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– Vienes tarde -dijo Arturo en lugar de saludarla.

– También podría decirse que ni has llegado pronto -respondió Morgana. Se rió en voz baja, se acerco y se materializo finalmente. Se quedó justo enfrente de Arturo y miró en todas direcciones.

– ¡Has mantenido tu palabra y has venido solo! ¡Estoy gratamente sorprendida!

– No me asombra -respondió Arturo con frialdad-. Traición y falta de promesas son palabras muy presentes en tu vocabulario, ¿no?

Dulac tenía dificultades para seguir la conversación. ¿Morgana? ¿El hada Morgana? ¿Con Arturo? ¡ALLÍ!

Morgana se rió, pero la carcajada sonó bastante falsa.

– En todo caso, estás aquí -dijo.

– Cierto -contestó Arturo de mal humor-. ¿Y bien?

– ¿Y bien? -si se pudiera confiar en la expresión de Morgana, se podría creer que era la inocencia personificada.

– Querías hablar conmigo -dijo Arturo, y volvió a repetir-: ¿Y bien?

– Así que lo vas a hacer -dijo Morgana, sacudiendo la cabeza-. Todavía me resulta difícil de creer, hermano.

¿Hermano?

Al principio, Dulac no supo si había oído bien. ¿Hermano?

– Tú hablas de…

– … de esa niña tonta, exacto -le cortó la palabra Morgana. De un segundo a otro su voz se hizo fría, tan fría como el hielo y tan cortante como el acero.

¿Cómo le había llamado?, pensó Dulac aturdido. ¿Hermano? Pero ¡aquello era imposible! No podía ser; por Uther -y ¡sobre todo, por Dagda!- había sabido que Mordred era el hijo de Arturo, y aquel hecho ya le resultaba bastante increíble considerando las circunstancias. Y sabía que el hada Morgana era la madre de Mordred.

No podía ser. ¡Era… absolutamente imposible que Morgana fuera al mismo tiempo la madre de Mordred y la hermana de Arturo! No. ¿Cómo podía respetar a un rey que había engendrado un hijo con su propia hermana?

– Su nombre es Ginebra -dijo Arturo-. En el caso de que lo hayas olvidado.

– No lo he hecho -respondió Morgana-. No entiendo lo que te propones con eso, Arturo. ¿Crees de veras que puedes cambiar el curso del destino, si te casas… con esa niña?

El corazón de Dulac se hizo de hielo. Hablaban de Ginebra. ¡Su Ginebra!

– Da la casualidad de que esa niña es la mujer que amo -dijo Arturo.

Por toda respuesta, Morgana soltó una carcajada.

– La única mujer -dijo con énfasis- que has amado en toda tu vida y que jamás vas a volver a amar de verdad, Arturo, soy yo.

– ¿Qué quieres? -preguntó él.

Morgana lo observó con una mirada teatral.

– ¿Qué quiero? Has sido tú el que me has pedido esta cita.

A Dulac le resultaba cada vez más difícil permanecer tranquilo. En su cabeza se agolpaban los pensamientos. ¿Arturo concertaba citas con Morgana?

– ¡Maldita sea! Sabes perfectamente lo que quiero -Arturo casi gritó aquellas palabras. Su voz temblaba de tensión. Dulac casi podía sentirla desde su escondite.

– Sí, quizá sepa lo que quieres -contestó Morgana-. Pero ¿lo sabes tú también? Eres un loco, Arturo. Un loco tonto y romántico. ¿Creías de verdad que podrías salvar al mundo casándote con una niña? -hizo un gesto para cortarle la palabra a Arturo antes de que éste respondiera-. Por una vez sé sincero, hermano: ¿la quieres?

Dulac observó a Arturo desde su escondite. Un puñal encendido penetró en su corazón y el dolor se hizo más agudo a cada segundo que el monarca tardaba en responder. Cuando por fin contestó, algo dentro de él le hizo retorcerse de espanto.

