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Los tres animales ya habían cruzado media calle y se aproximaban al mismo tiempo que iban distanciándose uno del otro para impedir a su víctima cualquier posibilidad de huida. Era la misma estrategia que solían emplear Evan, Stan y Mike para acorralarle a él. Los perros venían en son de pelea como también habían hecho sus amos.

Y también recibieron la misma desagradable sorpresa.

Dulac oyó un aullido de furia, se dio la vuelta, sobrecogido, y abrió los ojos como platos cuando vio que Lobo no había salido huyendo, sino que se disponía a embestir a sus tres enemigos enseñando los dientes y gruñendo belicoso. Por un momento los tres chuchos parecieron trastornados, pero rápidamente se echaron sobre el terrier con una andanada de ladridos. Dulac se quedó parado de la impresión; sin embargo, enseguida corrió en ayuda de Lobo.

Pero no fue necesario. Dulac dio dos, tres pasos, y se quedó quieto de nuevo para observar la escena.

Cada uno de los tres perros no sólo era cinco veces más grande que Lobo, sino por lo menos diez veces más fuerte. En un momento habrían tenido que despedazar al perrillo… pero ocurrió exactamente lo contrario.

Lobo corría enfurecido de un perro a otro. Se movía tan veloz que se había transformado en una sombra borrosa. Los tres perros intentaban clavarle su poderosa dentadura, pero no tenían la menor oportunidad de atinar. Por el contrario, Lobo siempre alcanzaba la meta que se proponía. Ya tras los primeros segundos, uno de los perros soltó un gañido estridente, se tambaleó hacia un lado y se cayó dos o tres veces mientras se alejaba de allí. Tenía la pata delantera izquierda desgarrada.

Por encima de Dulac se abrió el postigo de una ventana y sonó la voz airada de Tander:

– ¿A qué viene este condenado ruido? ¡Callaos de una vez, perros inmundos, o saco el látigo ahora mismo!

Los perros no le hicieron el menor caso. Los aullidos, ladridos y gruñidos de los combativos animales crecieron en volumen y Dulac se dio prisa en echarse hacia atrás para que Tander no le viera. La pelea estaba tomando tintes cada vez peores. El joven no podía ver más allá de un ovillo de cuerpos peludos entrelazados, pero su pequeño terrier le estaba demostrando que era muy capaz de defenderse por sí mismo. En todo caso, más valdría que se preocupara por los otros dos perros.

– ¡Esperad, bichos sarnosos! -gruñó Tander enfadado-. ¡Os voy a despellejar vivos!

Cerró con tanta fuerza las contraventanas que todo el marco crujió, y Dulac corrió dos o tres pasos más hacia atrás. Sería mucho mejor que Tander no lo viera. Miró a los perros un último momento, y luego se giró y salió huyendo de allí. Utilizó las sombras de las casas para cubrirse y, aunque corría muy deprisa, sus piernas no hacían el más mínimo sonido. Sólo cuando dejó toda la extensión de la calle atrás, se paró y miró hacia allí. Seguía siendo muy de noche y el cielo estaba lleno de nubes, de tal modo que ni la luna ni las estrellas iluminaban lo más mínimo. No pudo ver ni a Tander ni a los perros, pero oía sus lamentos todavía con más claridad: los ladridos iracundos se habían transformado en agudos gañidos, y Tander chillaba como una tendera del mercado a quien le hubieran robado su mejor repollo delante de sus propias narices. Pero pronto sus chillidos se convirtieron en aullidos de dolor. Por lo que parecía, se había acercado excesivamente a los perros.

Dulac sonrió con alegría, se dio la vuelta y se puso en marcha.

Tampoco en esta ocasión avanzó mucho, pues pronto oyó los cascos de un caballo. Se aproximaba un jinete.

Algo le dijo que era mejor no encontrarse con él. Dio dos pasos más hasta alcanzar una entrada estrecha y se metió en la penetrante oscuridad de una bóveda de techo bajo. Pegado a la pared y aguantando la respiración, espió lo que ocurría en la calle.

El ruido de los cascos se había acercado y retumbaba entre las paredes del oscuro dédalo de calles, pero no logró ver al caballero. Este no tenía la más mínima preocupación por silenciar los pasos de su caballo, y tampoco parecía tener prisa. Transcurrió más de un minuto antes de que Dulac lo divisara.

Y cuando lo reconoció, arrugó la frente, sorprendido.

Arturo no iba ataviado ni con su armadura ni con ninguno de sus lujosos trajes. Sólo llevaba una sencilla capa negra, y la capucha le cubría la frente completa. A pesar de ello, supo que era él sin ninguna duda: Arturo. Pero, ¿qué hacía allí a una hora en la que normalmente acababa de irse a dormir, y, además, disfrazado?

Dulac aguardó inmóvil, hasta que Arturo sobrepasó su escondite. Luego, salió del pasaje sin hacer ni un solo ruido, y le siguió. No era difícil. Arturo cabalgaba con lentitud y Dulac sólo tenía que procurar no acercársele demasiado para que el rey no le viera si giraba la cabeza de improviso.

Atravesaron Camelot por completo y se aproximaron a la Puerta Este. El último trecho Dulac tuvo que correr, pues Arturo adoptó un galope regular. Realmente no le importaba adonde iba el rey y, menos aún, para qué, pero estaba bastante claro que quería abandonar la ciudad. Lo mejor sería ahorrarse seguirle. Cuando estuviera fuera, cabalgaría a galope tendido y Dulac acabaría perdiéndolo.

