las manos. Pero su reacción llegó tarde. Algo le alcanzó con tanto ímpetu en el pecho, que se tambaleó hacia atrás unos pasos y cayó al suelo.

Dulac tensó los músculos en el acto, se tiró en pos de su atacante… y respiró tranquilo cuando una larga y áspera lengua de perro comenzó a lamerle la cara sin tregua.

– ¡Lobo! -gritó entre jadeos-. ¡Para de una vez! ¡No puedo respirar!

Realmente era Lobo el que había saltado sobre él. Y el pequeño terrier no tenía ninguna intención de terminar con sus exageradas muestras de cariño; al contrario, comenzó a lamerle con más ganas mientras brincaba sobre su pecho y su cuello, hasta que a Dulac no le quedó otra elección que agarrarlo con las dos manos y levantarlo en el aire. Lobo pataleaba con tanta alegría que le costó verdadero trabajo sostenerlo en vilo. El perro gruñía de contento mientras agitaba la cola, y cuando Dulac lo puso de nuevo en el suelo, saltó otra vez sobre él, de tal manera que el joven tuvo que renunciar, auparlo en brazos y acariciarlo con ternura.

También Dulac se alegraba de volver a verlo. Tenía que confesar, para su vergüenza, que se había olvidado de él completamente. Sin embargo, ahora se daba cuenta de lo que le había faltado el perro. Al fin y al cabo, Lobo había sido el único amigo que había tenido durante todos aquellos años.

Estuvo por lo menos diez minutos largos acariciando al perro con las dos manos, antes de que éste se calmara lo suficiente como para que pudiera dejarlo en el suelo. Lobo pasó unos segundos más corriendo entre sus pies mientras movía la cola, luego se marchó en dirección al granero, se quedó quieto, ladró, se dio la vuelta y regresó nuevamente. Repitió aquellos movimientos tres o cuatro veces, hasta que Dulac comprendió lo que pretendía.

– De acuerdo -dijo-. Voy.

Lobo quería entrar en el granero, que tenía la puerta cerrada. Por lo visto, el fiel animal llevaba todo aquel tiempo esperándole. Y con aquel comportamiento hizo que Dulac decidiera inmediatamente dónde pasar la noche. Por muy atractiva que le resultara la idea de una verdadera cama, aquel granero era su hogar. Tal vez, el único que le quedaba.

Lobo seguía saltando y, de pronto, comenzó a arañar la puerta con sus pezuñas.

Dulac sacudió la cabeza ante la impaciencia del animal, pero se dio más prisa en llegar al granero y empujar la puerta.

No se abría.

Dulac lo intentó de nuevo con el mismo resultado. Dio un paso atrás y fijó la vista en la gran puerta de dos hojas. En el cerrojo había dos grapas de hierro aseguradas con un grueso candado. Dulac las observó lleno de asombro. Un candado era un objeto costoso y Tander no era conocido precisamente por dilapidar el dinero. Además, en aquel granero no había nada valioso digno de ser robado.

Por lo menos, no lo había habido hasta entonces…

Lobo seguía arañando la puerta. El perrillo no podía comprender que le impidieran entrar en su hogar. También Dulac sacudió la puerta inútilmente durante un momento más, luego dio un paso atrás y paseó la vista inquisitivamente por la pared del granero. Aquella construcción ya era vieja cuando él llegó a Camelot, y los siguientes diez años todavía la habían deteriorado más. Tras unos instantes buscando, encontró un sitio en el que los maderos estaban lo bastante podridos para poder arrancar uno. Lobo se escurrió entre sus piernas y saltó dentro con rapidez. Dulac oyó sus jadeos en medio de la oscuridad mientras lo seguía con alguna dificultad.

No quería que se notara que había entrado en el granero clausurado, por eso había separado el tablón sólo lo suficiente para poder pasar y, después, lo puso de nuevo en su sitio, antes de levantarse y escudriñar el lugar.

