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Dudó un momento más, sin saber si emplearlo para lo que se había propuesto. Pero luego se dijo que Arturo no tendría nada en contra… porque ni lo sabía ni se enteraría nunca. Llenó el cáliz con agua del tonel, lo puso en el suelo y observó cómo Lobo sorbía con ganas.

La visión le produjo sed a él también. Esperó a que Lobo hubiera acabado, levantó el recipiente, tiró el resto del agua, e iba a servirse agua fresca cuando Lobo, de repente, emitió un gruñido profundo y amenazador mientras miraba hacia la puerta con las orejas tiesas.

Dulac se quedó quieto unos segundos, escuchando. No oyó nada, pero los sentidos del perro eran mucho más fuertes que los suyos. Si Lobo husmeaba algo allí fuera, es que aparecería antes o después.

Se dirigió de nuevo al carro y colocó la copa en su sitio, y en ese momento oyó un ruido: pasos, que se aproximaban deprisa hacia la puerta; luego, voces irreconocibles y el sonido de una llave en el candado.

Dulac se sintió presa del pánico. Alguien iba a entrar en el granero y el joven comprendió que tenía apenas unos segundos para esconderse. El problema es que allí no había prácticamente sitios donde hacerlo. Y no le iba a dar tiempo de subir por la escalera y llegar al sobrado. Oyó cómo saltaba el candado y alguien descorría el cerrojo.

Con toda celeridad puso el toldo tal como estaba y se ocultó en el único escondite que había -aunque ese nombre le iba un poco grande-: justo debajo del carro. En ese mismo instante se abrió la puerta y dos personas penetraron en el granero. La luz roja de una antorcha barrió la oscuridad, pero también resucitó a las sombras. Dulac se apretó contra el suelo y contuvo la respiración, pero sabía que aquello no le iba a proteger si uno de ellos miraba en su dirección.

No lo hicieron, pero se movieron al lado del carro. Dulac sólo pudo ver sus zapatos y los bordes de sus pantalones, pero estuvo seguro de que uno de los dos era el hijo de Tander. Sólo un instante después lo confirmó al oír la voz de Wander:

– Esto tiene que desaparecer antes de mañana por la tarde.

Alguien soltó un gemido y Dulac frunció el ceño cuando oyó responder a la voz de Evan:

– ¿Todos estos cacharros? ¡Es del todo imposible!

Quitaron la lona. Sonidos metálicos.

– Necesitaremos una semana para sacar todo esto de la ciudad sin que nadie se dé cuenta.

– Pero no tenéis tanto tiempo -respondió Wander irritado-. Estos cachivaches tienen que estar fuera mañana. Podría hacerlo solo, pero entonces más vale que no contéis con vuestra parte.

– ¡Alto ahí! -protestó Evan-. Nosotros hemos hecho todo el trabajo y ahora…

– … os rajáis en el momento definitivo -acabó la frase Wander, y al mover indignado la antorcha que llevaba en la mano, la luz parpadeó y las sombras empezaron a danzar renovadas-. No digo que sea así. Pero conoces a mi padre. Seguro que lo verá desde ese prisma.

Evan resopló.

– Tu padre es…

– … mi padre -le interrumpió Wander-. Así que piénsate bien lo que vas a decir.

Durante unos segundos, se hizo el silencio, mientras Evan, intranquilo, cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro.

– No entiendo a qué viene tanta prisa -dijo finalmente, pero en un tono más quisquilloso que enojado-. Estas cosas hace semanas que están aquí. ¿Por qué tenemos que correr tanto ahora?

– Porque Dulac ha vuelto.

– ¿Dulac? -se asombró Evan.

– Dulac -confirmó Wander-, sí. Imagínate, mi querido hermanastro está aquí otra vez. Y, por supuesto, se ha convertido otra vez en el niño bonito de Arturo. ¿Te imaginas lo que puede pasar si le cuenta al rey que echa de menos esto o aquello del castillo, y Arturo viene aquí y se lo encuentra en este carro?

– Os colgaría a todos -dijo Evan.

– Falso -le corrigió Wander-. No sólo a nosotros, también a ti y a tus amigos. ¿Ves como es mejor que pienses algo?

De nuevo sonaron ruidos metálicos y Dulac percibió ciertos movimientos por el rabillo del ojo. Su corazón pegó un brinco cuando reconoció a Lobo. El perrillo estaba a su lado con las orejas tiesas y enseñando los dientes. Gruñía tan bajo que Dulac casi no podía escucharlo, pero no pasaría mucho tiempo antes de que estallara en salvajes ladridos.

– Silencio -susurró Dulac-. ¡Lobo, por el amor de Dios, cállate!

Normalmente ése era el mejor método para que Lobo se pusiera a ladrar como un loco, pero sucedió el milagro: en lugar de ladrar, Lobo siguió con sus gruñidos de enfado, pero tan apagados que Wander y Evan no los oirían.

Por lo menos, eso esperaba Dulac…

Durante un buen rato reinó el silencio, sólo interrumpido por los ocasionales tintineos que provocaban Wander y Evan trasteando entre la carga del carro.

Luego, Evan preguntó:

– ¿Dónde ha estado todo este tiempo?

– No lo sé -contestó Wander en tono de disgusto-. Y si fuera por mí, no habría regresado.

– ¡Entonces, échale sin más!

– ¡Como si fuera tan fácil! -Wander resopló enfadado. Algo rechinó y el corazón de Dulac latió con fuerza cuando vio que la copa con la que había dado de beber a Lobo caía del carro y rodaba hasta él. Wander renegó, se agachó y palpó el suelo intentando dar con el cáliz, mientras decía:

– Sigue estando bajo la protección de Arturo. Nadie entiende por qué, pero es así.