Arturo desmontó y comenzó a manipular el cerrojo de la puerta. No parecía muy ducho en aquellas labores. Era evidente que no debía de hacerlo muy a menudo. Y no se veía a nadie en los alrededores que pudiera ayudarle, aunque lo normal es que allí estuvieran dos vigilantes. Dulac sospechó que el propio Arturo se había encargado de alejarlos para salir de la ciudad sin ser visto.

Mientras Dulac observaba las dificultades del rey con el cerrojo, sintió de pronto que, aunque se hubiera quitado de encima la armadura de Lancelot, no podía hacer lo mismo con su persona. Durante un periodo de tiempo se había engañado a sí mismo, creyendo haber pasado de Lancelot a Dulac, pero no era así. Dulac ya no existía. El contacto con el Caballero de Plata lo había borrado de un plumazo y, dado que Lancelot no existía tampoco, se había transformado en una persona totalmente distinta. Ni él mismo sabía en quién.

Dulac apartó aquellos pensamientos de su cabeza y escudriño cómo el rey montaba de nuevo y cruzaba la puerta. Como esperaba, Arturo no se tomó la molestia de volver a cerrar. Pero, en cuanto estuvo al otro lado de la muralla de la ciudad, picó espuelas a su caballo. Cuando él llegó a la puerta, el monarca estaba por lo menos a cincuenta pasos y galopaba hacia un bosquecillo cercano.

Tras unos segundos, el joven comprendió que no era un bosquecillo cualquiera. Era la pequeña arboleda donde se había topado con el unicornio la primera vez. No podía ser una casualidad. El joven atravesó la puerta y corrió hacia allí.

No tenía ninguna posibilidad de alcanzarle. Antes de que Dulac hubiera dado diez pasos, el rey ya había llegado a la arboleda y tiraba de las riendas de su caballo. Sin darse la vuelta siquiera, ató su corcel a la rama de un árbol y desapareció con paso ligero entre los árboles. Como entre la ciudad y la arboleda no había nada que le permitiera esconderse, Dulac olvidó cualquier atisbo de prudencia y salió corriendo.

Agotado, pero sin interferencias, llegó al bosquecillo y se quedó un momento quieto para escuchar, y también para coger aire. El caballo de Arturo, que estaba atado tan solo a unos pasos, giró la cabeza en su dirección y relinchó intranquilo, pero ése fue el único ruido que oyó. Si el rey estaba en las cercanías, actuaba de una forma muy silenciosa.

Dulac se quedó parado unos segundos más. No tenía ninguna razón para seguir al rey, y sobre todo, no tenía el mínimo derecho de hacerlo. Arturo no se pondría muy contento si lo descubría; lo definiría como un espía, si no encontraba una palabra todavía peor para él. No le parecía muy conveniente que acabara desconfiando más de él de lo que ya lo hacía.

A pesar de aquellos pensamientos tan acertados, Dulac continuó abriéndose camino en el bosque. No había llegado muy lejos cuando oyó sonidos delante. Se quedó quieto, escuchando, y se desvió algo del rastro. Intentó hacer todavía menos ruido, lo que le obligó a caminar más despacio. Los crujidos de delante se hicieron mayores. Arturo estaba muy próximo a él.

Pasaron sólo unos instantes hasta que vio la negra silueta del rey frente a él. Arturo había alcanzado un claro en el centro de la arboleda, pero no estaba quieto, se movía adelante y atrás. Parecía muy nervioso. Daba la impresión de que esperaba a alguien y no, precisamente, con alegría.

Pero, ¿por qué allí, casi de noche, tan lejos de Camelot y con tanto secreto? ¿Quién era esa persona que Arturo no podía recibir en el salón del trono?

Dulac meditó un rato la respuesta a aquella pregunta, pero no llegó a ninguna conclusión. Incluso Mordred había tenido la puerta abierta cuando se había reunido con Arturo. Sólo había una manera de averiguarlo: ocultarse y aguardar.

Encontrar un escondite no era problema. La mirada de Arturo erraba por el límite del bosquecillo, escudriñando cualquier sombra por pequeña que fuera, pero esperaba a alguien que iba a mostrarse ante su presencia, no a alguien que le acechaba desde la oscuridad.

Pasó el tiempo -una hora o más-, una eternidad cuando se está quieto, agachado tras la protección de unos arbustos, sin nada más que hacer que estar callado y esperar. El horizonte comenzó a clarear y la casi completa oscuridad que reinaba en el ambiente fue atenuándose. Dulac estaba a punto de desistir, salir de su escondite y darse a conocer sin importarle lo que sucediera después, cuando el rey paró en medio de su constante ir y venir y dirigió la vista a un lugar en la parte más cercana del claro. También Dulac miró concentrado hacia ese punto, pero en un primer momento nada le llamó la atención.

Cuando la figura salió del bosque, lo hizo de una manera muy misteriosa. Tal vez era a causa de la luz: se trataba justo de ese momento del día en el que oscuridad y claridad se mantienen en exacto equilibrio bajo el fiel de la balanza y sólo parece existir el color gris, y por eso ni siquiera lo vio con precisión. Más bien fue como si las sombras se apelotonaran para formar una nebulosa; algo que ya no era fantasma, pero tampoco cuerpo todavía.

Sin embargo, Dulac la reconoció enseguida.

Y estuvo a punto de pegar un grito.

El hada Morgana ya no llevaba su vestido negro, sino que iba totalmente de gris. Pero no parecía ninguna túnica, más bien era como si hubiera absorbido el color del crepúsculo que la rodeaba. Su propio pelo tenía un tinte gris, y no negro, y cuando apareció en el claro, a Dulac le dio la impresión de que, durante un rato largo, la niebla pretendía sujetarla y tiraba con todas sus fuerzas de sus contornos. En realidad, no salió del bosque; surgió.