– Amor -dijo Arturo-. Una gran palabra, Morgana. ¿Qué es el amor? Algo para locos románticos -se rió amargamente-. Una enfermedad, si me preguntas. Una enfermedad muy agradable, pero nada más. Una fiebre que ataca al espíritu.

– Espero que no sea éste el discurso de esponsales que vas a recitarle a la encantadora Ginebra la semana próxima -dijo Morgana con ironía.

¿La semana próxima? Dulac pegó un respingo. ¿Habían fijado la boda para la semana siguiente?

Arturo ignoró la pregunta. El tono de su voz fue más frío cuando continuó hablando:

– Te pedí que vinieras porque las muertes tienen que acabar, Morgana -dijo-. Ordénale a Mordred que se detenga.

Morgana se rió.

– Pero, ¿por qué tendría que hacer eso, hermano?

– No puede vencer, Morgana -respondió Arturo-. Tú lo sabes y yo lo sé. Y ha llegado el momento de que Mordred lo comprenda.

– Me temo que no iba a escucharme, Arturo, aunque yo intentara retenerlo -suspiró Morgana-. Es muy testarudo, ¿sabes? Un rasgo que ha heredado de su padre, me imagino -sacudió los hombros-. Además, ¿por qué te preocupas si estás tan seguro de que no puedes perder?

– ¡Porque carece de sentido! -protestó él-. ¡Te lo ruego, Morgana! ¡Te suplico que le hagas entrar en razón! ¿Realmente quieres que esta tierra se sumerja en un mar de sangre? ¡Los pictos de Mordred no tienen nada que hacer frente a nosotros!

– Entonces no tienes nada que temer -dijo Morgana impasible-. Por otro lado… -añadió, abriendo las manos-: Si estás tan preocupado por la felicidad de tus súbditos… sabes lo que quiero. Dale a mi hijo lo que le pertenece e impedirás la guerra.

– ¿El poder sobre Camelot? -Arturo sacudió la cabeza con fuerza, pero Morgana le interrumpió con un gesto antes de que pudiera continuar:

– ¡El lugar que le corresponde! -siseó ella-. ¿Qué quieres? ¡Son tus propias leyes! ¡Las leyes de tus congéneres, que tanto te importan! Es tu hijo, Arturo. El hijo del rey. El príncipe de Camelot. Le corresponde, según tus propias leyes, un lugar a tu lado.

– Imposible -respondió Arturo-. Las personas de Camelot confían en mí. ¿Tengo que… abandonarlas a la tiranía del terror de ese demente?

– Por lo menos, se mantendrán con vida -contestó Morgana con frialdad.

– Es lo que tú quieres, entonces -dijo Arturo con tristeza-. Todas esas personas inocentes, Morgana. Morirán cientos. Tal vez, miles. ¿De verdad me odias tanto?

– ¿Odiarte? -Morgana pareció pensar un momento el significado de aquella palabra. Luego, sacudió los hombros.

– Te sobreestimas, hermano -dijo-. Pero ése siempre ha sido tu mayor error. No te odio. Me das exactamente lo mismo. Quiero para mi hijo lo que le pertenece, nada más ni nada menos.

– Lo que le pertenece… -Arturo sacudió la cabeza-. ¿Qué quieres realmente, Morgana? ¿Satisfarás tu sed de venganza cuando Mordred y yo nos enfrentemos en el campo de batalla? ¿Me odias tanto que quieres ver como le mato? ¿O él a mí?

– Eres un necio, Arturo -dijo Morgana con sequedad-. Un estúpido y un necio. No has entendido nada. Nada de nada.

– Entiendo que es absolutamente inútil apelar a tu juicio o a tu conciencia -dijo Arturo con tristeza-. Te lo pido de nuevo, Morgana: ¡Esto es algo entre tú y yo! ¿Realmente quieres hundir todo un país para vengarte de mí?

– Es exclusivamente asunto tuyo si vamos o no a la guerra -respondió Morgana impertérrita y, de pronto, se rió-. Pero por nuestra vieja amistad voy a ser magnánima contigo. Te doy una semana para pensarlo. O un mes, un año… el tiempo que tú quieras.