Al principio no pudo ver nada con lo oscuro que estaba allí dentro. Le sobrecogía una extraña sensación. Aquel granero era prácticamente su casa, mucho más que la posada, y, sin embargo, ahora se sentía como un ladrón. ¿Por qué había puesto Tander aquel candado en la puerta? Si había algo por lo que Camelot era más conocido todavía que por su castillo y por su rey, era porque sus puertas permanecían siempre abiertas para todo el mundo. La mayor parte de ellas ni siquiera tenían cerrojo.

Dulac esperó a que sus ojos se acostumbraran a la falta de luz de allí dentro; pero tampoco después descubrió nada extraño. La paja y las pacas de heno estaban amontonadas como de costumbre y el viejo carro de bueyes, que Tander había recibido años antes de un huésped que no podía pagar la factura, se encontraba en el mismo lugar de siempre. Dulac se paró de pronto, se dio la vuelta de nuevo y entrecerró los ojos para intentar ver un poco mejor.

Había algo en la silueta del carro que no encajaba y sólo tardó un momento en darse cuenta de lo que era: el carro, que en el curso de los años había perdido una rueda, tenía otra vez las cuatro y, además, estaba cargado.

Dulac se acercó y, con el ceño fruncido, examinó la nueva rueda y el grueso toldo que cubría la carga. Levantó la lona por una esquina y vio brillo de metal.

Su rostro se ensombreció cuando siguió levantando el toldo y descubrió todo lo que había allí escondido. Ahora entendía por qué Tander había cerrado el granero con tanto cuidado.

En aquel carro estaba todo lo que había desaparecido de las dependencias de Dagda. Los cacharros de cobre para cocinar, los platos y los vasos de estaño, y también algunas jarras de gran tamaño y varias piezas de plata. No era extraño que Tander no quisiera que entrara nadie allí. Y ahora comprendía la generosidad del posadero de ofrecerle una cama en una de las habitaciones para los huéspedes. Siguió examinando el botín de Tander con más detenimiento. Conocía cada objeto de aquel carro, y al recordarlos en la cocina de Dagda se apoderó de él un gran enojo. Tander lo había sustituido todo por piezas nuevas, seguramente de mucha menos calidad y por las que le había cobrado a Arturo un precio a todas luces excesivo. En cuanto le surgiera la oportunidad, vendería todos aquellos preciados objetos de cobre y estaño.

Detrás de él, Lobo gimoteó despacio. Dulac giró la cabeza y vio que el perrillo saltaba alrededor del tonel de agua que estaba al otro lado de la puerta. Tenía sed.

– Espera -dijo-. Te daré agua.

Cogió sin mirar un vaso del carro y fue hacia donde estaba el animal. El terrier dejó de saltar alrededor de la cuba, que le llegaba a Dulac sólo hasta la cintura, a pesar de que era cinco veces mayor que el perrillo, y miró a su amo agitando la cola.

– Ahora mismo te doy agua- le aseguró Dulac. Sólo cuando iba a meter el recipiente en la cuba para llenarlo, se dio cuenta de lo que había cogido: era la copa negra que durante años había permanecido en la alacena de la cocina, el mismo viejo cáliz con el que Sir Lioness había dado de beber a los caballeros en la misa antes de la batalla. Entonces ya se sorprendió de que hubiera elegido un cáliz así, que no era digno de un rey. Vaciló un momento y, pensativo, le dio vueltas entre sus manos. Incluso bajo aquella luz débil lo veía gastado y poco aparente; realmente no podía entender que Tander se hubiera tomado la molestia de robarlo. Seguramente había arramblado con todo lo que había caído en sus manos, sin mirarlo si quiera.

Pero de pronto le llamo la atención el peso de la copa. Le dio la vuelta y la acercó a una de las zonas iluminadas por los rayos de luz que entraban por las rendijas del techo y de las paredes, y arañó su superficie con la uña del pulgar. Bajo la capa de suciedad negra y pegajosa brillaba el metal. Plata, quizás oro. Y cuando miró con más detenimiento, descubrió dibujos grabados y unos bultos regularmente repartidos en el borde del recipiente; con toda probabilidad, la suciedad ocultaba una serie de piedras preciosas. No se trataba de una vieja copa gastada, sino, quizá, de la pieza más valiosa de todo lo que había en el carro.