Dulac contuvo la respiración al ver que la mano de Wander no conseguía dar con la copa, pero se acercaba peligrosamente a Lobo. El terrier mostró los dientes y sus gruñidos se hicieron un poco más altos.

– Tal vez tengamos suerte y desaparezca otra vez -dijo Wander-. ¿Dónde está la maldita…? ¡Ah… aquí la tenemos!

Su mano asió el borde de la copa y Dulac respiró tranquilo cuando vio que el chico se levantaba sin mirar ni por un momento debajo del carro.

– En todo caso, lo que tiene que desaparecer son estos chismes -añadió Wander-. Esta noche lo he alojado en una de las habitaciones de los huéspedes, pero es curioso como un gato. Así que habla con tus amigos.

– Lo haré -aceptó Evan de malos modos.

– Y otra cosa -dijo Wander-. Mi padre sabe exactamente todo lo que hay en el carro.

– Me apuesto lo que sea a que es así -respondió Evan.

Dulac pudo oír cómo ponían la lona en su sitio, se daban la vuelta y se marchaban. Una vez que habían cerrado la puerta y echado el candado, el joven oyó cómo fuera sus voces se alejaban. No comprendió lo que decían, pero no parecía Lina conversación muy amistosa que digamos. Dulac cogió aire, pero tardó todavía unos minutos antes de atreverse a salir de debajo del carro y levantarse despacio. ¡Le había faltado muy poco! No quería ni imaginarse lo que aquellos dos habrían hecho con él si lo hubieran descubierto.

Esperó un rato más, antes de abandonar el granero para ir a la habitación que Wander le había ofrecido.

Aquella noche no pudo dormir mucho. La cama era blanda y cómoda, sí, pero demasiadas ideas rondaban por su cabeza como para poder conciliar el sueño. Bastante después de la medianoche, cayó en un sueño ligero, del que se despertó sobresaltado en más de una ocasión. Por fin, una hora antes de la salida del sol, no pudo más y se sentó en la cama.

La casa estaba en silencio. La frialdad de la noche que entraba por la ventana abierta le hizo temblar bajo la manta. Todavía se sentía agotado. Le escocían los ojos y los párpados le pesaban como si fueran de plomo. De todas maneras, no se tumbó de nuevo, sino que apartó la manta y se levantó. Aún era demasiado pronto para ir al castillo. Si la vida no había cambiado radicalmente, Arturo y sus caballeros llevarían tan sólo unas horas en la cama. El rey no se pondría muy contento si le despertaba ahora. Pero no tenía mucho tiempo. Dentro de dos o tres horas como mucho, Tander lo aguardaba en Camelot y, con toda probabilidad, no le quitaría el ojo de encima en todo el día. Y Arturo olvidaría su enfado por haberle arrancado tan pronto del sueño en cuanto Dulac lo acompañara al granero. Al fin y al cabo, él mismo le había encargado que vigilara los movimientos de Tander.

Se vistió las calzas y la camisa, cogió las botas y bajó descalzo por las escaleras. Sólo cuando hubo abandonado la posada, cerrando silenciosamente la puerta tras de sí, se sentó en el último escalón y se puso las botas.

Una sombra pequeña y peluda salió de la oscuridad y lo miro con los ojos brillantes y agitando la cola. Dulac sonrió a Lobo y, con la mano izquierda, le rascó entre las orejas mientras con la otra intentaba subirse las botas demasiado estrechas. Lobo había desaparecido cuando él abandonó el granero, pero eso no le sorprendió. Lobo no entraba en la casa, porque a Tander no le gustaba y, en cuanto lo veía, comenzaba a darle patadas; pero, sobre todo, porque allí se encontraba tan incómodo como el propio Dulac. Aunque el joven no solía dormir en una cama tan blanda como la de la noche pasada, se sentía muy contento de estar al aire libre. El pertenecía allí, y no a aquel cuarto con su cómoda cama, y sabía que a Lobo le sucedía lo mismo. Seguramente el perrillo no había comprendido que él fuera a pernoctar en la posada, y lo había estado esperando afuera durante toda la noche.

Para su asombro, Lobo no se quedó mendigando sus caricias hasta lograr que Dulac acabara con la mano paralizada de cansancio. En lugar de eso, un instante después, dio unos pasos hacia atrás y emitió un sonido que Dulac nunca le había escuchado: una extraña mezcla entre gruñido, lloriqueo y ladrido sordo, que obligó al joven a volver la cabeza, desconcertado, y mirar en su dirección.

Lobo ya no agitaba la cola. Enseñando los dientes, miraba a la oscuridad del otro lado de la calle.

Allí se movía algo. Dulac clavó sus ojos en esa dirección y descubrió una sombra que se acercaba, luego una segunda y una tercera…

Reconoció a los tres chuchos antes de que salieran de la negritud y empezaran a cruzar la calle. Frunció el ceño, enfadado. ¡Sólo le faltaban esos tres!

– Lobo -dijo a media voz-, ¡desaparece! Escóndete en algún sitio. Voy a tratar de retenerlos.

El perro no se movió; regañó y soltó un gruñido, no muy alto, pero tan profundo y amenazante que dejó muy claro que no le importaba en absoluto enfrentarse a uno de aquellos granujas.

Dulac se puso en pie, hizo un gesto de enojo en dirección al perro y se giró hacia los tres perros. No tenía miedo de ellos, pero eran lo bastante fuertes para darle problemas y, en ese momento, podría soportar cualquier cosa menos una avalancha de ladridos y aullidos justo bajo la ventana del dormitorio de Tander.