Los ojos de Arturo se entrecerraron formando una línea.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que va a ocurrir depende de ti, Arturo -contestó Morgana-. Mordred no atacará mientras no te cases con esa niña. Tú quieres que ella te regale un heredero, pero no puedo permitirlo. Ya tienes un hijo. No voy a consentir que le arrebates lo que le corresponde -se aproximó más a él-. Renuncia a ese matrimonio y veré lo que puedo hacer. Cásate con ella y te prometo que Mordred y yo te haremos un regalo de boda muy especial.

Arturo se sobresaltó. Su mano desapareció bajo la capa.

– ¡Adelante! -dijo Morgana e hizo un movimiento de invitación con la mano-. ¿A qué esperas? Desenvaina tu espada y mátame. Eso te evitaría un montón de preocupaciones. Hazlo. No voy a defenderme.

Arturo comenzó a temblar. Desde su escondite, Dulac no podía divisar su rostro, pero sintió que, por espacio de unos segundos, el rey tuvo la tentación de hacer lo que Morgana le proponía.

Pero no sacó la espada. En lugar de eso, observó a Morgana durante unos instantes, luego se giró con una sacudida y se marchó de allí.

Dulac se apretó más contra los arbustos en los que había buscado protección. Arturo lo habría descubierto de no estar demasiado tenso para atender a su alrededor. El rey pasó tan pegado a él que estuvo a punto de pisarle los dedos.

Un buen rato después que Arturo y mucho después que Tander, Dulac llegó al castillo. Estaba tan aturdido por lo que había presenciado, que el rapapolvo con el que le recibió Tander por haber llegado tarde no le importó lo más mínimo. El posadero llegó a agarrarlo por un hombro levantándole la otra mano con intención de pegarle, pero enseguida bajó el brazo; tal vez se dio cuenta de que a Dulac sus gritos no le habían hecho ningún efecto. Así que se limitó a darle un empujón mientras lo bombardeaba con un torrente de insultos y juramentos.

Desde que había dejado el bosque, Dulac se sentía como en una pesadilla, una de las más desagradables, ésas en las que se sabe que se está soñando, aunque la seguridad de que se trata de una escenografía apocalíptica no le resta ni un ápice de su horror. Había oído cosas tan monstruosas que una parte de sí mismo se negaba a creerlas. Cumplió con las tareas que le impuso Tander sin darse cuenta de lo que hacía.

Las campanas de la pequeña capilla tocaban anunciando la oración del mediodía cuando llegó Evan. Arrodillado, Dulac cepillaba el suelo con un cepillo basto, sus dedos tenían sangre pegada, pues no era aquél un trabajo que acostumbrara a hacer. Además, le dolían tanto los músculos de la espalda y de la nuca que creía que iba a quedarse allí clavado, sin posibilidad de moverse.

– Tienes que lavarte -murmuró Evan-. Y date prisa.

– ¿Lavarme? -Dulac se miró las manos. Bajo algunas de las uñas asomaba la sangre, pero su piel estaba brillante tras horas en contacto con el agua, las tenía más limpias que nunca-. ¿Para qué?

Evan metió las manos en los bolsillos, sacudió los hombros y se acercó con paso cansino.

– ¿Cómo voy a saberlo? -preguntó-. A lo mejor Tander no quiere que te presentes así de sucio ante el rey. Aunque no creo que lo vaya a notar. Hoy se ha ido muy tarde a dormir. Tras la salida del sol, imagínate.

Dulac se tragó el rudo comentario que tenía en la punta de la lengua: que no era asunto suyo la hora en la que el rey se iba a la cama. Pero, realmente, tenía otras cosas en la cabeza más importantes que pelearse con Evan. Con un sintomático movimiento de los hombros, tiró el cepillo dentro del cubo, apoyó las manos en los muslos y se impulsó con algo de esfuerzo hacia arriba. Evan lo miró con desagrado, encogió los hombros y volcó el cubo de una patada.